Divagaciones sobre el nacionalismo y el independentismo. Euskadi y Catalunya.

Vivir en Euskadi implica conocer el nacionalismo. En sus dos versiones, aunque una tenga mucha mayor presencia social, política y cultural que la otra: La que defiende la vigencia del Estado sobre la base de una única nación, la española y la que aspira a modificar el estado actual de cosas, entendiendo que el pueblo vasco tiene derecho a tener su propio Estado. Lejana ya la época del romanticismo que los vio crecer y los impulsó, como el exponente máximo de su manera de ver la colectividad, la exaltación de la nación como valor central de la cosmovisión política subsiste entre nosotros sin aparentes síntomas de debilidad o decadencia.

Ninguno de ellos – ni el vasco, ni el español – ha conseguido atraparme entre sus redes, pese a los influyentes contextos en los que me ha tocado vivir. La cuestión de las identidades y el sentimiento de pertenencia, sin embargo, me apasiona y he sentido siempre una irrefrenable curiosidad por conocer y, sobre todo, entender, los entresijos de una forma de pensar cuya traducción política es asumida por muchas de las personas con las que trato habitualmente. Singularmente he buscado y busco con ahínco la razón por la cual se vincula la defensa de los elementos que definen una identidad colectiva, con la creación de una estructura política propia de estado. Hace tiempo que desmonté la respuesta de que ésta fuera la única vía para garantizar aquélla. El sistema de autogobierno del que nos dotamos y llevamos disfrutando los vascos desde hace 35 años refuta por completo esta tesis y no merece que me extienda más en ello. No es la independencia a través de la creación de un estado propio el único camino, ni el camino necesario para defender la identidad nacional. Entiendo pues, el nacionalismo o el patriotismo cultural, pero no la inevitabilidad de su traducción política en términos de aspiración estatal. Por eso, siempre acudo a las dos grandes preguntas: ¿Porqué la independencia? ¿Para qué la independencia?.

De las respuestas que voy obteniendo, entiendo a quienes, sosteniendo que el vasco es un pueblo – sea este el concepto técnico jurídico que sea -, tiene, en cuanto tal, derecho a constituir un estado. Aunque tal afirmación es más que discutible desde el punto de vista jurídico, lo entiendo. Las razones que mueven esta manera de ser nacionalista no son tanto racionales o pragmáticas, cuanto emocionales. Uno quiere que Euskadi sea independiente de España porque no se siente español, porque está convencido de formar parte de un pueblo distinto, de una nación distinta, equiparable conceptualmente  a la española y, por tanto, más allá de que sea bueno o malo, desde una perspectiva de progreso, de bienestar o de otro tipo de parámetros racionales y susceptibles de medición o evaluación, quiere que su DNI no refleje la española como nacionalidad, sino la vasca. También querrá que su selección de fútbol sea la vasca y no la roja. Es el independentismo nacionalista. La aspiración a la independencia a partir de la defensa del concepto de nación, derivada de la existencia de un pueblo con derecho a ello. No hay en juego necesariamente ventajas tangibles o materiales; es solo cuestión de sentimiento. Contra este planteamiento poco o nada se puede argumentar. No se puede discutir el sentimiento de pertenencia o de identidad de nadie y solo se le podrá pedir que no se atribuya el monopolio de dicha identidad y que no imponga un modo canónico de ser vasco o de español, aceptando esta pluralidad elemental en cualquier sociedad moderna. Tomaré una cerveza con quien así piense y seguiremos hablando tal vez, de otra cosa.

Por otra parte, hay un aserto que se repite con frecuencia en el ámbito político y que ha llegado a convertirse en dogma: El autogobierno es sinónimo de bienestar, conformando ambos términos un binomio inseparable, que yo no cuestionaré. Pero es que hay un paso más. En tanto la independencia puede considerarse el grado superior extremo del autogobierno, muchos son los que aplican una sencilla regla de tres y concluyen que la independencia conllevaría aún más bienestar y progreso.  Y es al abrigo de este axioma – que también se ha convertido en mantra – donde crece el número de adeptos a la independencia. Pero, curiosamente…no en Euskadi, sino en Catalunya.

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Frecuentar Catalunya como lo estoy haciendo últimamente, me está permitiendo conocer una realidad igualmente apasionante en lo tocante a la voluntad de independencia de una parte muy importante de su ciudadanía. Y mi descubrimiento más notable ha sido el del independentismo no nacionalista, al que hacía referencia hace un momento. Personas que, sin hacer casus belli de la existencia de la nación catalana, incluso sin siquiera preocuparles tal cuestión en exceso, abrazan la causa de la independencia por motivos estrictamente racionales, lejos de las proclamas predominantemente emocionales de los nacionalistas. Este subgénero es inexistente en Euskadi, donde la identificación entre independentistas y nacionalistas es prácticamente absoluta.

Ocurre que el planteamiento de este sector de defensores de la independencia sí permite el debate y la discusión en términos racionales, ya que se ponen en juego los supuestos beneficios que la realización de su proyecto conllevaría para la ciudadanía catalana. No se trata de que estas personas no defiendan la idea de una nación propia cuyas señas de identidad podrían estar en peligro, sino que ésta no es la cuestión prioritaria para ellos. Su seña de identidad es la expresión «La independencia como vía para conseguir una Catalunya mejor», con el inevitable añadido de «un futuro mejor para nuestro hijos». Es su respuesta al porqué y al para qué de la independencia. Y es aquí, al escuchar esto, cuando aparece mi expresión ojoplática y se excita aún más mi curiosidad. Mi amigo catalán, con el que comparto la cerveza, me mira un poso asustado.

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Porque la expresión una Catalunya mejor – o una Euskadi mejor, me da igual – me parece tan vaga que no alcanzo a llenarla de contenido y me siento acuciado a preguntar a mi amable interlocutor qué es o qué significa para él una Catalunya mejor. Doy por supuesto que si habla de Catalunya es porque espera que las supuestas mejoras alcancen al conjunto de la población del territorio, es decir, que sean globales. Pero el término «mejor» precisa relleno. ¿Más justicia en la redistribución de los recursos públicos?, ¿Mejor sanidad pública?, ¿Mejor enseñanza pública?, ¿Mejores condiciones para el desarrollo y realización de la cultura y la lengua específicamente catalanas?, ¿Mejores carreteras y trenes ? ¿Más justicia social? ¿Más o menos solidaridad con los inmigrantes y refugiados? ¿Menos corrupción?

Es obvio que yo, ante tanta pregunta cuyas respuestas se escapan por completo de mi conocimiento, callo. Solo me atrevo a formularlas,. pero creo, además, que debo hacerlo. Y, por respeto, no me atrevo a cuestionar la ciencia de mis contertulios si él hace aflorar argumentos y datos concretos al respecto. ¿Quién soy yo para insinuar siquiera nada acerca de las eventuales repercusiones económicas que la independencia tendría para la ciudadanía catalana?

Por eso, cuando mi amable acompañante se da cuenta de que enfrente no tiene a alguien que quiera rebatirle por llevarle la contraria sin más, o que quiera menospreciarle o ridiculizarle desde la defensa de otro concepto nacionalista, o cuestionar su derecho a expresarse y a ser lo que quiera, sino simplemente entenderle hasta el final, hasta el fondo de su planteamiento, de su idea, de su impulso vital más íntimo, el porqué y para qué profundos que le hacen abrazar una idea como la independencia, tan traumática para una sociedad plural y heterogénea como es la catalana, y además lo hace desde el respeto más exquisito, entonces, en la mente de mi amigo comienza a anidar la duda. Duda, que no aparece cuando se siente agredido por tanta actitud visceral de oídos sordos y mentes cerradas, pero que germina ahora y crece con la escucha respetuosa e incluso comprensiva. No cambia de opinión. Sigue creyendo en la independencia como el mejor camino para el futuro de su tierra y sus gentes, pero abre los ojos al contexto y repiensa tiempos y modos de actuar. Valora la importancia de evitar enfrentamientos estériles (o incluso negativos, porque tal vez sean perjudiciales para su proyecto) y de analizar bien y explicar mejor las ventajas y los inconvenientes que la independencia supondría para él y el resto de los catalanes.

Pensará que lo «mejor», referido al futuro de Catalunya, es un concepto muy relativo porque la independencia solo cambiará el marco en el que se toman algunas (no demasiadas) decisiones, pero el contenido de éstas seguirá dependiendo de la correlación de fuerzas políticas existentes en el territorio. Y será como antes: si ganan los míos, estupendo, pero si ganan los otros ¿qué habremos mejorado? Y tal vez concluya que, realmente, la independencia no es en sí misma y de manera ineluctable el camino para un mejor futuro para sus hijos, sino solo una posibilidad más, no muy diferente, en el fondo, a un cambio de color político en los centros de poder donde se toman las grandes decisiones que realmente afectan a la vida de los ciudadanos catalanes.

Si acaso alcanzare esta última conclusión, tal vez mi amigo llegue incluso a pensar que su entusiasmo con la independencia tiene que ver más con una reacción lógica y natural ante tanta torpeza política, tanta agresión injustificada, tanto nacionalismo español visceral beligerante, tanta falta de respeto, en suma, a esa hermosa tierra, sus gentes y su cultura.

Pero todo eso será tal vez; o tal vez no.

Pese a todo, en ambos casos, mi amigo y yo habremos vuelto a realizar un fantástico ejercicio de aproximación y comprensión, desde el respeto y la discrepancia. Y empujaremos ambos, brindando de nuevo, el último trago de cerveza. Yo habré dado un paso más en el buen entendimiento de una manera de pensar que tan importante resulta a mi alrededor, aunque no la comparta.

15.9.15

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