Breves de Lamuza

Con ocasión del 50º aniversario del Colegio Público Lamuza, de Llodio, su asociación de padres y madres ha organizado una serie de actos, culminados el sábado, día 15, con una comida a la que estaban invitadas personas vinculadas al colegio, a lo largo de todos estos años. Para el material que han ido recogiendo de cara a las conmemoraciones, escribí estas líneas con mi modestísima aportación a la memoria colectiva del centro.

Fue un 4 de junio. Lo recuerdo porque era el cumpleaños de Charly. Aquella noche, 11 adolescentes intrépidos y un temerario profesor, subimos al antiguo expreso Costa Vasca en la estación de Llodio, dispuestos a afrontar la aventura de pasar tres días de asueto en la capital del Reino, nada menos. Era el viaje de fin de EGB; o sea, fin de colegio. Se acababa nuestro Lamuza, entonces Colegio Nacional. Corría el año 1975. Fuimos la promoción que abrió la EGB y el BUP. Creo que nunca el Colegio había tenido alumnos tan mayores. Tal vez por eso, el bueno de Manolo Melgosa (don Manuel me perdonará la licencia) se atrevió con semejante pelotón a pecho descubierto en Madrid.

Alojamiento en el Hostal Central, calle Alcalá, junto a la Puerta del Sol. Visita agotadora al Museo del Prado, después de la noche de viaje sin dormir apenas. Paseo en barcas en el estanque del Retiro, por supuesto. La Castellana andando desde la Plaza de Castilla hasta Cibeles, después de comer, lo juro. A golpe de horchatas, con un sol de justicia. Vimos el Bernabeu, eso sí. El parque de atracciones en la Casa de Campo. Bocatas de calamares por doquier. Uno de los días: ¡Atención, tarde libre de don Manuel! ¿Qué hacemos? Pues nada, al cine a la Gran Vía. La intención era buena, estrenaban “El jovencito Frankestein”, de Mel Brooks, pero, ¡Ay!, para mayores de 18. No pasa nada, ya va Oscar a taquilla a por las entradas, nuestro mejor candidato a adulto. Pero no cuela. Vade retro. El cambio de planes nos lleva, sin salir de la Gran Vía, al puente sobre el río Kwai, que era apta, según terminología de la época. Sesión continua, como era habitual en aquella época. Al menos, salimos silbando todos. El domingo no faltó el Rastro. Aquel reloj de fondo azul de Juanito o el inolvidable cinturón con cabeza de león (o fiera similar) de Miguel. Los viajes en metro. El bar más grande del mundo pues se entraba por Cádiz y se salía por Barcelona, detrás de la Puerta del Sol (Sigue existiendo tal cual, con la misma leyenda fuera). Y tantos otros recuerdos.

Fueron tres días increíbles.

Nos habíamos pasado todo el curso recogiendo papel y cartón, que en aquel tiempo se vendía razonablemente bien, con el fin de sacar unos duros para el viaje. Utilizábamos como almacén un hueco que había (tal vez siga existiendo) bajo la escalera de la entrada principal, junto a la sala de profesores. Allí aprendimos un principio, sin duda relacionado con la física (aunque no sé cuál): por muchos papeles y cartones nuevos que fueran depositados en el pilón, en su parte superior siempre aparecían las mismas dos o tres revistas. Cada vez más arrugadas, eso sí. Sin comentarios. Aún había censura.

Llegué a conocer – y participar – en el coro del colegio, probablemente en su último año, creo. Memorable nuestra participación en el concurso de villancicos que se celebraba todos los años por navidades en Marianistas de Vitoria. Cómo seríamos de paquetes que, una vez en escena, delante del público (y el jurado, claro), comenzamos con el villancico que ensayábamos siempre en primer lugar, cuando, al parecer, debíamos haber empezado por otro. Pues bien, el director, cuyo nombre no he conseguido recordar, nos paró de mala manera, pidió perdón al respetable y nos obligó a iniciar de nuevo la actuación por el villancico correcto, superando el correspondiente bochorno.

El baloncesto nos brindó nuestro momento de “gloria”, cuando ganamos el Campeonato Interescolar de Llodio aquel mismo año de 1975, con la final en la Plaza y contra La Salle, un año mayores que nosotros. Era conocida la rivalidad deportiva con los otros centros del pueblo. El apoyo del colegio era escaso, la verdad, porque había que ver los equipajes con los que jugábamos. Primero camisetas amarillas, para pasar luego al azul con el que se quedó el colegio. Suplíamos las carencias con el entusiasmo y la ilusión propia de la cuadrilla de amigos que formábamos el equipo y el ánimo de nuestros incondicionales. No puedo dejar de mencionar – sería imperdonable – el equipazo femenino de aquel mismo año. En la cima, vaya.

Lamuza fue un clásico colegio público vasco, con mucho profesorado venido de fuera a cubrir las plazas que los autóctonos no alcanzábamos, por nuestra vocación más inclinada hacia la técnica y la industria.

Esa cosa líquida y viscosa que es la memoria me permite escribir los nombres de don Manuel (nuestro tutor siempre; varias veces a punto de verle, pero aún no ha sido posible, después de tantos años. Vive, espero, en Burgos), don Serafín (Acha, Andrés, Apraíz, Arellano, Arigita, Arroyo…a la pizarra), don Román (peazo manos tenía), Francisco Javier (Alpino, vaya; recién llegado de la mili), Juan Antonio (un año, al menos, con las matemáticas), la señorita Juli, Mª Jesús (ella nos llevó al baloncesto), Quela, don Gabriel (matán, coño, matán)…

Tres años, de 6º a 8º de EGB, fueron suficientes para incorporar el colegio a mi acrisolado sentimiento de pertenencia. No puedo ni quiero negar el orgullo que me genera esa pertenencia. Un orgullo demasiadas veces callado y silencioso ante el maltrato y la discriminación que ha sufrido Lamuza por parte de nuestros sucesivos mandatarios locales respecto a otros centros educativos de la local, especialmente no públicos. Un orgullo que, al menos, se manifestó en la elección del colegio para Markel. Con ello, somos ya dos generaciones de exalumnos del colegio. En 50 años, casi da para la tercera, aunque sospecho que toca esperar un rato aún.

Y mientras tanto, incrementar el sentimiento de orgullo de colegio desde esas señas de identidad que ha ido adquiriendo en los últimos años, con la defensa de valores cívicos como la tolerancia y la diversidad, sin desmerecer la calidad, que deben ser bandera de los colegios públicos. Con agradecimiento a toda su comunidad educativa.

 

16.6.19

 

 

Memoria diarreica

Uniforme de camisa blanca y corbata azulona (ese nudo siempre sesgado hacia un lado), con jersey de pico azul marino; los deliciosos recortes sobrantes de las obleas (sin consagrar) y que recibías según el propio merecimiento. La merienda (aquel pan con chocolate Chobil; o Zahor, para hacer la colección de Juanito) y a la calle, a jugar. La calle, siempre la calle, la Plaza. En el patio de las monjas chutando alguna que otra rata muerta para echárselas a las chicas. La pared del urinario con el caño todo lo largo, a ver quién iba más atrás sin que el chorro dejara de caer dentro del caño. Ojo de buey, punzón y tijerillas (Txorro, morro, piko, taio, ke) en el pórtico de la iglesia, donde también caían juegos como la cruz, sangre, policías y ladrones o aquella joya que era dólar con rayo y que no conoce casi nadie, con su morcilla estirada, napoleón revisa a sus soldados y otras varietés. Fantomas, el Zorro y cualquiera de romanos o de vaqueros en la primerísima hora de la tarde del domingo en el atiborrado cine de los frailes. La sala de la congregación, los campeonatos de futbolín y las partidas de cartas. El colegio entero dividido en blancos y azules para los juegos por la onomástica de San Juan Bautista. Conocer lo que era la jornada laboral intensiva, en este caso, de monaguillo las mañanas de los domingos para sacar unas pelas. Dunking y Bazooka para masticar, hasta que llegó el cosmos negro cuya excentricidad nos cautivó. Lo del Cheiw vendría más tarde. Siempre sin dejar de ser fieles a las pipas Facundo, con su bola amarilla en cada paquete que, si era roja en su interior, daba derecho a obtener otro de regalo.

 

La Patxa y la Bruna, los caramelos de nata a perra gorda, el regalíz de zara, los bollos secos (qué cara la mantequilla), el jariguay y más futbolín. La rana, para mayores. Los baños del sábado a base de llenar la bañera con pucheros de agua calentados en el fuego de la cocina. Albornoz amarillo y Viaje al fondo del mar. Ah, Kowalski… Clase los sábados por la mañana, pero con televisión escolar. Félix, el amigo de los animales, le decían. Y venga a ponerme medias de rombos hasta la rodilla. Aquella estufa de leña en medio de la clase de primero en los frailes… setenta pipiolos. José Puertas nos sufría y nos domaba, a medias. Vales de disciplina, concursos de catecismo. ¿He hablado ya de «Guardianes del espacio»? Guau, los thunderbirds numerados como naves espaciales y una Penélope que aún siendo muñeca, le provocaba a uno un cierto desasosiego. «Vida y color» y el mercadillo de cromos de los domingos en la plaza. Furgol, si era en septiembre-octubre. Iríbar, Sáez, Etxeberria, Aranguren, Igartua… Un patio de colegio donde éramos capaces de jugar tres o cuatro partidos simultáneos, sin confundirnos de balón. Curtis, por supuesto. Sonidos de mis mañanas: La sierra de la carpintería y los rebuznos de los burros atados apenas a treinta metros de mi cama, bajo la cuesta de San Roque.

La rivalidad entre barrios jugando a fútbol en cualquier campa. La chimbera y los balines; unas merendolas de cumpleaños surtidas más de ilusión que de suculencias. Silencio en la sala, que viene doña Pascuala. Y todos a correr. Las martinicas, que además de estallar repiqueteando al rascarlas contra la pared, te permitían, al humedecerlas, pintarte la cara de fosforito en la oscuridad. De nuevo la clase de las monjas con la tabla de multiplicar sobre el tablero que parecía un reloj y uno que salía a señalar con la regla de madera. Sí, esa que acababa inmisericorde en tu mano si la hacías y te pillaban. Dos modalidades de golpe: en la palma, con la mano extendida y en las puntas de los dedos con ellos reunidos arriba (ésta era jodida). Los colgadores de las batas y el cuarto de los ratones. Cuando había recado a la botica, caían algunas gominolas verdes de Pepe o Lola. Excelentes. Chapas y billetes de tren sobre geometrías de tiza blanca en el suelo. Pistas de iturris en la arena. El Domund con el panel del termómetro para la competición de donativos por clases. Caligrafía, puntillo, tintero, secante… toma ya. Eso sí, todo con borona de la que se comía luego el hermano Alfredo cuando su fino olfato la detectaba en clase y te la confiscaba debidamente. Las escaleras del pórtico de las monjas, el melonero y el charlatán, todo sin moverse del sitio.

Vuelvo a primer grado y la clase de Puertas, el hermano Jacinto con los boletines de notas todos los sábados. «Setenta puntos en adelante, pasen» y te soltaba la consabida barra de regalíz de zara, para humillación de quienes nunca la cataban. Los infructuosos intentos de hacer navegable el Aldaikoerreka y a secar a la cocina de chapa de la abuela, claro. Tiempos de fijador Lucky, qué bien olía. Aromas de leña con los primeros fríos. Comprando mostachones o españoles sobre papel de estraza en el Maruri, donde Miguel Urquijo, mientras pasábamos a hurtadillas el dedo por el bacalao salado para chupárnoslo después. Antorcheros desgarbados con la cara pintarrajeada de corcho negro para salir en la cabalgata. Pulgarcito, DDT, Tíovivo, el Capitán Trueno, el Jabato y el kiosko de Sarralde. Vamos a la cama, sí; con Cleo y compañía y su tonada.

Y, envuelto en esta atmósfera de recuerdos, creo que haré lo propio, que es tarde y tengo sueño. Eso sí, antes me tomaré un fortasec.

28.12.17

 

El ritual de las ausencias

La comida de la Cofradía, el último domingo de cada agosto, día final de las fiestas en Laudio, es un rememorado ritual. Año tras año se despliegan parecidos protocolos, se repiten rutinas y gestos, las imágenes son similares. Desde la preparación de los fuegos para cocinar, los pucheros y cazuelas, los tableros y los bancos corridos para la mesa, la mantelería blanca rematada con las espléndidas jarras de cerámica que contienen el azumbre de vino trasegado en la comida y las hogazas de pan sobre ellas, la proximidad de la hora de comienzo, el gentío arremolinado en torno al pórtico para ver el ambiente… Todo se asemeja a lo ya vivido en tantísimas otras ocasiones, pero lo que, sobre todo, refuerza este carácter ritual es la presencia de las personas concretas: Cada año ocupando el mismo sitio, con los mismos compañeros al lado y enfrente, la misma instantánea en blanco y rojo de los cofrades. Eso, una fotografía, que no una película. Lo estático frente a lo dinámico; la fijación química de un instante de la vida, de un instante repetido cada año el mismo día, en parecida fecha, la misma fotografía.

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Pero todos sabemos que eso no es del todo así; que no todo se repite, que es imposible. Sí, es verdad que el ritual nos permite valorar los cambios habidos en el aspecto de quienes nos rodean, a quienes tal vez no hayamos visto desde la última foto en blanco rojo, 365 días antes. Pero, por encima de eso y sobre todo, lo que rompe el rito de una manera más llamativa y a la vez definitivamente humana es la constatación de las ausencias. Esas pequeñas alteraciones del lienzo que hacen diferente cada imagen anual. Y, con cada ausencia, la punzada de la pérdida, la consciencia del inexorable tempus fugit y de la vida, la melancolía que provoca un tiempo imposible de detener, por más fotografías que uno dispare, y que se nos va llevando poco a poco a todos.

Cuando era pequeño, siempre iba, con mi primo Nacho, al postre de la comida. Corríamos a saludar a nuestros padres, que comían (y comen aún, bendita suerte) juntos en la misma jarra. Sabíamos que la alegría externa que mostraban se traducía en una generosa dádiva monetaria que alegraría nuestro fin de fiesta. También aquella escapada a las mesas era un ritual. Mi padre, mi tío y sus dos amigos y compañeros de jarra, Jesús y Josemari. Siempre igual.

Cuando a partir de mis 16 pude sentarme también yo a comer por primera vez, acudir al postre a la jarra de mi padre a saludarles continuó siendo un ritual. Lo único que había cambiado es que yo era ya uno más de ellos, un cofrade comensal más. Así ha sido, año tras año, durante los últimos 39, excepción hecha del de las inundaciones, en el que no se pudo celebrar la comida de hermandad.

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Ahora que nuevamente se acerca la Cofradía de este año, la fotografía de la mesa que retengo desde la infancia ya no será la misma: A sus 85 años, ha muerto Josemari, el eterno compañero de fiestas de mi padre; la figura cercana, cariñosa y eternamente sonriente que siempre estaba a su lado cuando había que gozar sanamente de la juerga, uno de los cuatro compañeros de jarra en la comida. Tuve la fortuna de disfrutar de su amistad cómplice en los últimos años, una vez que hubo aceptado el reto de ser miembro –como yo– de la Comisión de la Cofradía; pude escuchar de su boca alguna que otra aventura que mi padre jamás me habría contado. Compartir con él, en magnífica compañía, el placer de una buena sobremesa, de agradable charleta, saboreando un habano… Y lo recuerdo con una sonrisa íntima y un punto de emoción, pensando que ahora eso se acabó. Ya no habrá ese brindis que todos los años, en medio de la comida, ofrecía a Aitor, en recuerdo del padre de éste, con quien inició ese también pequeño ritual hace ya muchos, muchos años. No habrá más brindis, ni puros, ni anécdotas, ni emociones vivamente compartidas en tertulias interminables.

Dentro de solo unos días, cuando sentado en mi sitio, a varias mesas de distancia, mire hacia la jarra de mi padre, habrá otra ausencia más, la de nuestro querido Josemari (Jesús ya tuvo que dejarlo, por enfermedad, hace unos años y también ha fallecido recientemente), y esta punzada que ahora siento detrás del esternón volverá a hacerse presente por su falta insustituible, pero también cuando vea a mi padre, a su avanzada edad, comer y brindar un poco más solo, poblado de los recuerdos de tantas cofradías y fiestas como compartió con su buen y fiel amigo…

Transcurren estos días de agosto canicular y acaban de comenzar los “sanrroques” con el bullicio habitual. Hace nada, igual que sucede cada año por estas fechas, el cielo fue inundado por el maravilloso espectáculo de las Perseidas, popularmente conocidas como las Lágrimas de san Lorenzo… Y, ahora que mis dedos abandonan el teclado, pienso en esa lluvia de innumerables meteoritos de alta actividad, que puntualmente nos recuerda la singular belleza de todo aquello que llamamos vida… en su definitiva fugacidad.

2010 - 3Este domingo de la Cofradía, Gotzon, Patxi, Txutxín y yo, compañeros de jarra, daremos inicio a la comida con nuestro ritual de siempre: alzaremos nuestros vasos llenos de vino, los juntaremos en el centro y, mirándonos a los ojos, susurraremos satisfechos «un año más». Y tendrá más sentido que nunca.

18.8.16