Xabier y yo esperábamos en una sala pequeña. Estábamos citados a las 18 horas y habíamos llegado con algo de adelanto. Sin embargo, sobrepasada la hora de la cita en varios minutos, la secretaria del ministro se acercó para pedirnos disculpas y comunicarnos que había surgido un problema de última hora y que el ministro nos recibiría enseguida. Así fue, poco después de las 18’30, Jaime Mayor Oreja nos hizo pasar a su despacho. La Coordinadora Gesto por la Paz de Euskal Herria había acordado un tiempo antes, transmitir al ministro del Interior su posición sobre la conveniencia de modificar la política penitenciaria, especialmente en lo que hacía referencia a la necesidad de proceder a un acercamiento de los presos vascos a centros penitenciarios próximos a sus lugares de origen, por razones humanitarias. Así que, con tal fin, Xabier y yo viajamos a Madrid la calurosa tarde del día 10 de julio de 1997.
Al sentarnos en el despacho del ministro, fue él mismo quien nos informó del motivo de su demora, siendo así, de su mano, como conocimos que ETA había secuestrado a un joven concejal de Ermua llamado Miguel Ángel Blanco. Sea cual sea la distancia política e ideológica que me separe de Jaime Mayor Oreja – que es mucha -, siempre reconoceré el detalle que tuvo de habernos dedicado aquel tiempo, en circunstancias realmente extraordinarias y complicadas. Ni qué decir tiene que el motivo de nuestra visita se esfumó y todo el tiempo que compartimos lo dedicamos a valoraciones especulativas sobre la situación y, sobre todo, a pensar en la necesaria respuesta de la sociedad vasca y el conjunto de las instituciones democráticas al enorme desafío que se había planteado. En aquel despacho ya hicimos ver a Mayor Oreja que Gesto por la Paz de Euskalherria estaría en primera línea, poniendo toda su capacidad de movilización al servicio de la reacción ciudadana, como había hecho siempre. El encuentro no dio mucho más de sí. Regresamos a Euskadi compungidos y sobrepasados por la responsabilidad de lo que se nos venía encima.
De lo que ocurrió los días siguientes no voy a hablar. Es bien conocido. La confirmación del secuestro por parte de ETA, con el chantaje como único planteamiento; la convocatoria de manifestación del sábado por la mañana, en Bilbao; la desbordante asistencia a la misma; el asesinato y las reacciones sociales posteriores, presididas por la indignación, la rabia y por su carácter masivo. Y, en fin, el inicio del llamado espíritu de Ermua.
En la edición de este pasado domingo de «El Correo», José Luis Zubizarreta abordó con su reconocida maestría analítica, fortalecida, en este caso, por su conocimiento directo del asunto, como asesor del Lehendakari Ardanza, el trasfondo político existente ya en aquel julio de 1997. Recordaba cómo el paraguas político bajo el cual la sociedad vasca había reaccionado frente a la violencia terrorista desde enero de 1988, el Pacto de Ajuria Enea, navegaba con extrema dificultad, en condiciones cada vez más complicadas y promisorias de una zozobra segura. La movilización producida en Euskadi y Navarra aquellos días de julio constituyeron una suerte de espejismo; un paréntesis que no pudo impedir el cambio producido en los meses siguientes, con consecuencias que se extendieron durante demasiados años. Es importante el recordatorio que hace Zubizarreta porque la movilización social de Ermua se produjo en un contexto político muy especifico y eso marcó su devenir.
Pero ¿qué fue el espíritu de Ermua? Hago mías las palabras con las que Mario Onaindia se refería a tal cuestión, recogidas en el impagable «Ermua, 4 días de julio» coordinado por la periodista María Antonia Iglesias y con la colaboración especial de Ana Rosa Gómez Moral:
«Y entonces se produjo el espíritu de Ermua. Lo que unía a todos los vecinos de este pueblo no era solo la rabia contra ETA, ni el hecho de que fueran convecinos. Arropaban con sus aplausos a las autoridades. A todas por igual. (…) Es decir, que durante estos años no todo habían sido diferencias y enfrentamientos sino que también había habido algo más que había hermanado a gente de ideologías, procedencias y culturas muy distintas. (…)
La gente de Ermua no hizo caso a lo que dicen los partidos políticos en los mítines de fin de semana, y tuvo más en cuenta lo que han construido en veinte años de democracia: no la convivencia de dos comunidades nacionalistas, sino una única nacionalidad plural, democrática y tolerante. Y actuaron como una nacionalidad. Se movilizaron en favor de la democracia. De esta democracia. (…) Las cosas estaban claras, por fin. A un lado, los demócratas. Al otro, los fascistas, que, por serlo, utilizan la violencia. Resucitaron en sus gargantas los mismos gritos que contra Franco.»
Sin embargo, como todo el mundo sabe, esa reacción social duró muy poco. En apenas semanas fueron brotando a la superficie dos intereses y planteamientos tan rotundamente contrapuestos, como llamativamente convergentes en sus intereses, que dinamitaron ese sentido del espíritu de Ermua, definido como lo hizo Mario Onaindia.
Surgieron voces nuevas en el ámbito de la sociedad civil que reivindicaron una filosofía de movilización social mucho más política, alejada del pacifismo al uso hasta entonces, de bases estrictamente éticas. No queremos la Paz, sino la Libertad, decían. Luchamos no solo contra la violencia terrorista, sino contra el nacionalismo obligatorio que la alimenta. Foro de Ermua o Basta Ya fueron los exponentes máximos de este movimiento, en el cual, salvo contadas y muy honrosas excepciones, tipo Savater o Calleja, no abundaban caras conocidas en las movilizaciones contra la violencia en tiempos anteriores. Creció el bloque denominado constitucionalista, al abrigo del pacto tácito y no tan tácito entre PP y PSE, Mayor Oreja y Redondo Terreros. El primero, convertido en el adalid de la nueva versión del espíritu de Ermua. La que convenía a sus intereses. Dispuestos al choque de trenes con el nacionalismo, en pos de una victoria política que permitiera acabar con la hegemonía de éste en Euskadi. Un fin políticamente lícito, escudado tras un fin éticamente exigible, vinculando ambos y excluyendo a quien no lo hiciera.
Jon Juaristi fue uno de los primero en verbalizar este nuevo planteamiento. Esta es una parte de su testimonio en «Ermua, 4 días de julio», que creo que se comenta por sí solo:
«La reacción de la ciudadanía fue una verdadera muestra de civismo, pero a los pacifistas empezó a alarmarles la acelerada merma de su protagonismo que supuso la recuperación de la calle por la mayoría hasta entonces silenciosa y trataron desesperadamente de frenar el movimiento con insinuaciones apocalípticas. (…) Absolutamente inoperantes fuera de sus condenas abstractas y testimoniales del terrorismo, estas organizaciones (pacifistas) han introducido aún más confusión en la sociedad de la que ya habían sembrado los partidos nacionalistas. (…) Hasta ahora, sin embargo, sus únicos logros incontestables han sido la promoción de una suicida cultura del desarme (a la que denominan eufemísticamente «cultura de la paz») (…) El terror de los pacifistas a perder el control del movimiento y su propio predicamento social quedó claramente expresado en la sorprendente denuncia que alguno de sus más significados dirigentes hizo de las supuestas salvajadas de los manifestantes. A los pacifistas les interesaba cortar el ascenso del movimiento, y lo hicieron bajo el pretexto de impedir una guerra civil.«
Por otra parte, no necesitó mucho tiempo el nacionalismo institucional, especialmente el PNV, en experimentar temblores ante la posibilidad de que aquella marea humana de julio pudiera derivar en una tsunami de cariz político que arrastrara a su paso el ideal nacionalista. Hubo quien no acabó de digerir la ausencia de ikurriñas en el número al uso en las manifestaciones, los gritos de «libertad» y otras expresiones nuevas en el paisaje habitual de las movilizaciones en Euskadi.
Tuve la ocasión de volver a representar a Gesto por la Paz de Euskalherria en una ronda de reuniones con partidos políticos poco tiempo después de julio del 97 y no olvidaré jamás las rotundas y categóricas palabras que Joseba Egibar pronunció ante nosotros: «No volveremos a compartir la calle contra la violencia con el PP«. Sin ambages ni medias tintas.
El movimiento de repliegue del nacionalismo fue paralelo al crecimiento del bloque constitucionalista, asomando ambos a la superficie del mar, como dos monstruos rugientes dispuestos a una pelea sangrienta por la supervivencia y abriendo uno de los períodos más oscuros y dramáticos de la vida social y política de la Euskadi democrática. Los asesinatos de ETA pasaron a ser respondidos con la esperpéntica imagen de dos concentraciones separadas, cada una de las cuáles agrupaba a representantes de cada uno de los bloques políticos confrontados. La desunión alcanzó el paroxismo a finales de febrero del año 2000, con la penosa imagen de la división en la manifestación de repulsa por el asesinato de Fernando Buesa y Jorge Díez.
En septiembre de 1997, José Antonio Zarzalejos ya sentía el pálpito del futuro, cuando atinó certeramente con su prospección, al escribir:
«La emergencia del movimiento cívico de julio de 1997, en lo que tiene de ético y, por lo tanto, de rompedor de esquemas anquilosados, es un dato para la esperanza. De momento, solo para la esperanza. No, sin embargo, para el optimismo. El hecho de que unos hayan querido manipular esa expresión popular, y otros reducirla, disminuirla, e incluso despreciarla, augura que el mensaje resulta molesto para quienes deben escucharlo y demasiado claro y contundente para quienes deben traducirlo en decisiones coherentes. Puede que el impulso de julio del 97 llegue incluso a frustrarse. Pero, en todo caso, permanecerá como referencia de una oportunidad histórica que se perdió».
Y esto es lo que ocurrió. Aquella oportunidad se perdió y ya nunca se volvieron a llenar las calles y plazas de Euskal Herria como se llenaron aquellos días de julio de 1997. Sí, el impulso en la concienciación y en la movilización de la sociedad vasca quedó ahí y tuvo su reflejo posterior, pero la sensación de haber perdido un tren que nos podría, tal vez, haber acercado antes al final de la violencia, es difícil apartarla de esta reflexión.
12.7.17