La conciencia hace que nos descubramos, que nos denunciemos o nos acusemos a nosotros mismos, y a falta de testigos, declara contra nosotros. MICHEL DE MONTAIGNE.
El jueves 25 de mayo fui al concierto de Joaquín Sabina, en el Wizink Center, de Madrid. No se me habría pasado por la cabeza, pero me ofrecieron la posibilidad y me animé. Contra todo pronóstico. Por nada especial. Es solo que me he vuelto perezoso para ir a grandes conciertos de música. El caso es que acabé sintiendo que ajustaba una deuda pendiente conmigo mismo, que cerraba una época. No porque Sabina esté más o menos mayor, más o menos limitado físicamente. Respecto a esto, ya estoy curando de espanto con las tres ocasiones en que he ido a ver a los Rolling Stones, entre comentarios y rumores de que era su última gira. Y eso que la primera vez fue en 1990.
No, la sensación de cierre de ciclo tenía otra causa. Solo había visto una vez a Sabina en directo. Fue nada menos que en noviembre de 1981 en aquella recordada y masiva concentración anti-OTAN que se celebró en la Ciudad Universitaria de Madrid. Entonces era un chaval de 20 años inmerso de lleno en las ilusiones políticas de la época y con un apego singular al antimilitarismo. Recuerdo que me sumé al viaje organizado por la Agrupación Socialista de Llodio (Eran otros tiempos), que fletó un autobús al efecto. Uno de esos viajes de ida y vuelta en el día. Pechada, pero merecía la pena. Había que estar. Un cuarto de millón de personas nos reunimos en aquel mitin-concierto.
Pero debo confesar que, además de ese jovial fervor antimilitarista, mi decisión estuvo muy animada por la anunciada presencia y actuación en el acto, de unos cantantes a los que acababa de descubrir apenas unos meses antes, en aquel magnífico programa de televisión de Fernando G. Tola, que se llamaba Esta noche. Efectivamente, un 28 de mayo, de hace justo hoy 42 años, la adorable Carmen Maura anunciaba una actuación musical inaudita y experimental, que rompía con los esquemas comerciales y ofrecía una primicia llena de lirismo y de marcha. Y presentaba el rollo pasota de Joaquín Sabina, Javier Krahe, Alberto Pérez y Antonio Sánchez, “cuatro juglares que hacen compatible la poesía, el humor y el compromiso personal, utilizando una herramienta bastante escasa en el panorama musical del momento: el talento”.
Arrancaron su actuación con una versión desternillante y preciosa de “El hombre puso nombre a los animales”, de mi admirado Bob Dylan. Imposible mejor alineamiento de astros. El impacto fue súbito y de una intensidad suprema. Continuaron con otras perlas, a cuál mejores, todas ellas recogidas en el LP recién publicado ese mismo año, “La Mandrágora”. Fue la primera vez que oí a Sabina (con Antonio Sánchez, entonces a su lado) ese increíble himno que es Pongamos que hablo de Madrid. Aquí dejo la actuación íntegra en el programa.
En el acto de la Ciudad Universitaria repitieron repertorio, para gozo mío. Me hice incondicional absoluto de ellos. Fui comprando sus discos y viví con tristeza su separación con el tiempo, aunque me gustaron sus trayectorias tan diferentes. Alberto Pérez con sus boleros, Krahe manteniendo su línea mordaz, ácida y humorística y Sabina con su lanzamiento al estrellato del panorama musical de habla hispana. Como tanta gente, quedé prendado de sus letras y de sus músicas y no pocas de sus canciones han formado parte de la banda sonora de mi vida.
Nada diferente, estoy seguro, a la experiencia de las otras 15.000 personas que llenaron el Wizink el día 25. “Pijos de jersey de lana, viejos verdes, azules, divorciadas en manada, abogados rojos, corredores de seguros, ganadoras de nada; el que te envida otro vaso de tubo, la que no ha tocado varón, el que no tenía nada y retuvo, un niño, un cowboy de salón; calvos con coleta, narigones farloperos, taxistas, ejecutivos, americanos de Vallecas, gacetilleros buscando la rima; y tontos con pose de gánster, y argentinas en chándal, y farmacéuticos, y camareros sin propina” Así definía el periodista Juan Soto Ivars al personal del concierto. Y no le falta razón. Es difícil no sucumbir a las historias que cuenta y canta Sabina y sentir que te llegan muy dentro.
Este tipo de conciertos suponen una catarsis colectiva en la que concurren todas las experiencias vitales personales que se anudan a cada canción. El poder evocador de la música es atronador y llena de emoción ese momento en que recreamos el sentimiento pasado y lo hacemos nuestro en el instante en que suena la música. Esa experiencia multiplicada por quince mil fue la quintaesencia del concierto de Sabina en el Wizink.
Al salir, fui consciente de que me debía a mí mismo cerrar ese círculo con Sabina y me alegré de hacerlo, 42 años después. Su trayectoria musical. mi trayectoria vital. De los 20 a los 62, caminando por la vida con mucha música. Y la suya ocupa un lugar importante entre las mejores.
Este artículo fue publicado en «ElDiarioNorte.es» el día 4 de enero de 2023, suscrito por Edurne Albizu, Sergio Campo, Maite Leanizbarrutia, Peio Salaburu, Sabin Zubiri y Txema Urkijo.
Una vez más las diferentes organizaciones a favor de los presos de ETA convocan su manifestación anual. No se se trata de una movilización más: basta con tirar de hemeroteca hasta encontrar referencias a convocatorias con ciertas similitudes ya desde el año 1986 y puede que incluso antes. Una movilización prácticamente anual y de estas características, en la que la Izquierda Abertzale se vuelca al completo, tiene claramente una dimensión estratégica que va más allá de la manifestación en sí misma.
Los presos de ETA han representado históricamente la figura de héroes-mártires en la Izquierda Abertzale y este tipo de convocatorias, más allá de lo que tienen de ritual, representan un importante elemento aglutinante de carácter emocional para el conjunto de su espacio. Es una herramienta cuidada y medida al milímetro, donde hay poco lugar para la improvisación y cada paso, palabra o símbolo empleados responden a una finalidad consciente.
Pero todo esto no siempre ha sido tan evidente y diferentes agentes políticos y sociales ajenos a la Izquierda Abertzale han ido adhiriéndose y descolgándose de esta convocatoria, al tiempo que iban dándose cuenta de lo que su apoyo significaba. Los hechos siempre son definitorios: la incomodidad por la puesta en escena de una manifestación tan ritual así como la imposibilidad de mover una sola coma en lo sustancial del contenido. Lo aprendió rápidamente Gesto por la Paz en el año de la tregua de 1999, que la apoyó inicialmente y se descolgó de inmediato. O el PNV, que se retiró de forma definitiva de la misma en 2012. Y también una parte de la izquierda (Euskadiko Ezkerra, IU, Podemos…) o sindicatos como CCOO, que han ido oscilando en su posicionamiento.
No obstante, es innegable que sus participaciones, puntuales o intermitentes, han contribuido involuntariamente a dar relevancia social y, sobre todo, a legitimarla como una convocatoria pro-Derechos Humanos. Sin lugar a dudas el elemento que ha pesado históricamente para decantar estas posiciones de grupos tan heterogéneos desde un punto de vista sociopolítico ha sido una causa justa como es el acercamiento y el trato humanitario para las personas presas.
Hoy, el hecho cierto es que más del 90% de las personas presas están ya en centros de Euskadi y Navarra y el resto en las provincias limítrofes (Cantabria, Burgos, La Rioja…). O en Lannemezan, centro próximo a Iparralde. Asimismo, el trato humanitario a los presos que tenía su máximo exponente en los que estaban gravemente enfermos, según indican diferentes fuentes, también está en avanzado grado de resolución. Los avances para poner fin a esta política penitenciaria de excepcionalidad se han logrado, en buena medida porque eran consecuencia de consensos transversales.
Ambas cuestiones, acercamiento y trato humanitario, no solo han sido las que han permitido aglutinar a diferentes partidos, sindicatos y personalidades de la sociedad vasca, sino que han sustituido en las convocatorias de los últimos 15 años a la reclamación de la amnistía que realizaba con anterioridad la Izquierda Abertzale. Sin embargo, este año, la agenda pro-presos es otra y no tan desconectada de la primitiva a tenor del nuevo lema “etxera”, en realidad una petición de amnistía no tan encubierta: se solicita el paso a tercer grado penitenciario de todos los presos (solo es preciso volver a la prisión para dormir).
En el año 2011, cuando ETA depuso las armas, había más de 700 miembros de la banda en prisión. 10 años después son en torno a 180 las personas que permanecen privadas de libertad. De ellas casi ninguna está ya en primer grado y no pocos están ya accediendo al tercer grado. Esta progresión de grado por razones diferentes a la humanitarias (artículo 72 de la LOGP) requiere –y nos parece que es lo adecuado– que el preso de forma individual demuestre que ha abandonado la violencia –habitualmente a través de una declaración escrita– y una petición de disculpas sinceras o perdón a las víctimas de su delito. Es decir, que emprenda un camino de reinserción social o justicia restaurativa.
Hoy la justicia restaurativa también forma parte de los más básicos consensos de la sociedad vasca para abordar desde la justicia y la ética no solo la reinserción de los presos y presas, sino también la restauración de una convivencia con memoria. Y este consenso no se puede malograr. Que se haya alcanzado se lo debemos en buena medida a la difusión de experiencias reales puestas en marcha hace una década, a través de películas como Maixabel u obras de teatro como La mirada del otro y, por supuesto, al trabajo de colectivos pacifistas y de Derechos Humanos y a no pocas víctimas y victimarios que participaron en la Vía Nanclares.
No es posible trabajar por los presos y su derecho a la reinserción desde un enfoque sincero de Derechos Humanos sin mencionar ni una sola vez la ética en relación con sus delitos y las víctimas
Esa Izquierda Abertzale que hasta hace poco consideraba literalmente una traición la reinserción y la justicia restaurativa –de hecho, eliminó a los participantes en la Vía Nanclares de los listados del colectivo de presos de ETA (EPPK), Etxerat o Sare, y se empeñó en marginarlos en sus respectivos pueblos–, hoy abrazan formalmente este enfoque, pero distorsionando a conveniencia su contenido. Esto debe encender todas las alertas tratándose de una materia tan sensible y crítica para nuestra recién estrenada y precaria convivencia. Aquí, la exigencia y diligencia en el control de instituciones, partidos y agentes sociales debe ser máxima, porque no imaginamos nada más lesivo, revictimizador ni destructivo socialmente que una disculpa o arrepentimiento no sinceros. El desarme y la disolución podían admitir diferentes grados de juego en el lenguaje. El perdón a las víctimas y a la sociedad vasca en su conjunto nunca.
Esta es la cuestión central. Cuando nadie apostaba por la reinserción y la justicia restaurativa, nosotras la apoyamos pese a las críticas feroces de unos y otros. Hoy, cuando forma parte de los consensos sociales, alertamos del vaciamiento y la distorsión de su contenido que pretende la Izquierda Abertzale. En este sentido, queremos reivindicar cuatro aspectos clave: tiene que ser individual, nunca colectiva, debe tener sí o sí una dimensión ética, sí hay margen para que una rectificación pública y sincera de la Izquierda Abertzale allane el camino a los procesos individuales de reinserción, pero sin sustituirlos en ningún momento y el cumplimiento debe quedar al margen de cualquier disputa política o arreglo partidario.
Los dos primeros puntos son simple y llanamente la traslación directa de lo que dicta la legislación penitenciaria, pero también una referencia como Naciones Unidas en las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos (reglas 4, 89, 91, 92, 94 y 95). El tercero y cuarto, la constatación de que la revisión crítica del pasado: el reconocimiento del daño causado y la injusticia de esa actuación es el valioso hilo que conecta la política penitenciaria desde una perspectiva de la reinserción con la memoria en términos deslegitimadores y con una convivencia democrática con garantías de no repetición.
Todas estas cuestiones están ausentes en la convocatoria de la manifestación del 7 de enero y, por extensión, en la agenda pro-presos de la Izquierda Abertzale. Eso es lo preocupante y lo que debería abrir una profunda reflexión política y un sosegado debate social. No es posible trabajar por los presos y su derecho a la reinserción desde un enfoque sincero de Derechos Humanos sin mencionar ni una sola vez la ética en relación con sus delitos y las víctimas.
Porque la claridad de estos mínimos tan elementales que hemos citado no puede adulterarse con ambigüedades discursivas ni con significantes vacíos de contenido. La alerta de los y las firmantes de este artículo no obedece a que veamos en cuestión un pasado que ya es irreparable; si no nuestro futuro en convivencia justa y democrática.
La semana pasada, el Congreso de los Diputados aprobó la Ley de Memoria Democrática. Una ley abocada a la polémica, en tanto que la derecha se niega en redondo a abordar aquellas partes de nuestra historia que no le convienen o no le interesan (otras sí). Sus políticas de memoria tienen que ver más con el concepto de la nación española que con los de libertad, democracia o derechos humanos y despachan las cuestiones de memoria histórica con el manido reproche “reabre heridas del pasado ya cerradas”.
Sin embargo, la previsibilidad de esta polémica se ha visto alterada por la incorporación al texto legal de una Disposición adicional nueva, que dice lo siguiente:
“El Gobierno, en el plazo de un año, designará una comisión técnica que elabore un estudio sobre los supuestos de vulneración de derechos humanos a personas por su lucha por la consolidación de la democracia, los derechos fundamentales y los valores democráticos, entre la entrada en vigor de la Constitución de 1978 y el 31 de diciembre de 1983, que señale posibles vías de reconocimiento y reparación a las mismas.”
Esta previsión ha soliviantado aún más a la derecha, que ha incrementado el nivel de sus críticas, sumándose además a las mismas un sector de veteranos socialistas. Todos ellos se han apresurado a interpretar la citada Disposición Adicional en clave de ruptura de los pactos de la transición española, además de vincularla directamente con el discurso etarra, defendido hoy por los que califican de sus sucesores, EH Bildu.
Por mi parte, siempre he defendido la transición española. Cierto que la viví muy joven, pero con lucidez suficiente para apreciar con claridad lo que suponía de conquista de libertad y democracia. Fue una transición modélica, a condición de que este calificativo se entienda, no como sinónimo de perfecta, que obviamente no lo fue, sino como un ejemplo o referente de proceso político de transformación de un régimen dictatorial en una democracia, superando con creces los elementos positivos a las evidentes deficiencias que dicho proceso padeció.
No es preciso detallar las dificultades a las que se enfrentó en sus primeros años el bisoño régimen democrático surgido de la Constitución de 1978, si bien sí es necesario recordar la sangre vertida en ese período no solo por el terrorismo etarra, sino también por la violencia ejercida por grupos de extrema derecha, incontrolados, grupos parapoliciales y la derivada de actuaciones desmedidas e ilegales de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Y buena parte de esta violencia asentada sobre la impunidad. Tan débil era nuestra recién estrenada democracia que estuvimos a punto de perderla el 23 de febrero de 1981, en un bufido de algunas estructuras franquistas del ejército de entonces.
Con todo, el balance global fue positivo. Se consiguió la implantación de un sistema democrático con libertades, a través de una constitución que amparaba también el respeto a las singularidades territoriales de nuestro país. El recordado eslogan “Libertad, amnistía, estatuto de autonomía” acabó siendo una realidad. Imperfecta, sí, pero realidad.
Con el tiempo, han ido aflorado otros déficits de nuestra transición. Cosas que no se hicieron o se hicieron de manera manifiestamente mejorable. Pero se trata, sobre todo, de asuntos impensables en aquella época o bien de otros que se arrumbaron ante la prioridad de objetivos más importantes en aquel momento.
También el paso del tiempo ha permitido que se den las condiciones adecuadas para subsanar y corregir algunas de esas deficiencias detectadas con posterioridad. La tarea de subsanación de errores contribuye a mejorar nuestro sistema democrático de convivencia y, en este sentido, la ley de Memoria Democrática es claramente un intento en esa dirección, como así lo reconoce explícitamente su exposición de motivos.
Pero volvamos a las acusaciones vertidas contra esta Ley, a consecuencia de la mencionada Disposición Adicional que abre la puerta a investigar violaciones de Derechos Humanos cometidas entre 1978 y 1983.
El artículo 1 del texto legal establece con claridad cuál es el ámbito temporal para el reconocimiento a las víctimas de la represión política y establece claramente que llega hasta la aprobación de la Constitución; es decir, diciembre de 1978. Por tanto, no cabe afirmar, en modo alguno, que la ley extienda su ámbito temporal más allá de esa fecha.
¿Cómo es posible que se esté calificando como blanqueo del discurso etarra la investigación de las violaciones de Derechos Humanos cometidas por grupos parapoliciales, incontrolados y las propias fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, fueran pocas o muchas (nadie prejuzga cuántas) entre 1978 y 1983? De hecho, la iniciativa anunciada sigue los pasos de lo que ya se está haciendo en Euskadi con la Ley 12/2016, de 28 de julio, de reconocimiento y reparación de víctimas de vulneraciones de derechos humanos en el contexto de la violencia de motivación política en la Comunidad Autónoma del País Vasco entre 1978 y 1999. Algo no solo normalizado sino mayoritariamente bien visto en la sociedad vasca como necesario para profundizar en las imprescindibles garantías de no repetición y en la propia convivencia.
Hace falta ser muy obtuso y/o muy manipulador para vincular la defensa los Derechos Humanos y de las víctimas de sus vulneraciones, con la justificación de los crímenes de ETA. Y eso vale tanto para los políticos que difunden sin rubor esa especie, como para los medios de comunicación que le dan complaciente cobertura. Es insoportable la brocha gorda siempre, pero en estos temas, mucho más.
Resulta difícil admitir que el 7 de diciembre de 1978 nuestros policías, jueces y fiscales, formados teórica y prácticamente en un sistema dictatorial, se levantaran todos demócratas y dispuestos a respetar escrupulosamente los Derechos Humanos de la ciudadanía, también de los detenidos, fueran acusados del delito que fueran. La transición en la práctica de determinados estamentos del Estado no fue coetánea de la transición formal democrática. Policía y jueces necesitaron su propio período. Todos recordamos casos clamorosos. Baste traer a colación la muerte por torturas de Joxe Arregui o el caso Almería, ambos ocurridos en 1981.
Hay quienes sostienen que tanto la mencionada ley vasca como la previsión incorporada a la Ley de Memoria Democrática ponen en cuestión la legitimidad de los tribunales que resuelven sobre asuntos de derechos humanos desde 1978, al situar unas comisiones políticas por encima de los mismos, haciendo creer que estos no cumplieron bien su función. Es un debate posible e interesante, que, por otra parte, ya existió cuando se puso en marcha este proceso en Euskadi.
La investigación de los delitos cometidos entre 1978 y 1983 se enfrentará a su prescripción por lo que servirá, si no para satisfacer el derecho a la Justicia de la víctima, sí para conocer los hechos, si no fueran ya suficientemente conocidos, y para satisfacer, en consecuencia, sus derechos a la Verdad y a la Reparación, a través de su reconocimiento oficial e institucional. De ahí que sea perfectamente válida una comisión administrativa (su composición es importante) porque de sus conclusiones no se derivarán consecuencias penales sino meramente administrativas, aunque, eso sí, de gran valor. La iniciativa aprobada pone el foco en la víctima.
Hoy es necesario dar un paso más en el proceso de refuerzo de nuestra convivencia mediante el cierre de heridas que aún permanecían abiertas, a través de la investigación de estas violaciones de Derechos Humanos. Reconocer que se hicieron cosas mal, que no todo se hizo bien (jueces y policía) nos fortalece como sociedad y como democracia. Se lo debemos a muchas personas que sufrieron un daño injusto. Eso no es discurso etarra. Es discurso democrático, al que es una auténtica lástima que no nos sumemos todos. Es momento de dejar los complejos de lado, de no achantarse y de redoblar los esfuerzos para hacer una necesaria pedagogía en tal sentido en nuestra sociedad.
La apelación injustificada a ETA en el debate político es una falta de respeto hacia sus propias víctimas. Pero su utilización para negar derechos a otras víctimas de violaciones de Derechos Humanos raya en lo inmoral.
Este artículo fue publicado en el diario «Público» el día 19 de octubre.
La coincidencia en el tiempo del estreno de la película Maixabel, de Icíar Bollaín y la conmemoración del décimo aniversario de la declaración de cese definitivo de su actividad por parte de ETA, ha vuelto a poner de rabiosa actualidad mediática el «problema vasco», arrumbado a un recóndito rincón en la memoria de los españoles, una vez que se acabaron los muertos y las amenazas.
Y utilizo deliberadamente la expresión «problema vasco» porque comparto plenamente la reflexión de Imanol Zubero en la que afirma que «cuando ETA desapareció, hace diez años, desapareció EL PROBLEMA VASCO (así, con mayúsculas) porque, en realidad, ETA era nuestro problema mayúsculo (…) ETA desapareció y todos los problemas mayúsculos que supuestamente justificaban su existencia se convirtieron en lo que realmente eran y siguen siendo, en problemas políticos con minúsculas, susceptibles de ser abordados como cualquier problema político: reflexionando con inteligencia, diagnosticando con acierto, proponiendo alternativas, convenciendo, acumulando fuerza democrática…«
Así, estos días, todos los medios vuelven sus páginas, sus cámaras y sus micrófonos hacia Euskadi, en busca del balance de esta década, rescatando del ostracismo protagonistas que lo fueron de aquellos tiempos oscuros y dramáticos.
Creo, de entrada, que Maixabel, la película, nos deja el sabor melancólico de lo que pudo haber sido y no fue. Alguien calificó con acierto el programa de encuentros restaurativos entre presos disidentes de ETA críticos con la violencia, y víctimas de esa misma organización, como la «salida ética» al problema de la violencia. Es verdad que fomentar la disidencia ética, política y estratégica en el seno del colectivo de presos pudo haber sido un gran acierto de la Vía Nanclares y Rubalcaba, su mentor, pero la inminencia del final y la promesa de una salida colectiva transmitida desde la organización truncó las posibilidades de encontrar más valientes que dieran un paso al frente en la disidencia.
Las cosas se hicieron finalmente adaptando al caso vasco pautas y modelos clásicos de resolución de conflictos, con visiones esencialmente pragmáticas que priorizaron la consecución del final. Eso sí, sin precios políticos y sin contrapartidas de ningún tipo, se pongan como se pongan algunos. Tan solo se permitió el atrezzo del final, que diluyó para algunos la imagen de una humillante rendición militar.
El 20-O constituyó un símbolo, más que un día especialmente memorable. La consciencia del final de ETA había permeado ya de tal manera al conjunto de la sociedad que el efecto emocional de una noticia tan esperada estaba muy descontado.
Afortunadamente, ya nadie discute que fuera el final. Algo hemos avanzado en estos diez años. Valorar el relato del final de la violencia es interpretar también las causas del proceso, su trayectoria, su eventual justificación y, por supuesto, cómo vaya a explicarse a las generaciones venideras. Por eso, diez años después, volvemos a reproducir la disputa sobre la etiología de aquel final, al igual que lo hicimos cuando el mismo se produjo.
En mi apreciación, fue proceso matizado y complejo en sus causas, donde el resultado final es fruto del conjunto de todas ellas. ETA desistió en su apuesta por la estrategia político-militar. Eso sí, no lo hizo de manera libre y voluntaria, sino condicionada por unas circunstancias que acercaban cada vez más el fracaso del proyecto político que defendía. La misma gente que les apoyó y legitimó durante años, así lo entendió y se lo demandó, configurando el paraguas que necesitaban para anunciar su final y posibilitando el trabajo de atrezzo con el que se vistió el acontecimiento.
Nadie debe dudar de que la efectividad de la acción policial, la colaboración internacional y el marco jurídico diseñado para el juego político fueron claves esenciales para forzar la decisión de ETA. El contexto de desprestigio internacional de la violencia política o religiosa favoreció el proceso. Y, por supuesto, el progresivo y mayoritario rechazo de la propia sociedad vasca a una actividad ética y políticamente intolerable, fue minando el factor de apoyo social, tan importante para una organización que se autocalificaba como vanguardia del pueblo.
¿Qué ha hecho la sociedad vasca en estos últimos diez años? Básicamente acostumbrase con rapidez a vivir tranquila. No desdeñemos el grado de paz y libertad existente ahora en Euskadi, pues no tiene parangón en muchas décadas y eso se ve y se palpa en las calles. Pero tampoco minimicemos la persistencia de discursos que aún justifican la violencia del pasado y no tienen pudor en manifestarlo públicamente ensalzando con júbilo a quienes recobran la libertad sin muestra alguna de contrición.
Una buena parte de la sociedad vasca vivió con sentimiento de ajenidad el problema de la violencia y no ha cambiado de actitud a la hora de afrontar la vida sin la organización terrorista. Demasiada indiferencia y demasiada ignorancia sobre lo sucedido, junto al riesgo inequívoco de un exceso de autocomplacencia acerca del papel desempeñado por la propia ciudadanía vasca en la reacción contra la violencia. Algunos abrazan el modelo gaullista de distorsión de la historia: Vichy fueron cuatro gatos; los franceses estaban todos en la resistance. Y, mire, no, que algunos tenemos memoria.
Euskadi se sitúa hoy en una encrucijada. Repetir el camino del olvido, ya recorrido en la transición española respecto a lo que supuso la dictadura de Franco, o apostar decididamente por políticas de memoria, basadas en los Derechos Humanos, que contribuyan a construir una convivencia más justa. Una memoria con sentido pedagógico que afiance en la sociedad el principio irrenunciable de la deslegitimación de la violencia, que afirme el sinsentido de la misma y del sufrimiento injusto por ella generado. Nunca debió suceder.
Forma parte también de esa encrucijada la exigencia de reflexión autocrítica. Una exigencia a quienes protagonizaron la violencia, pero también a quienes la justificaron y jalearon, a quienes vulneraron derechos humanos en la lucha contra el terrorismo, a quienes permanecieron en silencio e indiferentes ante todo esto…
Con frecuencia, olvidamos que contra ETA no todo lo que se hizo estuvo bien. Que hubo víctimas de vulneraciones de Derechos Humanos cometidos por agentes de las Fuerzas y Cuerpos de la Seguridad del Estado que tienen los mismos derechos que las de ETA. Verdad, Justicia y Reparación. Que el reconocimiento de su condición de tales es aún manifiestamente insuficiente. Y todo esto también forma parte del final de ETA.
No me atrevo a vaticinar cómo será la salida de esta encrucijada. Todo apunta a un futuro de claros y sombras, como casi siempre. Un amigo mío me dijo hace poco que él se conforma con que se desinflame definitivamente el sentimiento épico de la violencia entre quienes la jalearon. A lo mejor incluso eso es demasiado pedir. Mejor me dejo llevar por las palabras que leí este mismo domingo de Ramón Barea: «La imagen de este momento es el ramo de flores rojas con una blanca en el centro que aparece en Maixabel. Representa el futuro que tenemos que construir entre todos«.
En unos días en los que los medios de comunicación se afanan en elaborar programas que recuerdan el décimo aniversario de la declaración de cese definitivo de su actividad por parte de ETA, el programa de RNE «Las mañanas de RNE con Iñigo Alfonso», tuvo la idea de juntarnos a Maixabel y a mí en una entrevista. Muy a gusto con Iñigo y con Rafael Bermejo, en la radio pública. Aquí el resultado para quien tenga interés.
El pasado 14 de octubre, el veterano programa de divulgación de la 2, «La aventura del saber», un auténtico ejemplo de la condición de servicio público de RTVE, dedicó su primera parte a comentar la película de Icíar Bolláin «Maixabel» y, por extensión, el programa de encuentros restaurativos llevado a cabo en el marco de la Vía Nanclares hace ahora diez años. Y para hablar de ello, su director y presentador, Salvador Gómez, contó con un colaborador habitual del programa, el filósofo Reyes Mate y con quien esto escribe. Fue una charla breve pero intensa y, creo, interesante. Dejo el enlace para quien quiera valorarlo. Hasta el minuto 21 aproximadamente.
Este artículo fue publicado en Aiaraldea, Laudio, el 7 de octubre de 2021.
Maixabel es una película basada en hechos reales ocurridos hace no demasiado tiempo y, con mayor o menor precisión, conocidos por muchas de las personas que viven en Euskadi. Por ello, es muy difícil ver la película sin tener presente el recuerdo que cada espectador tiene de aquellos sucesos. Ese elemento subjetivo, ajeno a lo estrictamente cinematográfico, condiciona nuestra opinión sobre lo que vemos en el cine. Así, la valoración que hagamos de la película tendrá que ver más con nuestra predisposición real frente a los sucesos relatados que con sus valores como obra audiovisual.
Mi consejo sería acercarse al cine desprovisto de todo tipo de prejuicios. Aceptar el reto de colocarnos en una posición lo más neutra posible y dejar que el trabajo de Icíar Bollaín penetre en nosotros y fluya haciéndonos sentir y pensar. Pero ya comprendo que eso es pedir peras al olmo en un país construido a base de prejuicios, estigmas y encasillamientos de todotipo.
Maixabel es una película que rezuma verdad, autenticidad y honestidad. Lo es por lo que cuenta (refleja fielmente la realidad, doy fe) y también por cómo lo cuenta, sin más artilugios que la inmensa actuación de un cuarteto magnífico de intérpretes. Todo en la película está dirigido a colocar al espectador ante la experiencia vivida por los personajes de Luis, María y, sobre todo, Ibon y Maixabel. Muy inteligentemente el impecable guion de Isa Campo obvia el sustrato político-institucional que impulsó el programa de encuentros restaurativos, con el fin de evitar elementos que, con toda certeza, habrían distraído la atención de muchos espectadores, sin aportar nada relevante, pues el relato no se resiente ni un ápice sin ellos. Está lo sustancial, lo que tiene que estar.
El film de Iciar Bollaín no permite escapatorias. Obliga a pensar. Interpela al espectador. Lo enfrenta a auténticos dilemas morales frente a los que es imposible inhibirse. Incomoda al incitar a una sibilina comparación personal con los protagonistas. ¿Qué habría hecho yo en su lugar? Y todo ello, referido a la violencia, el terror, el odio, el arrepentimiento, el perdón, el saber escuchar, la convivencia y, lo más importante para la Maixabel de carne y hueso, las segundas oportunidades. En definitiva, de aquello que ha sucedido entre nosotros.
Pero ahora, gracias a la película y a la magia de la sala de un cine, todo ello se nos presenta de manera más sosegada y serena. Emocionante. En condiciones óptimas para la reflexión. Ojalá que provoque resultados positivos para el mejor entendimiento de nuestro país, para nuestra memoria y para nuestra convivencia. Al fin y al cabo, Maixabel, película y persona, es un alegato contra la violencia y el fanatismo, a favor de la tolerancia y la empatía. Elementos imprescindibles para la reconstrucción de las relaciones sociales en Euskadi.
Este texto constituye el capítulo 5 del libro «El movimiento de Víctimas del Terrorismo. Balance de una trayectoria», editado por Antonio Rivera y Eduardo Mateo, a partir de las aportaciones realizadas por los participantes en el XVIII Seminario de la Fundación Fernando Buesa, celebrado, bajo ese mismo título, en el mes de noviembre del malhadado 2020.
Tengo que abrir estas líneas reconociendo el trabajo de la entidad que me invita a pensar y escribir en esta ocasión. Agradezco a la Fundación Fernando Buesa haber considerado que mi experiencia podría aportar algo a la reflexión planteada en esta publicación. Gracias también a esta Fundación, por haber constituido durante todos estos años una organización de referencia en el mundo de las víctimas, en general, y en el asociativo, en particular, donde las aguas no siempre han bajado tranquilas y donde los vaivenes son frecuentes y no siempre sencillos de gestionar y conducir. En un clima en el que predomina la visceralidad, la Fundación Fernando Buesa ha sido capaz de mantenerse como referencia imprescindible de sensatez ética y – por qué no – política, asumiendo con éxito una cierta responsabilidad para actuar como crisol del conjunto del movimiento asociativo en momentos, insisto, muy complicados.
Bien, la respuesta que ofrece el Estado a la comisión de un delito violento consiste básicamente en la investigación policial del mismo, la puesta a disposición de la administración de justicia del resultado de dicha investigación y la celebración de un juicio en el que se establezca, en caso de prueba suficiente, la autoría y las circunstancias relevantes del hecho delictivo, impartiendo justicia mediante la fijación de una condena para el responsable y una reparación exclusivamente material para la víctima. En definitiva, y en términos muy elementales, estamos hablando de verdad, justicia y reparación.
Esta respuesta del Estado a las víctimas de delitos violentos es aplicable también a las víctimas del terrorismo, si bien existen – o deben existir – algunos elementos adicionales que completen la triada “verdad, justicia y reparación”, básica en el derecho internacional de los derechos humanos.
En primer lugar, me referiré a la memoria. Cuando hablamos de terrorismo, especialmente el protagonizado por la organización ETA, nos referimos a una violencia política continuada en el tiempo que ha provocado un trauma en la sociedad, con vulneraciones sistemáticas de Derechos Humanos. Hoy en día existe un importante consenso a nivel internacional respecto a la necesidad de llevar a cabo políticas de memoria como factor esencial para consolidar las garantías de no repetición de las mencionadas violaciones de Derechos Humanos, así como para contribuir a la deslegitimación de esa violencia política.
En segundo lugar, hemos de considerar que la violencia terrorista padecida en nuestro país ha sido de naturaleza política, frente a otras que han justificado sus acciones, por ejemplo, en motivaciones religiosas. Ello tiene como consecuencia que sus víctimas queden impregnadas por esa significación política que impulsó al perpetrador.
En este sentido, es preciso subrayar que uno de los aspectos positivos, de los muchos que tiene la Ley 4/2008, de 19 de junio, de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo, aprobada por el Parlamento Vasco, es la incorporación en su texto articulado de la mencionada significación política de las víctimas del terrorismo como parte esencial de la memoria debida a ellas y con una magnífica explicación además de dicha idea en la exposición de motivos.
“Significado político, en tanto en cuanto con su eliminación (la de las víctimas) les está negando no solo su derecho a la vida sino su derecho a la ciudadanía”.
Esta significación política de las víctimas del terrorismo debe implicar una consideración especial a la hora de hacer realidad su derecho a la reparación. En efecto, si la reparación en los casos de delitos violentos se centra fundamentalmente en contenidos materiales, en los delitos de terrorismo, cuyas víctimas lo son de violaciones de derechos humanos, debe incorporarse como elemento esencial el elemento de la reparación moral. Y en lo que nos importa ahora, esa reparación moral ha de concretarse en reconocimiento. Un reconocimiento vinculado y correlativo a la significación política del acto que provoca la propia existencia de la víctima.
Como dice el artículo 8.2, in fine, de la citada Ley de Víctimas del Terrorismo del País Vasco “La significación política de las víctimas del terrorismo exige el reconocimiento social de su ciudadanía”.
Por último, como elemento diferencial, no podemos olvidar el carácter vicario de las víctimas del terrorismo. Estamos ante una violencia ejercida contra el conjunto de la sociedad. El terrorista atenta contra ese conjunto, si bien concreta su ataque en las personas que, en cada momento y en función de circunstancias diversas, son elegidas como víctimas.
Este carácter vicario genera una obligación de solidaridad por parte de la sociedad hacia las víctimas que no está presente de igual manera en el resto de los delitos violentos.
Cuanto antecede podría constituir la respuesta idónea del Estado a las víctimas del terrorismo. Pero es evidente que se trata de un desiderátum hacia el que debemos avanzar y que debe permanecer como aspiración final de las políticas públicas de víctimas. En este sentido, podemos afirmar que España presenta una situación bastante satisfactoria. Contamos con un sistema legislativo sobre víctimas del terrorismo, compuesto por la legislación estatal más las normas de carácter autonómico, allá donde han sido aprobadas, que se sitúa a la cabeza en la protección de los derechos de dicho colectivo.
Sin embrago, conviene recordar que esto no ha sido así en el tiempo, obviamente. La invisibilidad de las víctimas del terrorismo fue la tónica en la sociedad vasca y en la española – sí, también en la española – durante demasiado tiempo. Muchos años de ostracismo, ninguneo, desatención, falta de empatía y solidaridad que dejaron, en muchas de ellas, otra dolorosa huella añadida al dolor provocado por la violencia.
Fue en la segunda mitad de la década de los 90, cuando las víctimas del terrorismo comenzaron a ocupar un espacio central en la agenda pública, en la agenda política, y pasaron a ser visibles para la sociedad.
Un factor determinante para este cambio lo constituyó la acción firme y decidida de las propias víctimas y la iniciativa de algunas de ellas, a través de sus asociaciones, que se fijaron como objetivo la defensa de sus derechos y sus intereses y la consecución de su visibilidad ante una sociedad que miraba con demasiada frecuencia hacia otra parte.
Igualmente resultó también crucial en este proceso de mayor visibilidad de las víctimas en el espacio público, la nueva estrategia adoptada por ETA al elegir sus objetivos considerando de manera esencial la relevancia política de los mismos. Ello contribuyó a que las nuevas víctimas tuvieran un mayor renombre público, incrementándose así el eco de los atentados a nivel informativo y el consiguiente impacto social generado.
El asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un elemento clave en este proceso. La extensión temporal del drama a varios días permitió consolidar la identidad y la personalización de la víctima, contribuyendo a crear un clima emocional que propició una respuesta social sin precedentes. A partir de ese momento, fue ya difícil disociar la tragedia de los atentados de la personalidad concreta de las víctimas. Los poderes públicos se hicieron eco de este cambio de percepción social hacia la problemática de las víctimas del terrorismo, plasmándose en la Ley de Solidaridad aprobada en octubre de 1999.
Por lo que respecta a Euskadi, la reacción social surgida contra la violencia en la segunda década de los años ochenta tampoco fue ajena al fenómeno de la invisibilidad de las víctimas del terrorismo. No nació como un movimiento de solidaridad con las personas que sufrían la violencia. Fueron movimientos de respuesta y rechazo a la violencia esencialmente. De alguna manera, podemos decir que también llegamos tarde a esa solidaridad.
Bien es verdad que el propio trabajo de sensibilización y concienciación en el seno de la sociedad vasca condujo indefectiblemente al movimiento pacifista hacia las víctimas del terrorismo en pocos años, dando lugar a las primeras muestras de solidaridad y proximidad antes de que ocuparan ese espacio central que les era negado por el conjunto de la sociedad en el espacio público y en la agenda política.
Pero la desatención sufrida por las víctimas del terrorismo no fue solo específica de Euskadi. Es más, nosotros hemos hecho autocrítica en ese sentido, reconociendo los déficits que hemos tenido en relación a la actitud mantenida hacia las personas que sufrieron la violencia terrorista. Por contra, no se han oído demasiadas voces respecto a esta misma cuestión en el resto de España, siendo así que el problema de la soledad y la desatención fue común a todo el territorio español, sus administraciones públicas y su ciudadanía.
Cuántas quejas tuvimos oportunidad de escuchar desde la Dirección de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco procedentes de víctimas de primera hornada, de aquellos primeros años 80. Sobre todo, entre miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, viudas de agentes de la Policía Nacional o de la Guardia Civil o heridos, que se quejaban amargamente de la desatención de la que eran objeto por parte de sus propias instituciones, no solamente del Estado, de la propia ciudadanía española y, lo que aún les resultaba más doloroso, incluso de los propios cuerpos a los que pertenecían, de sus propios mandos. Quejas amargas, en ocasiones, por lo que consideraban un auténtico maltrato.
Curiosamente es un fenómeno poco conocido, pero que evidencia cuanto venimos afirmando sobre la situación de invisibilidad que afectaba en aquellos tiempos a las víctimas del terrorismo.
Es importante subrayar que la primera Administración Pública que creó un alto cargo con responsabilidad política sobre esta materia específica fue el Gobierno Vasco. No fue una mera oficina administrativa, sino una auténtica dirección política: La Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo, un órgano político, con responsabilidad política para establecer una política pública en relación a las víctimas del terrorismo. Este hecho permite constatar la importancia que esta cuestión tenía, ya en aquel momento, para el Gobierno Vasco.
Tal vez pueda ser ésta una afirmación discutible o cuestionable, a tenor de otras actitudes, declaraciones o planteamientos políticos del mismo Gobierno en aquella época, pero el hecho está ahí: en diciembre de 2001, el Gobierno Vasco decide dar cabida en su estructura orgánica, en concreto, en el Departamento de Interior, a una nueva Dirección, denominada de Atención a Víctimas del Terrorismo, con capacidad para poner en marcha una política pública sobre dicho colectivo.
Por su parte, el Gobierno de España, después de los atentados de marzo de 2004 y de la llegada al gobierno de los socialistas, con José Luis Rodríguez Zapatero a la cabeza, creó el Alto Comisionado de las Víctimas del Terrorismo poniendo al frente del mismo a Gregorio Peces Barba.
Me centraré fundamentalmente en la labor de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo porque es relevante para lo que nos ocupa.
Cuando se pone en marcha la Dirección, la única normativa existente en el País Vasco sobre el asunto estaba dedicada a la regulación de indemnizaciones y ayudas por daños materiales sufridos en atentados terroristas y lo que se hacía desde la oficina administrativa preexistente era colaborar con las personas afectadas en la tramitación de esas ayudas, así como las recogidas en la Ley de Solidaridad de 1999.
La primera misión asumida por Maixabel Lasa – titular de la Dirección designada por el Lehendakari Ibarretxe – y su equipo fue poner en marcha una campaña de contacto personal o telefónico con todas y cada una de las víctimas del terrorismo residentes en el País Vasco. Un trabajo esencial de establecimiento de relación personal y directa con las personas que habían sufrido directamente la violencia.
Se imprimió a la acción política un componente fundamental de cercanía, de proximidad, de empatía que además permitió a la Dirección elaborar un diagnóstico sobre la situación real de las víctimas del terrorismo en el País Vasco en aquel momento, no solo respecto a su situación material (reconocimiento de derechos, tramitación de solicitudes de pensiones u otras ayudas) sino también referido a su estado psicológico o anímico. Es decir, afloraron los sentimientos de las víctimas. Lo que pensaban y sentían en un contexto político ciertamente complicado por su marcada polarización y crispación.
Esta minuciosa labor de conocimiento tuvo una relevancia muy singular y permitió a la Dirección orientar sus actuaciones futuras, definiendo objetivos y estrategias. Así, la primera conclusión fue la constatación de lo que entonces se denominó la deuda moral histórica de la sociedad vasca y sus instituciones con respecto a las víctimas del terrorismo por tantos años de desapego, de falta de solidaridad y de abandono.
Constatado el déficit de reconocimiento sufrido por las víctimas en Euskadi, su subsanación se convirtió en el objetivo principal de la Dirección. Había que saldar aquella deuda moral histórica. Y hablamos de reconocimiento en sus diferentes dimensiones: moral, social, institucional y político.
En aquel momento, las víctimas de otros terrorismos como el protagonizado por grupos de extrema derecha, por ejemplo, gozaban de un cierto nivel reconocimiento social y, en ocasiones, sobre todo en determinados lugares, también institucional. Carecía, sí, del reconocimiento de las grandes instituciones y, lamentablemente con demasiada frecuencia, del reconocimiento legal de su propia condición de víctimas.
Por el contrario, las víctimas del terrorismo de ETA, que sí contaban con el legal, justamente carecían de cualquier otro tipo de reconocimiento.
En consecuencia, la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo puso en marcha una política cuyo objetivo era saldar esta deuda, materializándose en tres grandes actos organizados bajo la denominación “Acto institucional en reconocimiento y homenaje a las víctimas del terrorismo”, en Bilbao (2007), Donostia (2008) y Vitoria-Gasteiz (2009).
El de Bilbao tuvo la trascendencia de ser la primera vez que la sociedad vasca, representada por la inmensa mayoría de su institucionalidad, tanto pública como privada, se dio cita en el Palacio Euskalduna, para escuchar el mensaje de perdón transmitido por el Lehendakari al conjunto de las víctimas del terrorismo, representadas por los dos centenares largos presentes en el recinto.
El celebrado en Donostia fue doloroso porque apenas cuatro días antes ETA asesinó al guardia civil Juan Manuel Piñuel, en el atentado contra la Casa Cuartel de Legutiano (Álava).
Por último, el acto que tuvo lugar en Vitoria-Gasteiz el 29 de noviembre de 2009 tuvo un carácter propio. Constituyó el final de un ciclo, cerrándose la etapa del reconocimiento, al considerar debidamente saldada la deuda histórica con las víctimas del terrorismo. Y, al mismo tiempo, se abría una etapa nueva, marcada por el valor de la memoria.
El Gobierno Vasco tenía entonces meridianamente clara la necesidad de impulsar desde la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo una política de memoria. La memoria debía pasar a convertirse en el eje central de la política sobre víctimas del terrorismo.
En aquellas fechas se había puesto en marcha ya lo que se denominó el “mapa de la memoria”, impulsando en numerosos ayuntamientos de la Comunidad Autónoma Vasca la creación de espacios de memoria referidos a las víctimas del terrorismo habidas en cada uno de esos municipios y elaborando un catálogo con todos los inaugurados hasta el momento.
Con posterioridad, surgió la idea de completar la iniciativa con la creación de un Día de la Memoria. Teníamos el espacio y nos faltaba el tiempo, para poder concentrar en ese binomio de coordenadas una buena parte de lo que debía ser la política de memoria de las víctimas del terrorismo en Euskadi. Así, el 10 de noviembre fue la fecha elegida para el recuerdo en el País Vasco de todas las víctimas de todos los terrorismos.
La política de memoria tenía que pivotar sobre dos elementos fundamentales. Por un lado, la deslegitimación de la violencia terrorista. Nunca hubo justificación para las vulneraciones de Derechos Humanos vinculadas a la violencia política. Y, por otro, el carácter pedagógico que debía impregnar el ejercicio de reconstrucción del pasado en el presente, como contribución esencial a la creación de condiciones y garantías de no repetición.
Un aspecto específico de la respuesta que el Gobierno Vasco ofreció a las víctimas del terrorismo fue la apertura de sus iniciativas al conjunto de víctimas del terrorismo del resto de España. Todo lo que el Gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca había hecho hasta entonces en relación a víctimas del terrorismo había sido referido a las víctimas del propio territorio. Sin embargo, era evidente que, si ETA asesinaba en nombre supuestamente del pueblo vasco y para conseguir su liberación, la ciudadanía vasca, representada por sus instituciones, tenía una responsabilidad en el desmentido de dicha afirmación y una obligación de solidaridad hacia aquellas personas que habían sufrido una violencia ejercida falsamente en nuestro nombre.
Por ello, la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo puso en marcha un plan de contactos con víctimas y asociaciones de víctimas de otras partes de España, iniciando una fructífera, aunque no siempre fácil, relación con todas ellas. Un hito de aquel proceso fue la presencia del propio Lehendakari Ibarretxe en un acto que la Asociación Andaluza de Víctimas del Terrorismo organizó en Córdoba, en 2006.
Más relevante fue la gira que la Ponencia de Víctimas del Terrorismo de la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Vasco realizó, a propuesta de la Dirección, por distintos lugares de España en los que mantuvo interesantísimos encuentros con grupos de víctimas. Estos encuentros se caracterizaron por la ausencia de formalismos paralizantes y por la actitud de escucha que mantuvieron los parlamentarios asistentes, respecto a las quejas y demandas que les trasladaron las víctimas – anónimas, en su inmensa mayoría – que se reunieron con ellos, lejos de los focos mediáticos.
No puedo dejar de señalar tres claves que fueron importantísimas para nosotros en el trato y la relación mantenida desde el Gobierno Vasco con las víctimas del terrorismo.
En primer lugar, un respeto absoluto hacia la forma de ser, la forma de pensar y la forma de sentir de cada víctima del terrorismo, entendiendo que todas las personas viven su condición de víctima de una manera diferente, como diferentes son. Y que, por lo tanto, no hay victimas mejores o peores desde un punto de vista moral. Todas fueron iguales y merecedoras de nuestro respeto y de nuestra consideración. Procuramos huir de la creación de modelos a seguir que pudieran ser consideradas moralmente superiores. Fue una clave fundamental en nuestra actuación.
En segundo lugar, tuvimos siempre muy claro que las víctimas merecen respeto, consideración, todo el cariño del mundo, toda la solidaridad, pero no son poseedores de un plus de legitimidad a la hora de opinar en política. Tuvimos claro que los poderes públicos deben velar siempre por el interés general y no por el particular, por muy comprensible que pueda ser desde el punto de vista humano.
Por último, y sobre todo referido a los últimos tiempos de nuestra etapa en el Gobierno Vasco, tuvimos muy presente el enorme potencial que tienen las víctimas como agentes activos en los procesos de reconstrucción de relaciones sociales en una sociedad, como la vasca, transida y quebrada por la violencia de tantos años. Así, procuramos aprovechar dicho potencial, a través de diversas iniciativas, como los encuentros restaurativos, el programa de víctimas educadoras o la iniciativa Glencree, cuyo detalle no viene ahora al caso.
En definitiva, a día de hoy, teniendo en cuenta que la Comunidad Autónoma carece de facultad para hacer justicia y que, por ello, solo puede incidir en el ámbito de la verdad, la reparación y la memoria, la relación de los poderes públicos vascos con las víctimas del terrorismo, presenta una situación razonablemente satisfactoria.
No puedo finalizar sin dejar un par de apuntes sobre algún aspecto relevante de cara al futuro.
Sigue siendo absolutamente necesario impulsar políticas públicas de memoria que, superando el testimonialismo institucional puntual en que se ha convertido, por ejemplo, el Día de la Memoria, promuevan la participación social, con especial incidencia en las nuevas generaciones. Siempre bajo el parámetro fundamental de la deslegitimación de la violencia terrorista y la vulneración de los Derechos Humanos y la creación de condiciones de no repetición.
Un paso necesario en el camino hacia la normalización de la convivencia en Euskadi es la reorientación decidida e inmediata de la política penitenciaria, que permita a todos los presos vascos (de ETA y no de ETA) cumplir su condena en centros penitenciarios de nuestra Comunidad Autónoma o en lugares próximos a ella. Al mismo tiempo, acabar con todas las excepcionalidades legislativas en la materia, creadas en tiempos en los que la política penitenciaria también servía para combatir a ETA.
Al margen de cualquier otra consideración, hoy carecen de justificación, so pena de aceptar que apostamos por una política penitenciaria que permite, cuando no alienta, la venganza, el daño o el dolor añadido, al margen de la pena impuesta.
Por último, nuestra sociedad y nuestras instituciones tienen que incrementar su nivel de exigencia de respeto a unos valores de ética pública fundamentales. No se puede transigir con actos públicos que constituyen ensalzamiento de personas cuyo único mérito es haber pertenecido a una organización terrorista y haber cometido delitos gravísimos. No se deben permitir en espacio público y se debe exigir a los sectores políticos que los apoyan que se retracten. Esta exigencia debe ser permanente y no vinculada a valores privados de las víctimas del terrorismo, porque afectan al conjunto de la ciudadanía.
Hace unos días se inauguró en Vitoria-Gasteiz el Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo. Diez años después de la aprobación de la Ley que mandató su creación, es ya una realidad. Estuvieron presentes en el acto las más altas autoridades locales, provinciales, autonómicas y de la Administración Central, con el mismo Rey en la cúspide, presidente de honor del Patronato que rige los destinos del centro inaugurado.
Con todo ese alboroto, a buen seguro muy poca gente se acordó de Rodolfo Ares.
El Consejero de Interior del Gobierno socialista de Patxi López no era un ideólogo, ni probablemente un hombre de reconocida talla intelectual. En cambio, era una persona con gran capacidad de trabajo y, sobre todo, un político extremadamente inteligente y avispado. A modo de ejemplo, cabe recordar que, sin contar con un programa electoral o de gobierno que contuviera grandes proyectos en materia de paz y convivencia, supo analizar y valorar las posibilidades que le brindó la coyuntura para extraer de ellas el máximo partido, apadrinando o protegiendo la realización de iniciativas importantes. Los encuentros restaurativos, celebrados fundamentalmente a lo largo del 2011, son un claro ejemplo.
Pero, a los efectos que nos ocupan, interesa otro ejemplo: los primeros balbuceos en la creación de un centro de la memoria en Euskadi.
En 2011, como un paso más de las políticas de memoria que se impulsaban desde la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo, con Maixabel Lasa al frente de la misma, Rodolfo Ares tuvo sobre su mesa la propuesta de crear un órgano que gestionara las políticas de memoria en el País Vasco. Su reacción fue cauta, como era habitual en él, pero permisiva, dejando hacer.
En julio de aquel año, aceptó el reto de ir a conocer los grandes centros de Memoria de Berlín y el Memorial Democrátic de Catalunya. Ese mismo mes, las negociaciones en el parlamento español entre el PSOE y el PP (a través fundamentalmente de Antonio Hernando y Alfonso Alonso) cristalizaron en la aprobación por el Congreso de la Ley 29/2011, de 22 de septiembre, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, cuyo artículo 57 concretaba el mandato para la creación de un Centro Nacional para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo, que se habría de ubicar en Euskadi.
En la segunda mitad de ese mismo año, la Consejería de Rodolfo Ares promovió la constitución de una comisión de expertos, coordinada por el prestigioso historiador catalán y especialista en políticas de memoria, Ricard Vinyes, a la que se encargó la elaboración de un informe que sirviera de base para la creación del organismo que gestionara las políticas públicas de memoria en Euskadi.
Eran tiempos de circunstancias óptimas para hacer cosas en este terreno. Por primera vez en la historia de la reciente democracia, Madrid y Vitoria tenían gobiernos del mismo color político. Rodríguez Zapatero gobernaba en Madrid y Patxi López lideraba el ejecutivo vasco. Ares contaba con un marco idóneo para dar pasos coordinados. Así, se abordó la complicada tarea de imbricar el órgano encargado de la memoria referida al ámbito vasco, desde una perspectiva temporal amplia (Sublevación militar, Guerra Civil, Represión de la Dictadura, Terrorismo de ETA y otros terrorismos), con otro de ámbito estatal dedicado en exclusiva a las víctimas del terrorismo, de todos los terrorismos, en España.
No se consiguió plenamente el objetivo. En el camino quedaron discusiones y diferencias importantes entre algunos de los protagonistas del trabajo realizado. Ello derivó en una cierta ralentización del proceso de creación del instituto vasco de la memoria, pero, al mismo tiempo, permitió que Ares impulsara la colaboración con el Gobierno de España para avanzar en la creación del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo previsto en la Ley.
Él fue el muñidor del Protocolo firmado ya en el mes de enero de 2012, con Jorge Fernández Díaz, Ministro de Interior de un PP reciente ganador de las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011. No pudo avanzar mucho más, porque la falta de sintonía entre ambos gobiernos se evidenció pronto, y las elecciones autonómicas de octubre de 2012 pusieron fin al gobierno de Patxi López, siendo sustituido por un PNV liderado por Iñigo Urkullu.
El resto del proceso, en lo que respecta al Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo, correspondió ya a otros protagonistas. Fue lento, eso es cierto, pero el resultado es ya una realidad tangible desde hace unos días.
Con sintonías y con discrepancias, fueron tres años bajo el mandato de Rodolfo Ares en la Consejería de Interior. Tres años de trabajo fructífero y honesto, caracterizado por el respeto mutuo y la lealtad recíproca. El “equipo”, como él llamaba al trío que formábamos Maixabel, Jaime y yo, pudo hacer cosas con él porque gozamos de su confianza, un elemento imprescindible en política.
Fue una de las personas cuyo impulso resultó determinante para la cristalización del proyecto que acaba de iniciar su andadura. Por eso, me parecía justo traer al recuerdo a Rodolfo precisamente ahora.
Durante el tiempo de su mandato, y a pesar, insisto, de todas las discrepancias habidas, fue posible aquello que dijo en su día Ricard Vinyes: “El mero hecho de que haya consenso sobre la necesidad de memoria es un disparo a la línea de flotación de quienes no la quieren, los que dicen que la única que se puede compartir es el dolor”.
Fue Ana Borderas quien se puso en contacto conmigo para proponerme participar en el programa. Yo conocía «Ochéntame» y me gustaba el formato. Quedamos un día en una cafetería de Madrid y me explicó su idea. El asesinato de Miguel Ángel Blanco era un episodio esencial de la década pero ella quería abordarlo a partir de lo que fue la reacción social contra la violencia en Euskadi desde sus primeros pasos, allá por la segunda mitad de los ochenta. Creía que era una historia poco conocida fuera del País Vasco y quería contarla, además de pensar que merecía la pena hacerlo.
Fue más que suficiente para mí. Imposible decir que no. Frente a quienes creen que la movilización de aquellos días de julio de 1997 fueron fruto exclusivo de la indignación popular, un estallido de rabia, algunos sabíamos que había detrás una trayectoria de concienciación y sensibilización llevada a cabo en pueblos y barrios de Euskadi durante toda una década. Un trabajo silencioso y anónimo. Persistente, tenaz, firme y de una gran convicción. Son precedentes imprescindibles para entender lo que vino después.
El resto está en estos 53 minutos de excelente documental. Un trabajo muy cuidado, respetuoso y delicado con las opiniones expresadas por todos los participantes, que fluye a través de un guion sólidamente estructurado. Creo sinceramente que merece la pena verlo. E incluso, volver a verlo.
Imposible contener la emoción, con el recuerdo de aquellos años, de los esfuerzos y sacrificios de tantas personas detrás de las decenas de pancartas que poblaron los rincones de nuestra Euskal Herria. Lo dijo Ana y lo ratifico:. El programa tiene mucho de homenaje a toda esa gente.
Hubo más en la larga entrevista en ese sillón tan peculiar, allá en el mes de julio. Mucho más. Pero entiendo que el relato finalizara ahí. Era ascendente y perdía mucho adentrarse en lo que sucedió con posterioridad. Llegaba el barro, con bastante miseria y no era el caso. Me encanta ese cierre: «…y la plaza no volvió a llenarse». Cada quien sabe lo que ocurrió después y es otra historia.
Quiero dar de nuevo las gracias a Ana, al Grupo Ganga y al programa Novéntame por este regalo con forma de memoria. No me canso de repetirlo cuando tengo ocasión. La memoria es identidad y no solo ayuda a entender el pasado sino que, sobre todo, nos proyecta sobre el futuro. Hay valores sobre los que seguir construyendo convivencia y ciudadanía. Y muchos de ellos estaban detrás de esas pancartas.