La conciencia hace que nos descubramos, que nos denunciemos o nos acusemos a nosotros mismos, y a falta de testigos, declara contra nosotros. MICHEL DE MONTAIGNE.
Este artículo fue publicado en «ElDiarioNorte.es» el día 4 de enero de 2023, suscrito por Edurne Albizu, Sergio Campo, Maite Leanizbarrutia, Peio Salaburu, Sabin Zubiri y Txema Urkijo.
Una vez más las diferentes organizaciones a favor de los presos de ETA convocan su manifestación anual. No se se trata de una movilización más: basta con tirar de hemeroteca hasta encontrar referencias a convocatorias con ciertas similitudes ya desde el año 1986 y puede que incluso antes. Una movilización prácticamente anual y de estas características, en la que la Izquierda Abertzale se vuelca al completo, tiene claramente una dimensión estratégica que va más allá de la manifestación en sí misma.
Los presos de ETA han representado históricamente la figura de héroes-mártires en la Izquierda Abertzale y este tipo de convocatorias, más allá de lo que tienen de ritual, representan un importante elemento aglutinante de carácter emocional para el conjunto de su espacio. Es una herramienta cuidada y medida al milímetro, donde hay poco lugar para la improvisación y cada paso, palabra o símbolo empleados responden a una finalidad consciente.
Pero todo esto no siempre ha sido tan evidente y diferentes agentes políticos y sociales ajenos a la Izquierda Abertzale han ido adhiriéndose y descolgándose de esta convocatoria, al tiempo que iban dándose cuenta de lo que su apoyo significaba. Los hechos siempre son definitorios: la incomodidad por la puesta en escena de una manifestación tan ritual así como la imposibilidad de mover una sola coma en lo sustancial del contenido. Lo aprendió rápidamente Gesto por la Paz en el año de la tregua de 1999, que la apoyó inicialmente y se descolgó de inmediato. O el PNV, que se retiró de forma definitiva de la misma en 2012. Y también una parte de la izquierda (Euskadiko Ezkerra, IU, Podemos…) o sindicatos como CCOO, que han ido oscilando en su posicionamiento.
No obstante, es innegable que sus participaciones, puntuales o intermitentes, han contribuido involuntariamente a dar relevancia social y, sobre todo, a legitimarla como una convocatoria pro-Derechos Humanos. Sin lugar a dudas el elemento que ha pesado históricamente para decantar estas posiciones de grupos tan heterogéneos desde un punto de vista sociopolítico ha sido una causa justa como es el acercamiento y el trato humanitario para las personas presas.
Hoy, el hecho cierto es que más del 90% de las personas presas están ya en centros de Euskadi y Navarra y el resto en las provincias limítrofes (Cantabria, Burgos, La Rioja…). O en Lannemezan, centro próximo a Iparralde. Asimismo, el trato humanitario a los presos que tenía su máximo exponente en los que estaban gravemente enfermos, según indican diferentes fuentes, también está en avanzado grado de resolución. Los avances para poner fin a esta política penitenciaria de excepcionalidad se han logrado, en buena medida porque eran consecuencia de consensos transversales.
Ambas cuestiones, acercamiento y trato humanitario, no solo han sido las que han permitido aglutinar a diferentes partidos, sindicatos y personalidades de la sociedad vasca, sino que han sustituido en las convocatorias de los últimos 15 años a la reclamación de la amnistía que realizaba con anterioridad la Izquierda Abertzale. Sin embargo, este año, la agenda pro-presos es otra y no tan desconectada de la primitiva a tenor del nuevo lema “etxera”, en realidad una petición de amnistía no tan encubierta: se solicita el paso a tercer grado penitenciario de todos los presos (solo es preciso volver a la prisión para dormir).
En el año 2011, cuando ETA depuso las armas, había más de 700 miembros de la banda en prisión. 10 años después son en torno a 180 las personas que permanecen privadas de libertad. De ellas casi ninguna está ya en primer grado y no pocos están ya accediendo al tercer grado. Esta progresión de grado por razones diferentes a la humanitarias (artículo 72 de la LOGP) requiere –y nos parece que es lo adecuado– que el preso de forma individual demuestre que ha abandonado la violencia –habitualmente a través de una declaración escrita– y una petición de disculpas sinceras o perdón a las víctimas de su delito. Es decir, que emprenda un camino de reinserción social o justicia restaurativa.
Hoy la justicia restaurativa también forma parte de los más básicos consensos de la sociedad vasca para abordar desde la justicia y la ética no solo la reinserción de los presos y presas, sino también la restauración de una convivencia con memoria. Y este consenso no se puede malograr. Que se haya alcanzado se lo debemos en buena medida a la difusión de experiencias reales puestas en marcha hace una década, a través de películas como Maixabel u obras de teatro como La mirada del otro y, por supuesto, al trabajo de colectivos pacifistas y de Derechos Humanos y a no pocas víctimas y victimarios que participaron en la Vía Nanclares.
No es posible trabajar por los presos y su derecho a la reinserción desde un enfoque sincero de Derechos Humanos sin mencionar ni una sola vez la ética en relación con sus delitos y las víctimas
Esa Izquierda Abertzale que hasta hace poco consideraba literalmente una traición la reinserción y la justicia restaurativa –de hecho, eliminó a los participantes en la Vía Nanclares de los listados del colectivo de presos de ETA (EPPK), Etxerat o Sare, y se empeñó en marginarlos en sus respectivos pueblos–, hoy abrazan formalmente este enfoque, pero distorsionando a conveniencia su contenido. Esto debe encender todas las alertas tratándose de una materia tan sensible y crítica para nuestra recién estrenada y precaria convivencia. Aquí, la exigencia y diligencia en el control de instituciones, partidos y agentes sociales debe ser máxima, porque no imaginamos nada más lesivo, revictimizador ni destructivo socialmente que una disculpa o arrepentimiento no sinceros. El desarme y la disolución podían admitir diferentes grados de juego en el lenguaje. El perdón a las víctimas y a la sociedad vasca en su conjunto nunca.
Esta es la cuestión central. Cuando nadie apostaba por la reinserción y la justicia restaurativa, nosotras la apoyamos pese a las críticas feroces de unos y otros. Hoy, cuando forma parte de los consensos sociales, alertamos del vaciamiento y la distorsión de su contenido que pretende la Izquierda Abertzale. En este sentido, queremos reivindicar cuatro aspectos clave: tiene que ser individual, nunca colectiva, debe tener sí o sí una dimensión ética, sí hay margen para que una rectificación pública y sincera de la Izquierda Abertzale allane el camino a los procesos individuales de reinserción, pero sin sustituirlos en ningún momento y el cumplimiento debe quedar al margen de cualquier disputa política o arreglo partidario.
Los dos primeros puntos son simple y llanamente la traslación directa de lo que dicta la legislación penitenciaria, pero también una referencia como Naciones Unidas en las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos (reglas 4, 89, 91, 92, 94 y 95). El tercero y cuarto, la constatación de que la revisión crítica del pasado: el reconocimiento del daño causado y la injusticia de esa actuación es el valioso hilo que conecta la política penitenciaria desde una perspectiva de la reinserción con la memoria en términos deslegitimadores y con una convivencia democrática con garantías de no repetición.
Todas estas cuestiones están ausentes en la convocatoria de la manifestación del 7 de enero y, por extensión, en la agenda pro-presos de la Izquierda Abertzale. Eso es lo preocupante y lo que debería abrir una profunda reflexión política y un sosegado debate social. No es posible trabajar por los presos y su derecho a la reinserción desde un enfoque sincero de Derechos Humanos sin mencionar ni una sola vez la ética en relación con sus delitos y las víctimas.
Porque la claridad de estos mínimos tan elementales que hemos citado no puede adulterarse con ambigüedades discursivas ni con significantes vacíos de contenido. La alerta de los y las firmantes de este artículo no obedece a que veamos en cuestión un pasado que ya es irreparable; si no nuestro futuro en convivencia justa y democrática.
La semana pasada, el Congreso de los Diputados aprobó la Ley de Memoria Democrática. Una ley abocada a la polémica, en tanto que la derecha se niega en redondo a abordar aquellas partes de nuestra historia que no le convienen o no le interesan (otras sí). Sus políticas de memoria tienen que ver más con el concepto de la nación española que con los de libertad, democracia o derechos humanos y despachan las cuestiones de memoria histórica con el manido reproche “reabre heridas del pasado ya cerradas”.
Sin embargo, la previsibilidad de esta polémica se ha visto alterada por la incorporación al texto legal de una Disposición adicional nueva, que dice lo siguiente:
“El Gobierno, en el plazo de un año, designará una comisión técnica que elabore un estudio sobre los supuestos de vulneración de derechos humanos a personas por su lucha por la consolidación de la democracia, los derechos fundamentales y los valores democráticos, entre la entrada en vigor de la Constitución de 1978 y el 31 de diciembre de 1983, que señale posibles vías de reconocimiento y reparación a las mismas.”
Esta previsión ha soliviantado aún más a la derecha, que ha incrementado el nivel de sus críticas, sumándose además a las mismas un sector de veteranos socialistas. Todos ellos se han apresurado a interpretar la citada Disposición Adicional en clave de ruptura de los pactos de la transición española, además de vincularla directamente con el discurso etarra, defendido hoy por los que califican de sus sucesores, EH Bildu.
Por mi parte, siempre he defendido la transición española. Cierto que la viví muy joven, pero con lucidez suficiente para apreciar con claridad lo que suponía de conquista de libertad y democracia. Fue una transición modélica, a condición de que este calificativo se entienda, no como sinónimo de perfecta, que obviamente no lo fue, sino como un ejemplo o referente de proceso político de transformación de un régimen dictatorial en una democracia, superando con creces los elementos positivos a las evidentes deficiencias que dicho proceso padeció.
No es preciso detallar las dificultades a las que se enfrentó en sus primeros años el bisoño régimen democrático surgido de la Constitución de 1978, si bien sí es necesario recordar la sangre vertida en ese período no solo por el terrorismo etarra, sino también por la violencia ejercida por grupos de extrema derecha, incontrolados, grupos parapoliciales y la derivada de actuaciones desmedidas e ilegales de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Y buena parte de esta violencia asentada sobre la impunidad. Tan débil era nuestra recién estrenada democracia que estuvimos a punto de perderla el 23 de febrero de 1981, en un bufido de algunas estructuras franquistas del ejército de entonces.
Con todo, el balance global fue positivo. Se consiguió la implantación de un sistema democrático con libertades, a través de una constitución que amparaba también el respeto a las singularidades territoriales de nuestro país. El recordado eslogan “Libertad, amnistía, estatuto de autonomía” acabó siendo una realidad. Imperfecta, sí, pero realidad.
Con el tiempo, han ido aflorado otros déficits de nuestra transición. Cosas que no se hicieron o se hicieron de manera manifiestamente mejorable. Pero se trata, sobre todo, de asuntos impensables en aquella época o bien de otros que se arrumbaron ante la prioridad de objetivos más importantes en aquel momento.
También el paso del tiempo ha permitido que se den las condiciones adecuadas para subsanar y corregir algunas de esas deficiencias detectadas con posterioridad. La tarea de subsanación de errores contribuye a mejorar nuestro sistema democrático de convivencia y, en este sentido, la ley de Memoria Democrática es claramente un intento en esa dirección, como así lo reconoce explícitamente su exposición de motivos.
Pero volvamos a las acusaciones vertidas contra esta Ley, a consecuencia de la mencionada Disposición Adicional que abre la puerta a investigar violaciones de Derechos Humanos cometidas entre 1978 y 1983.
El artículo 1 del texto legal establece con claridad cuál es el ámbito temporal para el reconocimiento a las víctimas de la represión política y establece claramente que llega hasta la aprobación de la Constitución; es decir, diciembre de 1978. Por tanto, no cabe afirmar, en modo alguno, que la ley extienda su ámbito temporal más allá de esa fecha.
¿Cómo es posible que se esté calificando como blanqueo del discurso etarra la investigación de las violaciones de Derechos Humanos cometidas por grupos parapoliciales, incontrolados y las propias fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, fueran pocas o muchas (nadie prejuzga cuántas) entre 1978 y 1983? De hecho, la iniciativa anunciada sigue los pasos de lo que ya se está haciendo en Euskadi con la Ley 12/2016, de 28 de julio, de reconocimiento y reparación de víctimas de vulneraciones de derechos humanos en el contexto de la violencia de motivación política en la Comunidad Autónoma del País Vasco entre 1978 y 1999. Algo no solo normalizado sino mayoritariamente bien visto en la sociedad vasca como necesario para profundizar en las imprescindibles garantías de no repetición y en la propia convivencia.
Hace falta ser muy obtuso y/o muy manipulador para vincular la defensa los Derechos Humanos y de las víctimas de sus vulneraciones, con la justificación de los crímenes de ETA. Y eso vale tanto para los políticos que difunden sin rubor esa especie, como para los medios de comunicación que le dan complaciente cobertura. Es insoportable la brocha gorda siempre, pero en estos temas, mucho más.
Resulta difícil admitir que el 7 de diciembre de 1978 nuestros policías, jueces y fiscales, formados teórica y prácticamente en un sistema dictatorial, se levantaran todos demócratas y dispuestos a respetar escrupulosamente los Derechos Humanos de la ciudadanía, también de los detenidos, fueran acusados del delito que fueran. La transición en la práctica de determinados estamentos del Estado no fue coetánea de la transición formal democrática. Policía y jueces necesitaron su propio período. Todos recordamos casos clamorosos. Baste traer a colación la muerte por torturas de Joxe Arregui o el caso Almería, ambos ocurridos en 1981.
Hay quienes sostienen que tanto la mencionada ley vasca como la previsión incorporada a la Ley de Memoria Democrática ponen en cuestión la legitimidad de los tribunales que resuelven sobre asuntos de derechos humanos desde 1978, al situar unas comisiones políticas por encima de los mismos, haciendo creer que estos no cumplieron bien su función. Es un debate posible e interesante, que, por otra parte, ya existió cuando se puso en marcha este proceso en Euskadi.
La investigación de los delitos cometidos entre 1978 y 1983 se enfrentará a su prescripción por lo que servirá, si no para satisfacer el derecho a la Justicia de la víctima, sí para conocer los hechos, si no fueran ya suficientemente conocidos, y para satisfacer, en consecuencia, sus derechos a la Verdad y a la Reparación, a través de su reconocimiento oficial e institucional. De ahí que sea perfectamente válida una comisión administrativa (su composición es importante) porque de sus conclusiones no se derivarán consecuencias penales sino meramente administrativas, aunque, eso sí, de gran valor. La iniciativa aprobada pone el foco en la víctima.
Hoy es necesario dar un paso más en el proceso de refuerzo de nuestra convivencia mediante el cierre de heridas que aún permanecían abiertas, a través de la investigación de estas violaciones de Derechos Humanos. Reconocer que se hicieron cosas mal, que no todo se hizo bien (jueces y policía) nos fortalece como sociedad y como democracia. Se lo debemos a muchas personas que sufrieron un daño injusto. Eso no es discurso etarra. Es discurso democrático, al que es una auténtica lástima que no nos sumemos todos. Es momento de dejar los complejos de lado, de no achantarse y de redoblar los esfuerzos para hacer una necesaria pedagogía en tal sentido en nuestra sociedad.
La apelación injustificada a ETA en el debate político es una falta de respeto hacia sus propias víctimas. Pero su utilización para negar derechos a otras víctimas de violaciones de Derechos Humanos raya en lo inmoral.
Este texto constituye el capítulo 5 del libro «El movimiento de Víctimas del Terrorismo. Balance de una trayectoria», editado por Antonio Rivera y Eduardo Mateo, a partir de las aportaciones realizadas por los participantes en el XVIII Seminario de la Fundación Fernando Buesa, celebrado, bajo ese mismo título, en el mes de noviembre del malhadado 2020.
Tengo que abrir estas líneas reconociendo el trabajo de la entidad que me invita a pensar y escribir en esta ocasión. Agradezco a la Fundación Fernando Buesa haber considerado que mi experiencia podría aportar algo a la reflexión planteada en esta publicación. Gracias también a esta Fundación, por haber constituido durante todos estos años una organización de referencia en el mundo de las víctimas, en general, y en el asociativo, en particular, donde las aguas no siempre han bajado tranquilas y donde los vaivenes son frecuentes y no siempre sencillos de gestionar y conducir. En un clima en el que predomina la visceralidad, la Fundación Fernando Buesa ha sido capaz de mantenerse como referencia imprescindible de sensatez ética y – por qué no – política, asumiendo con éxito una cierta responsabilidad para actuar como crisol del conjunto del movimiento asociativo en momentos, insisto, muy complicados.
Bien, la respuesta que ofrece el Estado a la comisión de un delito violento consiste básicamente en la investigación policial del mismo, la puesta a disposición de la administración de justicia del resultado de dicha investigación y la celebración de un juicio en el que se establezca, en caso de prueba suficiente, la autoría y las circunstancias relevantes del hecho delictivo, impartiendo justicia mediante la fijación de una condena para el responsable y una reparación exclusivamente material para la víctima. En definitiva, y en términos muy elementales, estamos hablando de verdad, justicia y reparación.
Esta respuesta del Estado a las víctimas de delitos violentos es aplicable también a las víctimas del terrorismo, si bien existen – o deben existir – algunos elementos adicionales que completen la triada “verdad, justicia y reparación”, básica en el derecho internacional de los derechos humanos.
En primer lugar, me referiré a la memoria. Cuando hablamos de terrorismo, especialmente el protagonizado por la organización ETA, nos referimos a una violencia política continuada en el tiempo que ha provocado un trauma en la sociedad, con vulneraciones sistemáticas de Derechos Humanos. Hoy en día existe un importante consenso a nivel internacional respecto a la necesidad de llevar a cabo políticas de memoria como factor esencial para consolidar las garantías de no repetición de las mencionadas violaciones de Derechos Humanos, así como para contribuir a la deslegitimación de esa violencia política.
En segundo lugar, hemos de considerar que la violencia terrorista padecida en nuestro país ha sido de naturaleza política, frente a otras que han justificado sus acciones, por ejemplo, en motivaciones religiosas. Ello tiene como consecuencia que sus víctimas queden impregnadas por esa significación política que impulsó al perpetrador.
En este sentido, es preciso subrayar que uno de los aspectos positivos, de los muchos que tiene la Ley 4/2008, de 19 de junio, de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo, aprobada por el Parlamento Vasco, es la incorporación en su texto articulado de la mencionada significación política de las víctimas del terrorismo como parte esencial de la memoria debida a ellas y con una magnífica explicación además de dicha idea en la exposición de motivos.
“Significado político, en tanto en cuanto con su eliminación (la de las víctimas) les está negando no solo su derecho a la vida sino su derecho a la ciudadanía”.
Esta significación política de las víctimas del terrorismo debe implicar una consideración especial a la hora de hacer realidad su derecho a la reparación. En efecto, si la reparación en los casos de delitos violentos se centra fundamentalmente en contenidos materiales, en los delitos de terrorismo, cuyas víctimas lo son de violaciones de derechos humanos, debe incorporarse como elemento esencial el elemento de la reparación moral. Y en lo que nos importa ahora, esa reparación moral ha de concretarse en reconocimiento. Un reconocimiento vinculado y correlativo a la significación política del acto que provoca la propia existencia de la víctima.
Como dice el artículo 8.2, in fine, de la citada Ley de Víctimas del Terrorismo del País Vasco “La significación política de las víctimas del terrorismo exige el reconocimiento social de su ciudadanía”.
Por último, como elemento diferencial, no podemos olvidar el carácter vicario de las víctimas del terrorismo. Estamos ante una violencia ejercida contra el conjunto de la sociedad. El terrorista atenta contra ese conjunto, si bien concreta su ataque en las personas que, en cada momento y en función de circunstancias diversas, son elegidas como víctimas.
Este carácter vicario genera una obligación de solidaridad por parte de la sociedad hacia las víctimas que no está presente de igual manera en el resto de los delitos violentos.
Cuanto antecede podría constituir la respuesta idónea del Estado a las víctimas del terrorismo. Pero es evidente que se trata de un desiderátum hacia el que debemos avanzar y que debe permanecer como aspiración final de las políticas públicas de víctimas. En este sentido, podemos afirmar que España presenta una situación bastante satisfactoria. Contamos con un sistema legislativo sobre víctimas del terrorismo, compuesto por la legislación estatal más las normas de carácter autonómico, allá donde han sido aprobadas, que se sitúa a la cabeza en la protección de los derechos de dicho colectivo.
Sin embrago, conviene recordar que esto no ha sido así en el tiempo, obviamente. La invisibilidad de las víctimas del terrorismo fue la tónica en la sociedad vasca y en la española – sí, también en la española – durante demasiado tiempo. Muchos años de ostracismo, ninguneo, desatención, falta de empatía y solidaridad que dejaron, en muchas de ellas, otra dolorosa huella añadida al dolor provocado por la violencia.
Fue en la segunda mitad de la década de los 90, cuando las víctimas del terrorismo comenzaron a ocupar un espacio central en la agenda pública, en la agenda política, y pasaron a ser visibles para la sociedad.
Un factor determinante para este cambio lo constituyó la acción firme y decidida de las propias víctimas y la iniciativa de algunas de ellas, a través de sus asociaciones, que se fijaron como objetivo la defensa de sus derechos y sus intereses y la consecución de su visibilidad ante una sociedad que miraba con demasiada frecuencia hacia otra parte.
Igualmente resultó también crucial en este proceso de mayor visibilidad de las víctimas en el espacio público, la nueva estrategia adoptada por ETA al elegir sus objetivos considerando de manera esencial la relevancia política de los mismos. Ello contribuyó a que las nuevas víctimas tuvieran un mayor renombre público, incrementándose así el eco de los atentados a nivel informativo y el consiguiente impacto social generado.
El asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un elemento clave en este proceso. La extensión temporal del drama a varios días permitió consolidar la identidad y la personalización de la víctima, contribuyendo a crear un clima emocional que propició una respuesta social sin precedentes. A partir de ese momento, fue ya difícil disociar la tragedia de los atentados de la personalidad concreta de las víctimas. Los poderes públicos se hicieron eco de este cambio de percepción social hacia la problemática de las víctimas del terrorismo, plasmándose en la Ley de Solidaridad aprobada en octubre de 1999.
Por lo que respecta a Euskadi, la reacción social surgida contra la violencia en la segunda década de los años ochenta tampoco fue ajena al fenómeno de la invisibilidad de las víctimas del terrorismo. No nació como un movimiento de solidaridad con las personas que sufrían la violencia. Fueron movimientos de respuesta y rechazo a la violencia esencialmente. De alguna manera, podemos decir que también llegamos tarde a esa solidaridad.
Bien es verdad que el propio trabajo de sensibilización y concienciación en el seno de la sociedad vasca condujo indefectiblemente al movimiento pacifista hacia las víctimas del terrorismo en pocos años, dando lugar a las primeras muestras de solidaridad y proximidad antes de que ocuparan ese espacio central que les era negado por el conjunto de la sociedad en el espacio público y en la agenda política.
Pero la desatención sufrida por las víctimas del terrorismo no fue solo específica de Euskadi. Es más, nosotros hemos hecho autocrítica en ese sentido, reconociendo los déficits que hemos tenido en relación a la actitud mantenida hacia las personas que sufrieron la violencia terrorista. Por contra, no se han oído demasiadas voces respecto a esta misma cuestión en el resto de España, siendo así que el problema de la soledad y la desatención fue común a todo el territorio español, sus administraciones públicas y su ciudadanía.
Cuántas quejas tuvimos oportunidad de escuchar desde la Dirección de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco procedentes de víctimas de primera hornada, de aquellos primeros años 80. Sobre todo, entre miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, viudas de agentes de la Policía Nacional o de la Guardia Civil o heridos, que se quejaban amargamente de la desatención de la que eran objeto por parte de sus propias instituciones, no solamente del Estado, de la propia ciudadanía española y, lo que aún les resultaba más doloroso, incluso de los propios cuerpos a los que pertenecían, de sus propios mandos. Quejas amargas, en ocasiones, por lo que consideraban un auténtico maltrato.
Curiosamente es un fenómeno poco conocido, pero que evidencia cuanto venimos afirmando sobre la situación de invisibilidad que afectaba en aquellos tiempos a las víctimas del terrorismo.
Es importante subrayar que la primera Administración Pública que creó un alto cargo con responsabilidad política sobre esta materia específica fue el Gobierno Vasco. No fue una mera oficina administrativa, sino una auténtica dirección política: La Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo, un órgano político, con responsabilidad política para establecer una política pública en relación a las víctimas del terrorismo. Este hecho permite constatar la importancia que esta cuestión tenía, ya en aquel momento, para el Gobierno Vasco.
Tal vez pueda ser ésta una afirmación discutible o cuestionable, a tenor de otras actitudes, declaraciones o planteamientos políticos del mismo Gobierno en aquella época, pero el hecho está ahí: en diciembre de 2001, el Gobierno Vasco decide dar cabida en su estructura orgánica, en concreto, en el Departamento de Interior, a una nueva Dirección, denominada de Atención a Víctimas del Terrorismo, con capacidad para poner en marcha una política pública sobre dicho colectivo.
Por su parte, el Gobierno de España, después de los atentados de marzo de 2004 y de la llegada al gobierno de los socialistas, con José Luis Rodríguez Zapatero a la cabeza, creó el Alto Comisionado de las Víctimas del Terrorismo poniendo al frente del mismo a Gregorio Peces Barba.
Me centraré fundamentalmente en la labor de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo porque es relevante para lo que nos ocupa.
Cuando se pone en marcha la Dirección, la única normativa existente en el País Vasco sobre el asunto estaba dedicada a la regulación de indemnizaciones y ayudas por daños materiales sufridos en atentados terroristas y lo que se hacía desde la oficina administrativa preexistente era colaborar con las personas afectadas en la tramitación de esas ayudas, así como las recogidas en la Ley de Solidaridad de 1999.
La primera misión asumida por Maixabel Lasa – titular de la Dirección designada por el Lehendakari Ibarretxe – y su equipo fue poner en marcha una campaña de contacto personal o telefónico con todas y cada una de las víctimas del terrorismo residentes en el País Vasco. Un trabajo esencial de establecimiento de relación personal y directa con las personas que habían sufrido directamente la violencia.
Se imprimió a la acción política un componente fundamental de cercanía, de proximidad, de empatía que además permitió a la Dirección elaborar un diagnóstico sobre la situación real de las víctimas del terrorismo en el País Vasco en aquel momento, no solo respecto a su situación material (reconocimiento de derechos, tramitación de solicitudes de pensiones u otras ayudas) sino también referido a su estado psicológico o anímico. Es decir, afloraron los sentimientos de las víctimas. Lo que pensaban y sentían en un contexto político ciertamente complicado por su marcada polarización y crispación.
Esta minuciosa labor de conocimiento tuvo una relevancia muy singular y permitió a la Dirección orientar sus actuaciones futuras, definiendo objetivos y estrategias. Así, la primera conclusión fue la constatación de lo que entonces se denominó la deuda moral histórica de la sociedad vasca y sus instituciones con respecto a las víctimas del terrorismo por tantos años de desapego, de falta de solidaridad y de abandono.
Constatado el déficit de reconocimiento sufrido por las víctimas en Euskadi, su subsanación se convirtió en el objetivo principal de la Dirección. Había que saldar aquella deuda moral histórica. Y hablamos de reconocimiento en sus diferentes dimensiones: moral, social, institucional y político.
En aquel momento, las víctimas de otros terrorismos como el protagonizado por grupos de extrema derecha, por ejemplo, gozaban de un cierto nivel reconocimiento social y, en ocasiones, sobre todo en determinados lugares, también institucional. Carecía, sí, del reconocimiento de las grandes instituciones y, lamentablemente con demasiada frecuencia, del reconocimiento legal de su propia condición de víctimas.
Por el contrario, las víctimas del terrorismo de ETA, que sí contaban con el legal, justamente carecían de cualquier otro tipo de reconocimiento.
En consecuencia, la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo puso en marcha una política cuyo objetivo era saldar esta deuda, materializándose en tres grandes actos organizados bajo la denominación “Acto institucional en reconocimiento y homenaje a las víctimas del terrorismo”, en Bilbao (2007), Donostia (2008) y Vitoria-Gasteiz (2009).
El de Bilbao tuvo la trascendencia de ser la primera vez que la sociedad vasca, representada por la inmensa mayoría de su institucionalidad, tanto pública como privada, se dio cita en el Palacio Euskalduna, para escuchar el mensaje de perdón transmitido por el Lehendakari al conjunto de las víctimas del terrorismo, representadas por los dos centenares largos presentes en el recinto.
El celebrado en Donostia fue doloroso porque apenas cuatro días antes ETA asesinó al guardia civil Juan Manuel Piñuel, en el atentado contra la Casa Cuartel de Legutiano (Álava).
Por último, el acto que tuvo lugar en Vitoria-Gasteiz el 29 de noviembre de 2009 tuvo un carácter propio. Constituyó el final de un ciclo, cerrándose la etapa del reconocimiento, al considerar debidamente saldada la deuda histórica con las víctimas del terrorismo. Y, al mismo tiempo, se abría una etapa nueva, marcada por el valor de la memoria.
El Gobierno Vasco tenía entonces meridianamente clara la necesidad de impulsar desde la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo una política de memoria. La memoria debía pasar a convertirse en el eje central de la política sobre víctimas del terrorismo.
En aquellas fechas se había puesto en marcha ya lo que se denominó el “mapa de la memoria”, impulsando en numerosos ayuntamientos de la Comunidad Autónoma Vasca la creación de espacios de memoria referidos a las víctimas del terrorismo habidas en cada uno de esos municipios y elaborando un catálogo con todos los inaugurados hasta el momento.
Con posterioridad, surgió la idea de completar la iniciativa con la creación de un Día de la Memoria. Teníamos el espacio y nos faltaba el tiempo, para poder concentrar en ese binomio de coordenadas una buena parte de lo que debía ser la política de memoria de las víctimas del terrorismo en Euskadi. Así, el 10 de noviembre fue la fecha elegida para el recuerdo en el País Vasco de todas las víctimas de todos los terrorismos.
La política de memoria tenía que pivotar sobre dos elementos fundamentales. Por un lado, la deslegitimación de la violencia terrorista. Nunca hubo justificación para las vulneraciones de Derechos Humanos vinculadas a la violencia política. Y, por otro, el carácter pedagógico que debía impregnar el ejercicio de reconstrucción del pasado en el presente, como contribución esencial a la creación de condiciones y garantías de no repetición.
Un aspecto específico de la respuesta que el Gobierno Vasco ofreció a las víctimas del terrorismo fue la apertura de sus iniciativas al conjunto de víctimas del terrorismo del resto de España. Todo lo que el Gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca había hecho hasta entonces en relación a víctimas del terrorismo había sido referido a las víctimas del propio territorio. Sin embargo, era evidente que, si ETA asesinaba en nombre supuestamente del pueblo vasco y para conseguir su liberación, la ciudadanía vasca, representada por sus instituciones, tenía una responsabilidad en el desmentido de dicha afirmación y una obligación de solidaridad hacia aquellas personas que habían sufrido una violencia ejercida falsamente en nuestro nombre.
Por ello, la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo puso en marcha un plan de contactos con víctimas y asociaciones de víctimas de otras partes de España, iniciando una fructífera, aunque no siempre fácil, relación con todas ellas. Un hito de aquel proceso fue la presencia del propio Lehendakari Ibarretxe en un acto que la Asociación Andaluza de Víctimas del Terrorismo organizó en Córdoba, en 2006.
Más relevante fue la gira que la Ponencia de Víctimas del Terrorismo de la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Vasco realizó, a propuesta de la Dirección, por distintos lugares de España en los que mantuvo interesantísimos encuentros con grupos de víctimas. Estos encuentros se caracterizaron por la ausencia de formalismos paralizantes y por la actitud de escucha que mantuvieron los parlamentarios asistentes, respecto a las quejas y demandas que les trasladaron las víctimas – anónimas, en su inmensa mayoría – que se reunieron con ellos, lejos de los focos mediáticos.
No puedo dejar de señalar tres claves que fueron importantísimas para nosotros en el trato y la relación mantenida desde el Gobierno Vasco con las víctimas del terrorismo.
En primer lugar, un respeto absoluto hacia la forma de ser, la forma de pensar y la forma de sentir de cada víctima del terrorismo, entendiendo que todas las personas viven su condición de víctima de una manera diferente, como diferentes son. Y que, por lo tanto, no hay victimas mejores o peores desde un punto de vista moral. Todas fueron iguales y merecedoras de nuestro respeto y de nuestra consideración. Procuramos huir de la creación de modelos a seguir que pudieran ser consideradas moralmente superiores. Fue una clave fundamental en nuestra actuación.
En segundo lugar, tuvimos siempre muy claro que las víctimas merecen respeto, consideración, todo el cariño del mundo, toda la solidaridad, pero no son poseedores de un plus de legitimidad a la hora de opinar en política. Tuvimos claro que los poderes públicos deben velar siempre por el interés general y no por el particular, por muy comprensible que pueda ser desde el punto de vista humano.
Por último, y sobre todo referido a los últimos tiempos de nuestra etapa en el Gobierno Vasco, tuvimos muy presente el enorme potencial que tienen las víctimas como agentes activos en los procesos de reconstrucción de relaciones sociales en una sociedad, como la vasca, transida y quebrada por la violencia de tantos años. Así, procuramos aprovechar dicho potencial, a través de diversas iniciativas, como los encuentros restaurativos, el programa de víctimas educadoras o la iniciativa Glencree, cuyo detalle no viene ahora al caso.
En definitiva, a día de hoy, teniendo en cuenta que la Comunidad Autónoma carece de facultad para hacer justicia y que, por ello, solo puede incidir en el ámbito de la verdad, la reparación y la memoria, la relación de los poderes públicos vascos con las víctimas del terrorismo, presenta una situación razonablemente satisfactoria.
No puedo finalizar sin dejar un par de apuntes sobre algún aspecto relevante de cara al futuro.
Sigue siendo absolutamente necesario impulsar políticas públicas de memoria que, superando el testimonialismo institucional puntual en que se ha convertido, por ejemplo, el Día de la Memoria, promuevan la participación social, con especial incidencia en las nuevas generaciones. Siempre bajo el parámetro fundamental de la deslegitimación de la violencia terrorista y la vulneración de los Derechos Humanos y la creación de condiciones de no repetición.
Un paso necesario en el camino hacia la normalización de la convivencia en Euskadi es la reorientación decidida e inmediata de la política penitenciaria, que permita a todos los presos vascos (de ETA y no de ETA) cumplir su condena en centros penitenciarios de nuestra Comunidad Autónoma o en lugares próximos a ella. Al mismo tiempo, acabar con todas las excepcionalidades legislativas en la materia, creadas en tiempos en los que la política penitenciaria también servía para combatir a ETA.
Al margen de cualquier otra consideración, hoy carecen de justificación, so pena de aceptar que apostamos por una política penitenciaria que permite, cuando no alienta, la venganza, el daño o el dolor añadido, al margen de la pena impuesta.
Por último, nuestra sociedad y nuestras instituciones tienen que incrementar su nivel de exigencia de respeto a unos valores de ética pública fundamentales. No se puede transigir con actos públicos que constituyen ensalzamiento de personas cuyo único mérito es haber pertenecido a una organización terrorista y haber cometido delitos gravísimos. No se deben permitir en espacio público y se debe exigir a los sectores políticos que los apoyan que se retracten. Esta exigencia debe ser permanente y no vinculada a valores privados de las víctimas del terrorismo, porque afectan al conjunto de la ciudadanía.
Acaba de hacerse pública la noticia de la absolución de Javier García Gaztelu, alias Txapote, por parte de la Audiencia Nacional, al haber prescrito los delitos cometidos en un antiguo atentado contra el edificio del Gobierno civil de Gipuzkoa, en San Sebastián, perpetrado en 1995 y en el que, por fortuna, no hubo víctimas.
La reacción más común ante esta noticia es la indignación. Algo comprensible, pues se pretende el castigo para el culpable de delitos graves y al ciudadano normal le cuesta aceptar y entender que ello no sea posible por la aplicación de una institución, la prescripción, que impide el citado castigo por el mero transcurso del tiempo. Mucho más si se piensa en la posibilidad de que tal circunstancia pudiera haberse evitado con una actuación más diligente por parte de algún servicio del Estado.
Sin embargo, a mí me interesa otro aspecto de la noticia. Estamos ante un supuesto en el que la prescripción solo ha desplegado su eficacia jurídica en el momento de dictarse la sentencia, con el valor que le atribuye nuestro ordenamiento procesal penal, que no es otro que el de constituir una causa de extinción de la responsabilidad criminal.
Se produce con ello, una evidente diferencia en relación a la aplicación que de esta institución realizan habitualmente los juzgados de instrucción, en particular los de la Audiencia Nacional y en casos de delitos que han supuesto graves violaciones de derechos humanos. Todos conocemos el lamento de numerosas víctimas que ven archivadas sus causas, por la aplicación de la figura de la prescripción, cuando se encuentran en la fase de instrucción. Esto supone que se cierra la posibilidad de realizar cualquier tipo de actividad de investigación policial y judicial y, por tanto, de que, en el futuro, pudiera llegarse – quién sabe – a reunir todos los elementos necesarios para la celebración de un juicio oral.
El caso ahora conocido del atentado de Txapote y otros contra el Gobierno Civil de Gipuzkoa, demuestra que es posible realizar toda la investigación precisa, en cualquier momento, independientemente del paso del tiempo, hasta que sea factible la celebración de un juicio, por concurrir los elementos suficientes y necesarios para ello, a resultas del cual se dicte una sentencia que declare probados unos hechos considerados como delito y de los cuáles exista un autor, aunque a continuación, se declare la extinción de su responsabilidad criminal, en virtud de la eficacia jurídica de la prescripción. Esto y no otra cosa es lo que ha hecho la Audiencia Nacional con este caso. No se precisan reformas legales para proceder de esta manera.
Esta tesis (una determinada manera de proceder por parte de los jueces, en relación a la figura de la prescripción) no supone una solución global al problema de los atentados terroristas sin esclarecer (que los hay y muchos, tanto de ETA, como del GAL y de otros grupos de extrema derecha), porque ello dependerá, claro está, del éxito en las investigaciones policiales que pudieran llevarse a cabo, con las enormes dificultades que entraña el hecho de que haya transcurrido tanto tiempo desde la comisión de los delitos. Y no quedará satisfecho el derecho a la Justicia. Pero, al menos, se abre una vía cierta para poder avanzar, en algunos casos, en la materialización del derecho a la verdad que ostentan las víctimas de vulneraciones graves de derechos humanos. Y eso no es poco. Especialmente para éstas.
Claro que, un conocido juez instructor ya intentó algo parecido, con otro tipo de delitos que también constituían graves violaciones de derechos humanos, y ya sabemos cómo terminó.
«Sentir haber hecho o dejado de hacer cierta cosa, bien por no encontrarla conveniente después de hecha, bien por ser una mala acción, o por el daño causado». Esta es la primera entrada que el diccionario de uso del español, María Moliner, recoge para el vocablo «arrepentirse».
La semana pasada, el colectivo de presos de ETA que siguen fieles a la organización, agrupados bajo las siglas EPPK, emitía un comunicado en el que, entre otros recados, venía a afirmar que «no se arrepentirán», añadiendo que «estamos agradecidos porque hemos tenido la oportunidad de poner nuestro granito de arena en el camino de la libertad de Euskal Herria. Y ahí seguiremos: dispuestos para lo que sea».
Parece que los redactores del comunicado conocían sobradamente el significado del término arrepentimiento, dado que, tras anunciar su falta de contrición actual y futura, pasan a reafirmar la bondad y conveniencia de sus actos, demostrando con ello su total rechazo y oposición a cualquier atisbo de reflexión autocrítica respecto al uso de la violencia como medio para conseguir su proyecto político. («Se nos pide que nos arrepintamos, sabiendo que no nos vamos a arrepentir»).
Cabe preguntarse qué significación y alcance tienen estas afirmaciones, procediendo de quienes proceden. En primer lugar, tratándose de personas que están cumpliendo penas privativas de libertad y sujetas, por tanto, a la legislación penitenciaria, no es difícil pronosticar una muy complicada evolución en procesos de auténtica reinserción. Por muy individualizadas que puedan llegar a ser sus conductas, si todas tienen en común la ratificación de la validez del asesinato y la percepción de que sus actos criminales constituyeron una «oportunidad para poner un granito de arena en la liberación de Euskal Herria», pudiera ser no tengan precisamente un reflejo positivo en el tratamiento penitenciario.
Y ello porque dicha valoración tiene una suerte de caducidad: en tanto que la organización ha decretado el cese definitivo de su actividad, ya no es adecuada la estrategia de la violencia y hay una apuesta exclusiva por las vías políticas y pacíficas. Es decir, EN ESTE MOMENTO no resulta adecuada la estrategia de la violencia, y así es valorado, pero claro que lo fue en el pasado. («No nos arrepentiremos»). La pregunta es: ¿Volvería a ser adecuada la apuesta por la violencia si cambiaran las circunstancias en el futuro?. También cabe preguntarse: ¿Quién y cómo valoraría esos eventuales cambios de coyuntura que podrían justificar el retorno a la violencia? Todo apunta a que sería la propia organización ETA, a la que siguen perteneciendo los miembros del EPPK. («Ahí seguiremos, dispuestos para lo que sea»). Doy por supuesta la constante invariable de la vigencia de la democracia; todo lo mejorable que se quiera, pero democracia.
Tratándose de delitos de terrorismo, en los cuáles lo característico es atentar contra derechos fundamentales de terceras personas, supeditados a un móvil de naturaleza política que es considerado bien superior, el objetivo de la reinserción solo puede girar en torno a la renuncia de los medios empleados para conseguir esos fines. El objetivo del tratamiento penitenciario solo puede ser llevar al interno a la convicción de que los medios violentos no son válidos ni aceptables para defender ideas políticas; la renuncia a los medios, que no a las ideas.
Incorporar un elemento coyuntural en este proceso puede implicar su falseamiento. Una renuncia a los medios violentos marcada por su carácter estratégico puede resultar de dudosa consistencia para su ponderación a efectos de reinserción. Téngase en cuenta que no estamos en el presente ante un silencio brumoso que permita albergar la duda respecto a las convicciones íntimas de los internos del EPPK. Los miembros del colectivo han decidido pronunciarse comprometiendo su voluntad futura, con el riesgo que conlleva, al disminuir el grado de incertidumbre respecto a la valoración que realizan sobre los actos criminales que les han conducido a prisión. En definitiva, la radical aversión a un arrepentimiento genuino manifestada por los miembros del EPPK podría, tal vez, dificultar la determinación de un pronóstico favorable a efectos de su reinserción.
Lo que resulta evidente es que no parece que el comunicado aludido al comienzo de esta reflexión, vaya a contribuir positivamente a ninguna «solución» al problema de los presos que implique prontas excarcelaciones. En tal sentido, no puedo sino reiterar una obviedad legal: la reinserción es un derecho de la persona privada de libertad, no un deber. La obligación incumbe a la administración penitenciaria, que debería velar por poner todos los medios necesarios en orden a posibilitar que el interno ejerza, en su caso, el derecho reconocido.
Pero la cuestión penitenciaria tiene otros motivos de actualidad más allá del comunicado del EPPK comentado.
Transcurridos cuatro años de absoluto inmovilismo en este área por parte del gobierno del PP, coincidentes con el tiempo sin actividad terrorista de ETA, se extiende, en el conjunto de la sociedad vasca, la convicción de que es el momento de cambios. Ya no se pueden interpretar estos cambios como cesiones o como material de intercambio en negociaciones inconfesables. Existe así una predisposición a que se adopten algunas medidas que modifiquen, al menos, las aristas más indigestas de la actual política penitenciaria, entre las cuales destaca sobremanera el alejamiento generalizado de los presos.
Quiero dejar claro que no me parece en absoluto descabellado que el Estado, en el desarrollo de su tarea de proteger y garantizar el ejercicio de los derechos y libertades de sus ciudadanos, adopte determinadas medidas en el ámbito de la política penitenciaria que puedan contribuir al cumplimiento de dicho objetivo. En el caso concreto de delitos cometidos por personas que pertenecen a organizaciones cuya finalidad es justamente la de delinquir, parece más que razonable una intervención que, salvaguardando los derechos individuales de sus miembros, impida o dificulte la continuidad o el favorecimiento de la actividad delictiva a cargo de la organización a la que pertenecen dichas personas presas. Eso puede traducirse en lo que todo el mundo conoce como dispersión, medida contra la que, en el caso de los presos de ETA, nunca he estado – ni estoy – por considerarla perfectamente legal y legítima, en el ámbito competencial penitenciario.
Ocurre, sin embargo, que cuando se adoptó este criterio de distribución de los presos de ETA en distintos centros penitenciarios, se coló por la banda un efecto colateral inconfesable: el alejamiento. Al socaire de separar a los miembros de la organización, fueron alejados de sus lugares de residencia y de sus familiares, a quienes se les impuso el duro trance de tener que recorrer largas distancias para poder ejercer su derecho de visita y comunicación con los internos. Con ello se provocó un injustificado sufrimiento que se prolonga de manera increíble hasta la actualidad. Un castigo adicional carente de toda justificación. Para separar no hay porqué alejar. Las infraestructuras penitenciarias españolas permiten sobradamente cumplir el primer objetivo sin caer en el castigo que implica el segundo.
Es esta una reivindicación antigua, una exigencia ya reiterada en innumerables ocasiones (Para muestra dejo dos propias; bien distantes en el tiempo, como puede comprobarse). Es una demanda cuya desatención ha provocado graves consecuencias en términos de sufrimiento al entorno de las personas privadas de libertad pertenecientes a ETA. Una realidad que no se puede obviar y que hay que reconocer.
Se impone pues que los nuevos responsables del gobierno central – cuando quiera que éste se constituya – aborden con urgencia esta cuestión y pongan fin al alejamiento de los presos.
Pero volviendo al comunicado del EPPK de la semana pasada, para ir más allá de su alcance estrictamente jurídico y analizar, siquiera someramente, su significación política, veremos que la perspectiva tampoco es muy halagüeña.
Llama la atención, en primer lugar, la deliberada y reiterativa vinculación que en el comunicado se establece entre arrepentimiento y delación («no se arrepentirá ni denunciará a su miembros»), en un intento claro y evidente de superponer ambos hasta identificarlos y confundirlos, evitando así la consideración aislada de un arrepentimiento que no conlleve en modo alguno esa delación «traidora» respecto a los compañeros que, tan mala prensa tiene en ese mundo.
En el fondo, se trata con ello de arrojar una oscura sombra de desprestigio sobre aquellos excompañeros que sí han llevado a efecto reflexiones individuales autocríticas que han desembocado en el cuestionamiento radical del uso de la violencia (Vía Nanclares) deslegitimando con ello la actividad de ETA, al margen de contextualizaciones que solo esconden pretendidas justificaciones. Es tildándolos de traidores al sembrar la sospecha de infundadas denuncias a compañeros, y fomentando su desprestigio de esa manera, como creen poder conseguir frenar el impulso de la tan necesaria autocrítica deslegitimadora de la violencia.
Por otra parte, la negativa del colectivo de presos de ETA al arrepentimiento y a una reflexión crítica del uso de la violencia en el pasado supone un factor más que relevante de presión para Sortu y el conjunto de la izquierda abertzale, pues se convierte en una boya de posición que delatará la magnitud de las diferencias que puedan darse en su ámbito en el proceso de reconocimiento del daño injusto causado por la violencia de ETA. El momento de la verdad, cuando se ponga en serio sobre el tapete la legitimidad de ETA y su actuación criminal. Cuando diriman preponderancia quienes acepten la naturaleza injusta de la violencia de ETA y quienes sostengan lo encomiable de su trayectoria en el camino de la liberación nacional, esta afirmación actuará como vara de medir distancias. En plena efervescencia por conformar la memoria colectiva de la sociedad vasca en lo que al trauma de la violencia de motivación política se refiere.
Realmente es una difícil papeleta para quienes acaban de comprender la necesidad de desprenderse cuanto antes de ciertos lastres del pasado, si quieren conectar con las nuevas corrientes políticas por las que navega una buena parte de la juventud vasca. Esa es, a mi juicio, una de las significaciones políticas más relevantes de lo manifestado por el autodenominado Colectivo de Presos Políticos Vascos.
Como no soy de siesta, al terminar el café y la lectura del periódico, he trasteado con el mando de la tele, un tanto desganado y, sobre todo, desorientado, para terminar prestando atención al bullicioso debate que el segundo canal de ETB ofrece los días de labor a esta hora de la sobremesa, conducido por Klaudio Landa. Ver a Carlos, mi primo y Delegado del Gobierno, en la pantalla de fondo, ha ayudado a que tome esta decisión, porque tengo muy claro que a algunos en este país les resulta cómodo y barato – e incluso divertido – convertir su figura en diana de sus dardos políticos; la mayoría de las veces, por cierto, simplones, faltones y, especialmente, erróneos o malintencionados, pues se realizan desde la ignorancia o la manipulación de las cuestiones de fondo. Y digo esto con la tranquilidad que me brinda discrepar de muchas de sus opiniones y de no pocas de sus decisiones; siempre con el respeto y consideración que me merece y que debiera merecer a todo aquél que se precie de defender mínimamente la libertad y la democracia.
Al parecer, a petición del Delegado del Gobierno en el País Vasco, un juzgado de lo contencioso ha decretado la suspensión cautelar del txupinazo con el que iban a inaugurarse las fiestas de Ibarra, una pequeña localidad de Gipuzkoa, en atención a que iba a ser lanzado por una asociación que reúne a familiares y amigos de presos de ETA y por ser considerada esta acción como posible enaltecimiento del terrorismo y acto ofensivo hacia sus víctimas. Aquí dejo la noticia, para quien quiera los pormenores:
A partir de ahí, los participantes en la tertulia pugnaban por hacer oír sus comentarios al respecto. Una de las cuestiones que me ha llamado la atención era que, para la mayoría, el responsable de semejante atropello era el Delegado del Gobierno y/o la estrategia del PP, a quien supuestamente benefician este tipo de cuestiones allende el Ebro. Nadie parecía reparar en que se trataba de una resolución dictada por un juez, supuestamente en aplicación – errónea o acertada – de algún tipo de legalidad vigente, supongo. También me ha resultado llamativa la facilidad con la que el debate se ha deslizado hacia el enjuiciamiento y valoración de la política penitenciaria sostenida por el gobierno de Rajoy y, en concreto, de la dispersión (aunque en propiedad, no se referían a la dispersión, sino al alejamiento de los presos de ETA), dejando de lado una cuestión nada menor en el caso, cual era la decisión de designar como lanzadora del txupinazo a la referida asociación y la justificación de tal elección. El efecto, buscado o no, era evidente: se vinculaba la censura de la elección del txupinero en Ibarra con el apoyo a la política de alejamiento, mientras que se identificaba la defensa de un acercamiento de los presos y el fin de la legislación de excepción con el apoyo al acto festivo suspendido. Y venga estopa a Carlos, claro.
Bien, pues ha sido justamente esta cuestión, unida a otra que mencionaré después, lo que me ha movido a escribir estas líneas. Nunca he apoyado el alejamiento de ningún preso; ni condenado por delitos de terrorismo o similares, ni condenado por delitos comunes. Razones humanitarias, recogidas como principios orientadores en la propia legislación penitenciaria española, justifican sobradamente esta posición. Siempre he sido crítico con tal medida. Pero comparto plenamente la censura de la decisión del ayuntamiento de Ibarra de atribuir el «reconocimiento» que supone lanzar el cohete inaugural de las fiestas locales, a un colectivo cuya significación pública conocida es la de ser familiares o amigos de personas condenadas por delitos de terrorismo, siendo precisamente esta relevante circunstancia la que explica y justifica su designación como txupineros. Me lo expliquen como me lo expliquen, donde sí hay vinculación directa es entre el reconocimiento público implícito en la designación municipal y la circunstancia relevante que caracteriza al designado, lo cual equivale a reconocer «honoríficamente» de manera indirecta a personas que han vulnerado derechos humanos y que, dicho sea de paso, no parece que hayan realizado manifestación autocrítica alguna al respecto.
Por tanto, reiterando mi posición contraria a un alejamiento de presos desprovisto de razones que lo justifiquen, contrario a los principios de la propia legislación penitenciaria, que penaliza injustamente a las familias de los privados de libertad, contrario a los vientos favorecedores de la convivencia que deben soplar en Euskadi y que considero políticamente torpe y muy poco inteligente, me alegra que los honores de lanzamiento de un txupinazo festivo recaigan en personas y colectivos que generen un reconocimiento social extenso, no ajeno a valores éticos universales, pues de ética pública – y no solo de ofensas a las personas privadas que, en definitiva, eso son las víctimas – hablamos en este caso.
Lamento profundamente que este tipo de cuestiones sean abordadas desde el partidismo político y estén impregnadas de razones meramente coyunturales o de postureo, pues precisamente, tratándose de ética pública, deberían estar por encima de las legítimas diferencias que los partidos puedan sostener en sus disputas cotidianas.
Bien, lo cierto es que todo esto ha coincidido hoy con la lectura de una entrada en un blog que he leído y que me ha parecido modélica. Patxi Mendiburu, a quien cito y reproduzco sin autorización, realiza un fantástico ejercicio de «desolvido», como él dice, a través del recuerdo de otro no menos fantástico episodio sucedido hace ya muchos años, pero que atañe precisamente al padre y a la familia de una persona vinculada a la organización ETA. Este es el enlace a la entrada del citado blog:
No creo que nadie espere razonablemente oír de una asociación de familiares de presos de ETA una condena rotunda y contundente de las acciones cometidas por esta organización, pero tengo para mí que entre ese extremo y la inhibición que exhiben cuando son requeridas para cuestionar de alguna manera la violencia ejercida por ETA, tiene que haber un punto intermedio, razonable, sensato, que contribuya a fortalecer su credibilidad ante la propia sociedad. Por ejemplo, algo que invite a despejar las dudas respecto al apoyo o la justificación que dichas asociaciones puedan brindar o haber brindado al ejercicio de la violencia etarra. Tal vez, de esa manera, algunas de sus reivindicaciones adquirirían un carácter más ecuménico, imprescindible para tener más relevancia y mayor influencia política.
Pero creo que todo esto no cabe en el debate de la ETB, evidentemente.