El azar y la buena suerte, 40 años después.

Si hace 40 años me hablan de operación del corazón, me habría sonado al Dr. Barnard y Ciudad del Cabo. Aquel primer trasplante constituyó un hito histórico que dejó mucha huella. Yo lo recordaba de chaval, claro.

Y así fue como ocurrió exactamente. La mañana del 2 de abril de 1985 forma parte de esos momentos grabados de forma indeleble en mi memoria. Especialmente cuando llegó el primo Luis, radiólogo en Cruces, a comunicarme que “tenía la patata jodida” y que, tras unas pruebas, lo más probable es que tuvieran que operarme del corazón. Chúpate esa.

Es curioso que yo no crea mucho en el azar, porque el azar fue lo que me salvó la vida. Así, como suena.

Todo empezó la víspera de aquella mañana del 2 de abril. Jugué un partido de futbito con aquel glorioso equipo “Los de la Plaza”, que pregonaba orgulloso nuestras raíces laudiotarras. Antes de jugar, tomé una aspirina, porque me molestaba un poco la cabeza. El caso es que, por la noche, comencé a sentir dolor en el estómago, con vómitos y heces de color “posos de café”, esa denominación empleada en el argot médico cuando hay sangre.

A primera hora de la mañana del día siguiente, acudí al Servicio de Urgencias del ambulatorio y el bueno de Artiñano, el médico, me adelantó que sería una pequeña hemorragia estomacal de poca importancia, provocada por la aspirina, pero me recomendó que fuera al Hospital de Cruces para que me la controlaran. Así que, sin demora, aparecí en Urgencias de Cruces, donde me practicaron un lavado de estómago que confirmó la escasa entidad de mi hemorragia.

Pero cuando estás en Urgencias, te revisan las constantes básicas. Un médico me auscultó. Aún recuerdo su gesto de extrañeza y su pregunta ¿Tienes bien el corazón? ¡Ja! 24 años y como un torete. ¡Qué le voy a decir! Llamó a otro colega que le cogió el relevo para valorar lo que se oía en mi pecho. Seguido, una radiografía y un electrocardiograma. Apareció un cardiólogo. Y, por fin, cuatro horas después de haber entrado en el hospital, llegó mi primo Luis y, con él, el recuerdo de Barnard.

Volví a casa en una nube de irrealidad, sin ser plenamente consciente del significado de lo que había sucedido aquella mañana y de las repercusiones que podía tener en mi vida. Bueno, algo sí. Dejé de fumar ipso facto. El acojono ayuda que no veas.

Apenas un par de semanas después, me hicieron un ecocardiograma. El médico que estaba al cargo me hizo esperar y me llevó a un cardiólogo al que informó del resultado de la prueba. Tan urgente debió ver el asunto, que, a primeros del mes de mayo, ingresé en Cruces para hacerme un cateterismo.

Estuve una semana. La válvula aórtica no cerraba bien, cedida como estaba por la dilatación de la aorta que arranca allí mismo. Mi amiga la aorta, esa tubería principal encargada de repartir por el cuerpo la sangre debidamente oxigenada. Tenía un diámetro de algo más de siete centímetros en su parte ascendente, es decir, la colindante con el corazón. El límite máximo de la normalidad es de tres centímetros y medio. Así pues, el diagnóstico era aneurisma de aorta. Una dilatación más que severa, al punto de ruptura. Además, es una dolencia completamente asintomática. Simplemente no te enteras y cuando se rompe la arteria, te vas cagando leches, con perdón.

Lo que vieron en el cateterismo los médicos de Cruces debió tener tan mala pinta que no querían darme el alta sino operarme de inmediato. Tenían que sustituirme la válvula aórtica, pero con un trozo de salida de la propia aorta. Es decir, una prótesis compleja que aún no se había colocado en Cruces por aquella época.

Las circunstancias aconsejaron el traslado a Madrid para ponerme en manos del Dr. Rábago, cirujano cardíaco de la Clínica de la Concepción, Fundación Jiménez Díaz, que ya llevaba unas cuantas intervenciones similares.

El 12 de junio, apenas dos meses y medio después del partido de futbito y la bendita aspirina que me provocó la hemorragia estomacal (el azar) y la posterior visita a Urgencias, ingresé en “La Concha”, bien abrigado por los calores de un Madrid casi estival ya.

En todo el periplo de Madrid, siempre mi madre al lado. Cuidadora, entregada, entrañable. Desde el viaje en aquel expreso Costa Vasca, que salía de Llodio hacia las 23 horas y llegaba a Madrid a eso de las 7 horas del día siguiente, con tour de una hora de autobús al llegar por la capital del reino, porque nos confundimos de sentido al coger uno de ruta circular en la Plaza Castilla.

Siete días previos a la intervención. Estudios y análisis pertinentes. Encontrándome fenomenal, como me encontraba, fueron siete días de entretenimiento en el hospital. Escuchaba mucho “We are the world”, recién lanzada apenas un par de meses antes. Incluso algún día salimos a pasear por el Parque del Oeste. La víspera del día D me permití la licencia de volver a la infancia acompañando la juerga de un chaval de Sanlúcar de Barrameda, 11 años, vecino de habitación, que esperaba también una intervención cardíaca, tirando agua con una jeringuilla desde la ventana a la gente que pasaba.

El 19 de junio, a primera hora de la mañana, después de rasurarme entero, excepto la cabeza, me llevaron al quirófano. Me dejaron un rato solo en una sala contigua, antes de pasar. Probablemente, el momento más intenso de reflexión previo a la intervención. Conseguí acercarme al significado de no despertar después de la anestesia, a la idea de la nada. No diré que era miedo, pero sí una sensación de trascendencia muy especial.

Por fortuna, salió todo muy bien. Rábago era un auténtico maestro. Mis padres (mi padre llegó la víspera para estar presente) respiraron aliviados. Solo quedaba el posoperatorio y la recuperación.

Se dice que la memoria del ser humano tiende a suavizar el pasado y eliminar sus aspectos más dolorosos (Aunque también se puede afirmar lo contario cuando son recuerdos traumáticos). Lo cierto es que ahora, recordando aquellos días, solo me viene lo inquieto que estaba tras la operación, con una incomodidad creciente por el calor terrible de finales de junio y las ganas que tenía de volver a casa. No recuerdo dolor, ni molestias.

Paseaba a menudo por el pasillo de la planta del hospital, donde me cruzaba con otros pacientes intervenidos que también lucían su cremallera al aire, esa cicatriz en el esternón cruzada por los puntos de sutura. A mí me parecían todos muy mayores, claro. De hecho, antes de operarme los veía y me decía a mí mismo “cómo no voy a ser capaz de afrontar yo aquello si toda esa gente tan mayor ha pasado por ahí”. Una manera de fortalecer el ánimo.

Con tanto tiempo libre allí, daba para pensar mucho. Había algo recurrente: la duración de la prótesis que me habían colocado. Los viejillos no me iban a ayudar mucho, estaba claro. Yo tenía 24 y aspiraba a alguno más que aquellos compañeros de 60-70 años.

Se lo pregunté al médico cuando me dieron el alta, el 1 de julio. En realidad, le dije que esperaba que la válvula me durara 40 años, al menos. En aquel momento, me parecía toda una vida. Llegaba ya hasta «ser viejo». El doctor me dio una respuesta tan optimista como evasiva. Convenientemente traducida venía a ser un “Chi lo sa”. Normal, apenas llevaban unos pocos años colocando ese tipo de prótesis. No había aún experiencia suficiente sobre su duración.

De vuelta a casa, llegué pronto a hacer una vida prácticamente normal. Probablemente, demasiado normal. Estoy cerca del pódium de consumidores de sintrom, por antigüedad y por cantidad (calculo entre 28 y 29 kilos ingeridos en estos 40 años). Era el único recuerdo permanente del episodio. Hasta la cicatriz fue diluyéndose. Eso sí, cada 19 de junio he tenido un emotivo recuerdo de todo aquello. Casi siempre, centrado en la presencia de mi madre a mi lado aquellos días.

Y ahora, ya estoy ahí. Justo en ese momento de futuro que me intrigaba, 40 años después. Creía que iba a ser viejo, y ahora no me queda otra que reprochar a aquel jovenzuelo su atrevimiento y exageración. De cualquier manera, ha caducado el plazo deseado y me pregunto qué prórroga tendrá.

Lo curioso es que he vuelto a pasar por el quirófano – y en el mismo hospital – pero no por mi válvula vieja, sino por los caprichos de mi aorta, a la que le dio por dilatarse de nuevo 39 años después. Ahora llevo otro trozo de tubería artificial unida a la anterior.

Sea como fuere, lo importante es que hoy, justo hoy, hace 40 años, después de que el azar lo hiciera posible, volví a nacer. Y me sobran los motivos para celebrarlo.

19.6.25

Gracias por todo, Bobby

Cualquier día, se irá y todo serán obituarios desbordantes, laudatorios, enaltecimientos y veneraciones. Se multiplicarán sus seguidores y adoradores y quien más quien menos querrá estar a la altura, demostrando saber dónde está Duluth y quién era Robert Allen Zimmerman.

Así que no voy a esperar y su reciente 84 cumpleaños me parece una inmejorable ocasión para recordar quién fue, ha sido, es y será, para mí, Bob Dylan.

Todo empezó el primer año del instituto. Franco había muerto en noviembre. El mundo empezaba a girar vertiginosamente dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Adolescentes en plena transición. En aquel tiempo, el cineclub de los frailes era uno de los ejes culturales de un Llodio que también despertaba. Películas de culto que alimentaban nuestro bagaje cultureta. Entonces nos apuntábamos a todo, ávidos de conocer, curiosear y aprender.

Un día anunciaron “Concierto para Blangla Desh”. La música ya era una parte importante de nuestras vidas, lo cual a esa edad y en aquellos años requiere poca explicación. Allá fuimos, por supuesto. Era, además, un concierto con fines humanitarios, para denunciar la pobreza que asolaba el país asiático y recaudar fondos para paliarla. Inició el asunto Ravi Shankar, un para nosotros desconocido músico indio muy amigo y admirado de George Harrison, este sí, familiar por su condición de beatle. Luego fue él mismo quien nos deleitó con alguno de sus reconocidos éxitos.

Y, en éstas, apareció en escena un tipo de pelo rizado, chamarra vaquera, guitarra acústica y armónica acoplada. Qué buena pinta para nosotros. Ojos y oídos abiertos y expectantes. Cantaba en inglés y nosotros veníamos de francés, pero los subtítulos ayudaban. Qué y cómo cantaba nos hipnotizó. Una mente de 15 años ayudaba a aumentar el impacto.

¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de que le llames hombre?
¿Cuántos mares debe surcar una blanca paloma
antes de que duerma en la arena?
¿Cuántas veces tienen que volar balas de cañón antes de que sean prohibidas para siempre?
La respuesta, mi amigo, está flotando en el viento,
La respuesta está flotando en el viento.

Embelesado.

Oh, ¿dónde has estado, mi hijo de ojos azules?
Oh, ¿dónde has estado, mi querido jovencito?
He tropezado con la ladera de
doce montañas con niebla.
He caminado y me he arrastrado por
seis carreteras retorcidas.
He pisado en el medio de siete bosques tristes.
He estado frente a una docena de océanos muertos.
Me he adentrado diez mil millas en
la boca de un cementerio.
Y va a ser fuerte, y va a ser fuerte,
y va a ser fuerte, y va a ser fuerte,
y va a ser fuerte la lluvia que va a caer

Rendido.

Si tuviera que señalar un momento de aquella actuación, sería, sin duda, la interpretación de Just like a woman, flanqueado ante el micrófono por George Harrison y Leon Russell, que se acercaban a corear el estribillo con él.

Diría que después de aquel descubrimiento, fue Jose quien, probablemente en algún viejo sanyo, nos acercó de nuevo al tipo del sombreo, la guitarra y la harmónica. Quiero creer que fue en Santa Águeda, un día hermoso de romería en primavera, en los alrededores de la ermita.

También en aquella época, un fin de semana de monte, alguien llevó un comediscos al Txarlazo. Aquel aparato portátil de efímera gloria que reproducía música insertando un disco de vinilo de 45 RPM. El dueño del aparato solo llevó un single: New morning, de Dylan, claro, así que cayeron cienes y cienes de reproducciones de las cuatro canciones del single.

Llegó 3º de BUP. Dylan había publicado hacía poco Desire, uno de sus LP’s más aclamados. La historia del boxeador Huracán Carter narrada en la hipnótica Hurricane nos fue descubierta por Julia, nuestra profesora de inglés que nos deleitó durante todo el curso con la traducción de canciones de Simon y Garfunkel, Donovan, Dylan, Joan Báez, Pynk Floyd… La canción me pareció sublime. Probablemente fue la primera con la que empecé a dar el coñazo a mis próximos.

Eran también los tiempos de La Viña y su máquina de discos, magistralmente alimentada por Nandi. Oh, Sister y Mozambique sonaban con frecuencia e insistencia, además de Hurricane, por supuesto. Muchas de estas evocaciones musicales vienen ya connotadas por aquellos primeros humos y algún que otro vapor etílico.

Cuando Dylan publicó Street legal ya estaba a la expectativa. Me había convertido en seguidor incondicional e empedernido.

En 1981 conseguí mi primer tocadiscos y con él inicié mi propia colección discográfica. Ayudó mucho que Belén trabajara en una tienda de discos. Tenía acceso a lo último del mercado, así como a los catálogos de las discográficas.

A lo largo del tiempo, poco a poco, fueron cayendo, un LP tras otro. The Freewheelin, Another Side of Bob Dylan, The Times They Are A-Changin, Blonde on Blonde… en un intento por hacerme con toda su discografía cronológicamente ordenada, al tiempo que adquiría también lo que iba publicando en aquel momento, Slow Train Coming, Shot of Love, el directo Bob Dylan at Budokan o el mismísimo y denostado Saved.

Sus canciones me acompañaban a diario durante horas, mientras pasaba a limpio los apuntes de las clases de derecho, arrimado junto a la ventana de mi cuarto, con la tentación de la calle a la vista. Escribía mientras me dejaba acariciar por esa auténtica maravilla, de principio a fin, que es la banda sonora de Pat Garret y Billy The Kid.

Tiempo más tarde tuve coche. Funcionaba con gasolina y música, simultáneamente. La voz rota y quejumbrosa de Dylan ocupaba allí un lugar distinguido. Esa misma frente a la cual Aitor no podía evitar el halago: “Vaya voz de hijoputa tiene…”. ¡Como si Peter Hammill tuviera la de Plácido Domingo! Reír ha sido siempre nuestro deporte favorito.

Por supuesto, no dejé pasar las oportunidades de verle en directo. En más de una decena de ocasiones he tenido el privilegio de asistir a sus conciertos, aprovechando la asiduidad con la que se ha prodigado en Euskadi. Las tres capitales vascas han sido escenario de no pocas actuaciones de Bob Dylan. Una excelente ocasión para compartir emociones con los fans y – sí, por qué no – fanáticos, del maestro.

Recuerdo un concierto en Vitoria, en cuyas postrimerías, los más entusiastas nos amontonamos junto al escenario para vivir con más intensidad el final. A mi lado, se oyó a uno: “Parece que ha esbozado una sonrisa. Hoy está a gusto”.

Y es que sí, Dylan ha sido siempre un personaje difícil de encasillar y complicado de escrutar. Poco amigo de hacer lo que los demás esperan de él. Huraño y arisco en el escenario las más de las veces. Sin comunicación habitual con el público, escucharle un “gracias” es un triunfo. Bueno… ¿Y qué? ¿Tiene que ser todo el mundo como Springsteen? Todos los dylanianos lo sabemos, lo conocemos y se lo perdonamos. Pues ya está.

Llegó la era del CD y la discografía se diversificó en ambos soportes. Creo que el último vinilo que compré fue Under The Red Sky, del año 1990, que, muy lejos de ser imparcial, califiqué de excelente, a pesar de no ser muy bien recibido por la crítica. Guardo especialmente un entrañable recuerdo de la canción Born in Time, en la que es nada menos que David Crosby quien le hace los coros.

Recuperé el vinilo para adquirir el triple LP del concierto organizado para celebrar el trigésimo aniversario de Dylan en la música y en el que participa una pléyade de músicos increíbles, interpretando canciones suyas.

A día de hoy, reposan en una estantería de mi casa 22 elepés y 16 cedes, además de un par de biografías, las memorias de Suze Rotolo, una de sus primeras chicas, que aparece en la mítica portada de The Freewheelin, agarrada a su brazo, y varios libretos con letras de sus canciones,.

El verano de 2012, Dylan dio un concierto en Bilbao, junto al Guggenheim, que fue muy especial para mí porque acudí con Markel. Supuso mucho.

La última vez que le vi en directo fue en Donosti, en verano de 2015.

Dylan se ha ido haciendo viejo y su voz se ha deteriorado, pero su maestría para hacer canciones ha seguido latiendo con fuerza. Mantiene esa extraordinaria capacidad, que ha sido constante a lo largo de su carrera, para reinventar cada una de sus canciones con nuevos ritmos e incluso melodías, convirtiéndolas, a veces, en irreconocibles, si no fuera por la letra.

En fin, no ha dejado de acompañarme nunca. A lo largo de los últimos 50 años, ha estado siempre ahí, con mayor o menor intensidad. Y sigue estando. Incluso he abandonado alguno de mis viejos prejuicios y acepto ya sin problemas buenas versiones de sus canciones (No puedo dejar de citar It’s ll over now, baby blue, de Then, con Van Morrison y Desolation Row de My Chemical Romance).

Para alguien tan nostálgico como yo, escuchar su voz, con su peculiar manera de cantar, el sonido de su guitarra y su armónica constituye un sublime suplicio. Ese sentimiento ambivalente tan característico de la nostalgia, que supone un profundo placer al tiempo que se te encoge el corazón. Inconscientemente vuelvo a la inocencia de aquel joven de 15 años de ilusión desbordante, con ganas de cambiar el mundo y toda la vida por delante para hacerlo. Sin saberlo yo, Dylan llegó a convertirse en el crisol de esos anhelos, que fueron marchitándose luego con el paso de los años y el inevitable choque con la realidad. Por todo eso, es para mí mucho más que mi gran referencia musical. Algo de lo que, sin duda, renegaría el propio cantante.

Un día, se morirá. Y me impactará, claro, como ya lo hizo en su momento la muerte de George Harrison. Escucharé entonces Forever Young para superar el duelo, consciente de que su música, a pesar de todo, seguirá siempre conmigo. De hecho, espero que ese siempre alcance también el momento de mis cenizas.

Ojalá que todos tus deseos se hagan realidad

Ojalá siempre ayudes a los demás

Y dejes que otros te ayuden a ti

Ojalá construyas una escalera hasta las estrellas

Y subas todos los peldaños

Ojalá permanezcas siempre joven

Siempre joven, para siempre joven

Ojalá crezcas para ser justo

Ojalá crezcas para ser sincero

Ojalá siempre conozcas la verdad

Y veas las luces que te rodean

Ojalá siempre seas valiente

Te pongas derecho y seas fuerte

Ojalá permanezcas siempre joven

Siempre joven, para siempre joven

Thanks for everything, Bobby.

30.5.25

Otro dinosaurio que se va

Más de aquellos 16 años. Corría 1977. Fui al cine a ver «Ha nacido una estrella», versión recién estrenada con Barbra Streisand de protagonista y, mira tú por donde, salí encantado con el tipo que protagonizó la peli con ella. Se llamaba Kris Kristofferson y me gustó su pinta y su manera de cantar.

El año siguiente, confirmé mis amores, nuevamente en el cine, al ver «Convoy», de Sam Peckinpah y al amigo Kris, de camionero protagonista.

Con posterioridad, supe que esa canción que adoré desde que la escuché por primera vez, en la voz de la inigualable Janis Joplin, era suya. Sí, ésa, «Me and Bobby McGee». De Kristofferson.

El resto de su trayectoria musical y cinematográfica no llegó a interesarme demasiado. Pero los mencionados no son pocos motivos para dibujar una mueca de tristeza esta mañana de lunes, en la que he sabido que aquella estrella que nació para mí hace 47 años, se ha apagado. El LP con la banda sonora de «Ha nacido una estrella» fue elegido aquel año por un grandísimo amigo como regalo para su chica. También él se fue hace años y aquellas canciones se convirtieron en nostalgia dolorosa que revive ahora. Una pérdida acerca el recuerdo de la otra.

Cada vez más, esto va de despedidas. Ya, ya sé, es ley de vida, pero qué mierda. De momento, otro dinosaurio que se va.

30.9.24

Agur, Joselu

No haré un panegírico de él porque no podría evitar ser injusto por defecto, incapaz de recoger todos los motivos de alabanza y reconocimiento que atesoraba. Tan solo quiero destacar los dos espacios que tuve la fortuna de compartir con él de manera más intensa.

La creación del grupo de Gesto por la Paz de Llodio, allá por un lejano 1988. Tiempos difíciles en los que no dudó en sumar su enorme capacidad intelectual y su dedicación personal a aquel proyecto valiente y atrevido quere era la organización pacifista.

Y la participación en la Comisión Gestora que hubo de formarse en la Cofradía Sant Roque, también de Llodio, cuando en marzo de 2009 se produjo la crisis por la necesidad de modificar sus estatutos para que participaran las mujeres en la comida de hermandad. No solo no dudó en incorporarse a dicha Comisión, sino que asumió después la responsabilidad de ser mayordomo de la Cofradía durante 13 años.

He dicho que no quería extenderme, pero sí quiero señalar públicamente que José Luis Navarro Lecanda, que nos dejó ayer, era un hombre esencialmente culto y comprometido, como lo atestiguan modestamente las dos menciones anteriores, dos eslabones tan solo de una trayectoria vital marcada siempre por su vocación de compromiso con los demás.

Descanse en paz.

El cuarto de jugar

Escribiste estas líneas hace más de 15 años y hoy las reproduzco aquí porque quiero que también habiten este espacio mío, honrado al acogerlas. No me preguntes por qué he ido hoy a ellas. Lo importante es que estén.

29.11.23

Recuerdo vivamente el cuarto de jugar de la casa vieja. Era nuestra habitación, la de ambos, un pequeño universo cuajado de trastos, juguetes, libros y cachivaches, con un imborrable olor a cartera de cuero y a plumier, y entre cuyas paredes fuimos niños. Estoy seguro de que tienes frescos los partidos de fútbol que, en el espacio inverosímil que dejaban las camas, disputábamos apasionadamente después de la escuela y la merienda. Más de un cristal de la ventana roto, más de una consiguiente reprimenda, más de un balón requisado por la autoridad competente en la materia… Y sin embargo nos las ideábamos para continuar jugando, ¡sin meter ruido!, aunque fuera con la cabeza de goma de alguna muñeca de Isabel, la mayor de nuestras hermanas. Otra bronca, otro escondite inventado… ¡Cuidado, que viene papá! No entiendo todavía, créeme, cómo conseguíamos trepar y ocultarnos sobre aquel alto y enorme ropero, para hacernos un silencioso ovillo, con el corazón latiendo fuerte… y prácticamente desaparecer.
—Más os vale salir de donde estéis: Os he dicho mil veces que en casa no se juega al fútbol, y menos con la cabeza…
Mientras tanto Isa se quejaba con mamá de nuestro abuso, impotente y compungida. Ahora que lo pienso, mi portería fue siempre más pequeña que la tuya y no recuerdo que protestaras. Supongo que algún privilegio me confería el hecho de ser el mayor.
Como fuera, el recuerdo del cuarto de jugar me confirma que, de algún modo, somos hijos de las paredes que cobijaron nuestra infancia. En él dormíamos, hacíamos los deberes, montábamos el Scalextric y las carreras de ciclistas, en él nos reñimos y peleamos, nos hicimos íntimos y aprendimos a ser los niños que aún nos habitan; en él, y desde él, sellamos pactos imperecederos de fraternal lealtad.
Casi veinte años después de todo aquello, demolieron la casa vieja de la plaza en que nacimos y llegamos a vivir los siete hermanos. Han pasado casi otros veinte, que definieron nuestras vidas: Yo seguí la mía en otra ciudad, tú te hiciste un tipo conocido, sin dejar nuestro pueblo. Frecuentemente pasaban meses sin que coincidiésemos. A lo mejor leía alguna declaración tuya, la entrevista que te hacían en algún periódico… o te seguía en un debate televisivo, escuchándote con admirada atención.
Ayer leía el último correo que me enviaste y, mira por dónde, son las 4:10 de la mañana de este viernes de pos-mediado julio e, insomne como un semáforo de la ciudad dormida, pensaba precisamente en que hace siglos que no te veo. Por eso me he levantado de la cama y me he llegado al estudio: para escribirte estas líneas y para moverte a sonreír, si acaso las lees, con el recuerdo del maravilloso rincón que compartimos en nuestra infancia: aquel cuarto de jugar en el que disfrutamos como lo enanos que éramos, crecimos y cultivamos gran parte de nuestros sueños, algunos hoy reales… y en el que, sobre todo, querido Txema, quedó soldado para siempre mi corazón al tuyo.

Juanan, 20.7.08

Contra todo pronóstico

El jueves 25 de mayo fui al concierto de Joaquín Sabina, en el Wizink Center, de Madrid. No se me habría pasado por la cabeza, pero me ofrecieron la posibilidad y me animé. Contra todo pronóstico. Por nada especial. Es solo que me he vuelto perezoso para ir a grandes conciertos de música. El caso es que acabé sintiendo que ajustaba una deuda pendiente conmigo mismo, que cerraba una época. No porque Sabina esté más o menos mayor, más o menos limitado físicamente. Respecto a esto, ya estoy curando de espanto con las tres ocasiones en que he ido a ver a los Rolling Stones, entre comentarios y rumores de que era su última gira. Y eso que la primera vez fue en 1990.

No, la sensación de cierre de ciclo tenía otra causa. Solo había visto una vez a Sabina en directo. Fue nada menos que en noviembre de 1981 en aquella recordada y masiva concentración anti-OTAN que se celebró en la Ciudad Universitaria de Madrid. Entonces era un chaval de 20 años inmerso de lleno en las ilusiones políticas de la época y con un apego singular al antimilitarismo. Recuerdo que me sumé al viaje organizado por la Agrupación Socialista de Llodio (Eran otros tiempos), que fletó un autobús al efecto. Uno de esos viajes de ida y vuelta en el día. Pechada, pero merecía la pena. Había que estar. Un cuarto de millón de personas nos reunimos en aquel mitin-concierto.

Pero debo confesar que, además de ese jovial fervor antimilitarista, mi decisión estuvo muy animada por la anunciada presencia y actuación en el acto, de unos cantantes a los que acababa de descubrir apenas unos meses antes, en aquel magnífico programa de televisión de Fernando G. Tola, que se llamaba Esta noche. Efectivamente, un 28 de mayo, de hace justo hoy 42 años, la adorable Carmen Maura anunciaba una actuación musical inaudita y experimental, que rompía con los esquemas comerciales y ofrecía una primicia llena de lirismo y de marcha. Y presentaba el rollo pasota de Joaquín Sabina, Javier Krahe, Alberto Pérez y Antonio Sánchez, “cuatro juglares que hacen compatible la poesía, el humor y el compromiso personal, utilizando una herramienta bastante escasa en el panorama musical del momento: el talento”.

Arrancaron su actuación con una versión desternillante y preciosa de “El hombre puso nombre a los animales”, de mi admirado Bob Dylan. Imposible mejor alineamiento de astros. El impacto fue súbito y de una intensidad suprema. Continuaron con otras perlas, a cuál mejores, todas ellas recogidas en el LP recién publicado ese mismo año, “La Mandrágora”. Fue la primera vez que oí a Sabina (con Antonio Sánchez, entonces a su lado) ese increíble himno que es Pongamos que hablo de Madrid. Aquí dejo la actuación íntegra en el programa.

En el acto de la Ciudad Universitaria repitieron repertorio, para gozo mío. Me hice incondicional absoluto de ellos. Fui comprando sus discos y viví con tristeza su separación con el tiempo, aunque me gustaron sus trayectorias tan diferentes. Alberto Pérez con sus boleros, Krahe manteniendo su línea mordaz, ácida y humorística y Sabina con su lanzamiento al estrellato del panorama musical de habla hispana. Como tanta gente, quedé prendado de sus letras y de sus músicas y no pocas de sus canciones han formado parte de la banda sonora de mi vida.

Nada diferente, estoy seguro, a la experiencia de las otras 15.000 personas que llenaron el Wizink el día 25. “Pijos de jersey de lana, viejos verdes, azules, divorciadas en manada, abogados rojos, corredores de seguros, ganadoras de nada; el que te envida otro vaso de tubo, la que no ha tocado varón, el que no tenía nada y retuvo, un niño, un cowboy de salón; calvos con coleta, narigones farloperos, taxistas, ejecutivos, americanos de Vallecas, gacetilleros buscando la rima; y tontos con pose de gánster, y argentinas en chándal, y farmacéuticos, y camareros sin propina” Así definía el periodista Juan Soto Ivars al personal del concierto. Y no le falta razón. Es difícil no sucumbir a las historias que cuenta y canta Sabina y sentir que te llegan muy dentro.

Este tipo de conciertos suponen una catarsis colectiva en la que concurren todas las experiencias vitales personales que se anudan a cada canción. El poder evocador de la música es atronador y llena de emoción ese momento en que recreamos el sentimiento pasado y lo hacemos nuestro en el instante en que suena la música. Esa experiencia multiplicada por quince mil fue la quintaesencia del concierto de Sabina en el Wizink.

Al salir, fui consciente de que me debía a mí mismo cerrar ese círculo con Sabina y me alegré de hacerlo, 42 años después. Su trayectoria musical. mi trayectoria vital. De los 20 a los 62, caminando por la vida con mucha música. Y la suya ocupa un lugar importante entre las mejores.

28.5.23

Memoria diarreica

Uniforme de camisa blanca y corbata azulona (ese nudo siempre sesgado hacia un lado), con jersey de pico azul marino; los deliciosos recortes sobrantes de las obleas (sin consagrar) y que recibías según el propio merecimiento. La merienda (aquel pan con chocolate Chobil; o Zahor, para hacer la colección de Juanito) y a la calle, a jugar. La calle, siempre la calle, la Plaza. En el patio de las monjas chutando alguna que otra rata muerta para echárselas a las chicas. La pared del urinario con el caño todo lo largo, a ver quién iba más atrás sin que el chorro dejara de caer dentro del caño. Ojo de buey, punzón y tijerillas (Txorro, morro, piko, taio, ke) en el pórtico de la iglesia, donde también caían juegos como la cruz, sangre, policías y ladrones o aquella joya que era dólar con rayo y que no conoce casi nadie, con su morcilla estirada, napoleón revisa a sus soldados y otras varietés. Fantomas, el Zorro y cualquiera de romanos o de vaqueros en la primerísima hora de la tarde del domingo en el atiborrado cine de los frailes. La sala de la congregación, los campeonatos de futbolín y las partidas de cartas. El colegio entero dividido en blancos y azules para los juegos por la onomástica de San Juan Bautista. Conocer lo que era la jornada laboral intensiva, en este caso, de monaguillo las mañanas de los domingos para sacar unas pelas. Dunking y Bazooka para masticar, hasta que llegó el cosmos negro cuya excentricidad nos cautivó. Lo del Cheiw vendría más tarde. Siempre sin dejar de ser fieles a las pipas Facundo, con su bola amarilla en cada paquete que, si era roja en su interior, daba derecho a obtener otro de regalo.

 

La Patxa y la Bruna, los caramelos de nata a perra gorda, el regalíz de zara, los bollos secos (qué cara la mantequilla), el jariguay y más futbolín. La rana, para mayores. Los baños del sábado a base de llenar la bañera con pucheros de agua calentados en el fuego de la cocina. Albornoz amarillo y Viaje al fondo del mar. Ah, Kowalski… Clase los sábados por la mañana, pero con televisión escolar. Félix, el amigo de los animales, le decían. Y venga a ponerme medias de rombos hasta la rodilla. Aquella estufa de leña en medio de la clase de primero en los frailes… setenta pipiolos. José Puertas nos sufría y nos domaba, a medias. Vales de disciplina, concursos de catecismo. ¿He hablado ya de «Guardianes del espacio»? Guau, los thunderbirds numerados como naves espaciales y una Penélope que aún siendo muñeca, le provocaba a uno un cierto desasosiego. «Vida y color» y el mercadillo de cromos de los domingos en la plaza. Furgol, si era en septiembre-octubre. Iríbar, Sáez, Etxeberria, Aranguren, Igartua… Un patio de colegio donde éramos capaces de jugar tres o cuatro partidos simultáneos, sin confundirnos de balón. Curtis, por supuesto. Sonidos de mis mañanas: La sierra de la carpintería y los rebuznos de los burros atados apenas a treinta metros de mi cama, bajo la cuesta de San Roque.

La rivalidad entre barrios jugando a fútbol en cualquier campa. La chimbera y los balines; unas merendolas de cumpleaños surtidas más de ilusión que de suculencias. Silencio en la sala, que viene doña Pascuala. Y todos a correr. Las martinicas, que además de estallar repiqueteando al rascarlas contra la pared, te permitían, al humedecerlas, pintarte la cara de fosforito en la oscuridad. De nuevo la clase de las monjas con la tabla de multiplicar sobre el tablero que parecía un reloj y uno que salía a señalar con la regla de madera. Sí, esa que acababa inmisericorde en tu mano si la hacías y te pillaban. Dos modalidades de golpe: en la palma, con la mano extendida y en las puntas de los dedos con ellos reunidos arriba (ésta era jodida). Los colgadores de las batas y el cuarto de los ratones. Cuando había recado a la botica, caían algunas gominolas verdes de Pepe o Lola. Excelentes. Chapas y billetes de tren sobre geometrías de tiza blanca en el suelo. Pistas de iturris en la arena. El Domund con el panel del termómetro para la competición de donativos por clases. Caligrafía, puntillo, tintero, secante… toma ya. Eso sí, todo con borona de la que se comía luego el hermano Alfredo cuando su fino olfato la detectaba en clase y te la confiscaba debidamente. Las escaleras del pórtico de las monjas, el melonero y el charlatán, todo sin moverse del sitio.

Vuelvo a primer grado y la clase de Puertas, el hermano Jacinto con los boletines de notas todos los sábados. «Setenta puntos en adelante, pasen» y te soltaba la consabida barra de regalíz de zara, para humillación de quienes nunca la cataban. Los infructuosos intentos de hacer navegable el Aldaikoerreka y a secar a la cocina de chapa de la abuela, claro. Tiempos de fijador Lucky, qué bien olía. Aromas de leña con los primeros fríos. Comprando mostachones o españoles sobre papel de estraza en el Maruri, donde Miguel Urquijo, mientras pasábamos a hurtadillas el dedo por el bacalao salado para chupárnoslo después. Antorcheros desgarbados con la cara pintarrajeada de corcho negro para salir en la cabalgata. Pulgarcito, DDT, Tíovivo, el Capitán Trueno, el Jabato y el kiosko de Sarralde. Vamos a la cama, sí; con Cleo y compañía y su tonada.

Y, envuelto en esta atmósfera de recuerdos, creo que haré lo propio, que es tarde y tengo sueño. Eso sí, antes me tomaré un fortasec.

28.12.17

 

Cuarenta años no es nada

«¡25 años! ¡Twenty five years!

Pero sí, señores y señoras, amigos todos, lo hemos conseguido. Ha transcurrido un cuarto de siglo desde que comenzamos con la primera cena. Uno más desde que entramos la mayoría al insti. Y es que aquel sacrosanto edificio ha supuesto mucho para todos nosotros. Dejemos aparte los derroteros profesionales por los que, a partir de entonces, nos dirigimos cada uno. La mejor aportación que nos ha dado el INB Canciller Ayala ha sido, sin duda, la amistad que aún hoy, 25 años después, seguimos conservando. Una amistad que se cimentó en aquellos cuatro años, del 75 al 79 y que después, año tras año, hasta llegar hoy a 25, ha continuado revitalizándose en cada cena. Un acontecimiento que muchos esperamos cada año. Es el conjuro, la catarsis, la queimada en la que todos participamos; en donde renuevas tu fe en una cuadrilla de gente que estudió contigo y que ahora es tu amiga y cómplice de una época fundamental. No importa que siempre salgan las mismas anécdotas y los recuerdos de siempre, porque todos los esperamos…»

Así empezaba el editorial de la revista COU NEWS (Edición especial) que un grupo de amigos con pasado estudiantil compartido publicamos el mes de junio de 2002. Entonces celebrábamos 25 años de fidelidad a un encuentro anual gastronómico-festivo que mantenemos desde que, en el año 1977 organizamos el primero de ellos, al finalizar nuestro curso de segundo de BUP en el instituto de Llodio. Formábamos parte de la promoción que abría el nuevo plan de enseñanza, el de la EGB y el BUP y siempre que me refiero a esta etapa de nuestra vida repito fascinado una misma reflexión: al vértigo propio del cambio que experimenta cualquier persona entre los 14 y los 18 años, se sumó, en nuestro caso, el vértigo del cambio social de colosales dimensiones que se produjo en nuestra sociedad entre 1975 y 1979. Nuestros tornados personales circularon a través de un ciclón colectivo. En cierto modo, puede ser hasta curiosa nuestra «normalidad».

Complicidad ha sido la palabra clave, el sentimiento central de esta historia compartida. Hace 15 años veíamos mediada ya esta loca carrera hacia sabe dios dónde, que es la vida y aún nos encogíamos en postura fetal refugiándonos en el recuerdo presente de un tiempo pasado que nos marcó a cada uno de nosotros. Por eso, porque quedó esa huella imborrable, porque lo sabemos y lo admitimos así y porque lo reconocemos en los demás, nos sentimos cómplices.

Mary Shelley, pseudónimo de una colaboradora de la revista mencionada, escribía en 2002:

«Lo cierto es que recordar…recuerdo pocas cosas. Me acuerdo, eso sí, del principio y del final. El primer día, tan pequeños, tan poco intimidados por aquel mundo nuevo y por la mirada entre curiosa y burlona de los veteranos. Y las últimas semanas: la lenta despedida, aquella cuenta atrás vivida con la aguda conciencia de que cada día era irrepetible, de que estábamos construyendo un recuerdo futuro. Apurábamos la copa atenta, minuciosamente. Después serían el adiós y la diáspora. En medio, cuatro años atravesando un embudo inverso, expandiéndonos, haciéndonos más nosotros mismos.»

Morrison&Batiatto, otro colaborador de la revista, recogía así sus impresiones, contribuyendo a ese minitratado de la nostalgia en que se convirtió la publicación:

«Yo recuerdo el día de la selectividad como uno de los más tristes de mi vida, porque cuando volvimos de Vitoria y me despedí de todos, me senté en las escaleras del portal de casa y comprendí entonces que todo se había acabado, que estaba más solo que la una y que así seguiría estando toda mi vida…porque, aunque os parezca exagerado, lo que vives a los 17 años es la esencia, el jugo de tu existencia…y después no hay más…es una contínua búsqueda, un contínuo querer volver a entonces…

Aquel día en Vitoria fue un comprimido de lo que habíamos sido y vivido en el instituto, pero It’s the end, my friend, me dije parafreaseando a Jim Morrison.

Por eso, la nostalgia me sigue invadiendo cada vez que paso junto al instituto y por eso sé que toda aquella época es irrecuperable y que todas esas sensaciones que se agolpan en mi cabeza y que resisten al implacable acoso del tiempo serán siempre solo eso, sensaciones y nada más…»Cuando pienso en cómo he malgastado mi tiempo, que no volverá más…»

Y acabo las citas con este otro fragmento nuevamente del artículo de Mary Shelley:

«Entonces…¿A santo de qué tanta nostalgia? ¿Qué tienen ellos que nosotros hayamos perdido en el camino? La añoranza, cumplidos los cuarenta, es el deseo de tiempo por delante, de futuro, de camino largo e incierto por construir, visto desde las certidumbres del presente. Por paradógico que sea, la nostalgia mira en realidad hacia delante, rebota en un espejo roto y cambia de sentido. Andamos en busca de un futuro abierto, no de ese ayer ya clausurado, impreciso, reinventado (¡Nuestro!).»

Este viernes, 9 de junio, volvemos a reunirnos el grupo de amigos excompañeros del insti. Son 40 años ya. El valor simbólico de las cifras redondas. Volverán las sonrisas y los saludos cómplices y se repetirán los ritos, las chanzas, los recuerdos, la música… la vida está ya más que mediada y aún mantenemos la ilusión del encuentro. Brindaremos porque no desaparezca nunca, con más nostalgia de futuro, tal vez, que nunca.

8.6.17

 

 

 

La Viña

Atribuyen a Rilke, el poeta, la expresión “Mi patria es mi infancia”, que causó después fortuna entre otras mucha gentes. Yo ampliaré la mía a la adolescencia y primera juventud, tiempos de flores abiertas a la vida, descubrimientos, ilusiones y torbellinos emocionales. En medio de todo ello, hubo espacios que cobraron una trascendencia singular en nuestras vidas. Uno de ellos se me va ahora. Se va, como se fueron y se van otros trocitos de corazón, con el transcurrir de los años: los edificios, los lugares, las personas…La nostalgia se abre paso con andar poderoso.

Nuestros primeros vinos (antes que la cerveza), las partidas de cartas, el refugio de las piras de clase, el lugar de reunión y, sobre todo, la música. La emoción intensa a través de la jukebox de la esquina, junto a la ventana, entre humos de tabaco y sabores etílicos. Descubriendo la vida al son de Lou Reed, Dylan, Chicago, Cat Stevens, Pynk Floyd o Benito Lertxundi. Fue un espacio mágico durante los años del gran vértigo individual, grupal y social. Más adelante, siguió siendo el remanso tranquilo para la charla, la buena música o la juerga con el baile, cuando la ocasión era propicia.

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La sombra del abnegado trabajo, a lo largo de más de cuarenta años, de Fernando, de Edurne, de Pantxi, de MariLuz, de Sara y de Nandi desaparece físicamente de la esquina donde lucía para los demás. Ahora me queda el consuelo de que jamás se borrará del corazón de tantos llodianos como hemos tenido el privilegio y el placer de incorporarlo a nuestra pequeña patria vital.

Publicado en Aiaraldea, Laudio, 21 de octubre de 2015.

Carácter: una seña de identidad

Corría el año 1972 y el Colegio La Salle, los «frailes» de Llodio, dejaba de ofertar la recién implantada EGB para centrarse en la Formación Profesional, así que quienes estudiábamos allí tuvimos que emigrar a los colegios entonces llamados «nacionales». Lamuza, en concreto, nos acogió a todos durante unos meses, hasta que terminaron las obras de los nuevos «Gregorio Marañón», en Ugarte y «Ortega y Gasset» y Menéndez Pidal» en Lateorro. Al comienzo de aquel curso, nos plantearon en el colegio la posibilidad de apuntarnos a algún deporte y, claro, todos al fútbol, única práctica deportiva conocida en el patio de los frailes, aparte de pelota en el frontón. Sin embargo, para nuestra sorpresa, no había opción a fútbol en Lamuza, solo baloncesto, balonmano y balonvolea. ¡Toma ya!. De los dos últimos apenas sabíamos nada, así que la familiaridad que el inolvidable Torneo de Navidad nos brindaba con el primero, hizo que la cuadrilla de amigos nos apuntáramos al deporte de la canasta. De esta curiosa circunstancia nació mi pasión por el basket.

LAMUZA BALONCESTO 7º 8º EGB

El paso del torneo inter-escolar al equipo juvenil del Llodio BC, la edición veraniega de los partidos en La Plaza, con equipos de primera división (Kas, Águilas, Caja de Álava, Askatuak…), los años del sénior en categoría provincial, el fin de mi etapa como jugador y el inicio de la de entrenador, el ascenso a Tercera, mi alejamiento del Llodio, BC, las primeras visitas a Mendizorroza a ver al Baskonia, la cuadrilla de Amurrio con las gabardinas como embrión de peña, el primer título del club en Villanueva de la Serena, el espectáculo de «superbeltza» Hollis …

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Todos ellos fueron eslabones de una cadena que fue consolidando mi afición a este hermoso deporte. Cierto es que, poco a poco, mi relación con el baloncesto fue circunscribiéndose al seguimiento del Baskonia. El crecimiento de este Club era evidente. El traslado de Mendizorroza a Zurbano, la llegada de Herb Brown, siempre de pie en los partidos, con su canuto de papel en la mano, la era del inolvidable y entrañable Sheriff Manel Comas, con su peculiar forma de ser… Mis visitas al pabellón se hicieron cada vez más frecuentes.

Un hito inolvidable para mí fue la primera final europea del Baskonia, en Lausanne, año 1994. El desplazamiento de unos tres mil seguidores baskonistas el 15 de marzo a la ciudad suiza constituyó un acontecimiento espectacular, con un carácter festivo y una manera de animar que caló entre todos quienes tuvieron la fortuna de estar presentes en el pabellón e incluso en las calles, incluida expresamente la policía suiza, que aplaudió a la afición por su magnífico comportamiento, al término del partido. Rubén Gazapo recoge en su estupendo blog baskonistas.com, entre otras cosas, lo siguiente: «Un apoyo que tuvo mayor  mérito cuando tras el final del partido y el resultado desfavorable (91-81) que indicaba que la Recopa se iba a Eslovenia, todos los seguidores vitorianos nos quedamos durante una hora animando, cantando y apoyando a nuestros equipo pese a la derrota. Está final comenzó a colocar al Baskonia y sus aficionados en el escaparate del basket FIBA y marcar las bases para aspiraciones mayores en Europa

Llegaron después más finales y, por fin, el título de la Recopa 1996. El Baskonia seguía creciendo y su afición comenzaba a mostrar algunas características con las que se hizo acreedora del reconocimiento y la admiración de una gran parte del mundillo baloncestístico español y europeo: incansables en la animación, fieles al equipo en la victoria y en la derrota, respeto y reconocimiento al rival y espíritu lúdico y musical. Las copas del Rey fueron el mejor escaparate para lucir esta manera de ser baskonista. En pabellones y calles de varias ciudades españolas aún recuerdan el paso de la marea azulgrana, especialmente a los sones de la incansable txaranga.

Tras el susto que nos brindó Scariolo «casiganando» aquella primera liga, que finalmente se fue a Manresa, y tras algunos sobresaltos en el banquillo, llegó la época Dusko Ivanovic. Para entonces, a finales de siglo, yo me había hecho ya abonado del Baskonia, por supuesto sin la más mínima intención de transmitir mi afición a este deporte a Markel y muy lejos de pretender influencia paternal alguna, claro, claro. Bueno, que fuimos los dos abonados.

Con Dusko se inició la década prodigiosa. Seguía con el club un patrocinador importante y comprometido como pocos en el mundo empresarial, TAULELL, de Castellón, frente a cuya fidelidad, 22 años, por mucho que respondiera a motivos comerciales y económicos, hay que quitarse el sombrero. Su apoyo económico permitió a Saski Baskonia disfrutar de un potente estatus económico y ello le permitió competir con dignidad en el mercado de fichajes, aunque es verdad también que el acierto en el mercado de futuros ayudó lo suyo en la cuestión económica, al tiempo que contribuía al crecimiento deportivo, toda vez que se inició una dinámica de inversión rentable con el desarrollo de jugadores fichados muy jóvenes cuya madurez baloncestística permitió una salida ventajosa para el club.

La presencia en las finales de las competiciones que se disputaban comenzó a ser casi una costumbre. Grato recuerdo de aquella final de la primera edición de la euroliga, en 2001, el play off contra el mejor Virtus de Bolonia de la historia.

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Y, con las finales, los trofeos. Ligas y copas engrosaron la vitrina del club y convirtieron en familiar la imagen de la Plaza de la Virgen Blanca abarrotada de seguidores celebrando los logros del equipo con sus componentes. La primera Final-four para el equipo, en mayo de 2005 también fue un acontecimiento que viví personalmente y de manera muy intensa. Inolvidable la perplejidad de los seguidores macabeos cuando, tras recibir ellos el trofeo de campeón y celebrarlo debidamente, observan que los seiscientos baskonistas presentes seguíamos incansables con nuestros gritos, canciones y bailes, apoyando a nuestro equipo. Más de uno pensaría que si así celebrábamos la derrota, qué habríamos hecho en caso de haber ganado.

Tales eran los éxitos, que la afición creció. El Buesa Arena se llenaba varias veces a lo largo de cada temporada y, entre la idea de continuar con el crecimiento del club y la de organizar algún día una Final-four, Querejeta se marcó como objetivo – y consiguió – ampliar el pabellón hasta las 15.500 plazas con que cuenta actualmente.

Pero llegó la crisis y sus consecuencias se hicieron notar en la capacidad económica de un club que, a diferencia del Real Madrid y el FC Barcelona, no tenía el paraguas de una estructura futbolera y dependía de los patrocinios públicos y privados, ambos claramente menguantes. Baskonia volvió a vestir sus ropajes más modestos a la hora de fichar jugadores y, para más desgracia, tampoco ayudó mucho el resultado de los realizados como inversión, donde llevamos unos años de sequía. Y con esa disminución de capacidad económica también llegó el bajón en los resultados deportivos. Y ahí andamos hoy en día.

Este fin de semana comienza una nueva edición de la Liga ACB y este es el motivo de esta reflexión. A nadie se le escapa que el ambiente en el Buesa Arena ha cambiado mucho en los últimos años. Es probable que la llegada de nuevos aficionados, muchos de ellos atraídos por el calor de los triunfos, haya provocado incorporaciones que desconocen la historia, la trayectoria y, sobre todo, el espíritu originario y original de este club y de su afición. Crecer es imprescindible y hacerlo en masa social es uno de los pilares básicos del futuro, pero tan importante como lo cuantitativo es, en este caso, lo cualitativo. Hay que crecer bien y eso implica mantener la filosofía de marca Baskonia.

Por encima de todo, hay que valorar en su justa dimensión la década que vivimos a comienzos de siglo. Algo que muchos llegaron a considerar como normal, a base de repetirse, pero que constituyó un auténtico milagro, aunque obraran manos terrenales en su materialización, como el propio Querejeta, Alfredo Salazar o Dusko Ivanovic. Codearse con lo más granado, florido y poderoso del baloncesto continental durante diez años no está a la altura de cualquiera. Y menos de un club de ciudad pequeña, como Vitoria, con un radio de influencia poblacional tampoco excesivamente grande. Nuestra historia nos dice que Baskonia era un club modesto. Con aspiraciones de ser grande, pero siempre modesto por posibilidades y capacidad. Llegó a la cumbre con sacrificio, trabajo y su correspondiente dosis de suerte y allí se mantuvo durante años. Un auténtico lujazo. Pero eso acabó. Ahora es ya historia y volvemos, en cierto modo, a otro momento pasado, el de la lucha por estar entre los mejores, aspirando a ganar a los grandes pero, sobre todo, a no perder nuestra seña de identidad: competir siempre con carácter.

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La afición tiene que recuperar ese espíritu de apoyo incansable al equipo, donde no caben murmullos desaprobatorios durante los partidos, referidos a nuestros jugadores (de los pitos ya ni hablo). Hemos de resituar nuestros objetivos y ser capaces de volver a ilusionarnos con metas más asequibles y al alcance del equipo confeccionado para esta temporada: entrar en la copa y pelear en ella, llegar a semifinales de liga, al Top 16 en la Euroliga….Y digo ilusionarnos, que no conformarnos. Aspirar a lo más no es incompatible con volver a sentir ilusión y valorar otros logros que tiene su enorme mérito para un club como es el Baskonia.

La exigencia para los Causeur, Adams, James, Hanga, Corbacho, Tillie, Bourousis, Planinic, Blazic, Bertans, los Diop y el propio Perasovic, debe ser una: preservar la identidad de la que hablaba antes. La demostración de ese carácter indomable que debe aportar al equipo un plus de competitividad. Las ganas, la pelea, el coraje, la moral irreductible, la comunión con la grada. Estar en competición con hambre siempre, aunque vengan mal dadas. Los jugadores y los aficionados. Carácter Baskonia. Todo eso, y no los títulos, constituye nuestra identidad. Con ella lucharemos por todo, pero sobre todo, con ella, disfrutaremos más con nuestro equipo y con nuestro deporte.

Son, como ves, amable lector, unas líneas muy personales y hasta emotivas. Por ello, tal vez de interés muy relativo. Pero reflejo de esa parte tan importante para mí, como es la pasión. En este caso, la pasión por el deporte de la canasta y por un equipo singular: el Baskonia.

8.10.15