A nadie se le escapa la brutal carga simbólica que Madrid tiene en todos los órdenes respecto al conjunto de España. Sin duda, su condición de capital del Estado obra de manera determinante en tal sentido. Todo es más grande, todo es más importante, todo es más trascendente. Y tal vez es esa diferente dimensión de todas las cosas lo que más me ha chocado en los dos meses largos que llevo trabajando allí.
La memoria histórica, incluso a pesar de lo controvertido del propio término, ha sido uno de los asuntos presentes en la política española desde mediados de la primera década del presente siglo, constituyendo uno de los momentos álgidos de esta notoriedad, la aprobación por las Cortes Generales de la Ley 52/2007, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura, impulsada por el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero.
La aplicación de esta Ley, en términos generales, ha sido más bien irregular y ha dejado mucho que desear, con notorios y graves incumplimientos por parte de numerosas administraciones. Entre ellas, se encuentran las de Madrid, tanto su Comunidad como su Ayuntamiento, que se han caracterizado por su renuencia a dar paso alguno en la dirección impuesta por la referida Ley. No es mi intención ahora analizar con minuciosidad este incumplimiento, más allá del significado político de dicha actitud.
Como decía al principio, Madrid es el gran símbolo nacional. Por ello, el muro de contención levantado por el Partido Popular desde la Comunidad y el Ayuntamiento en sus años de gobierno frente a la aplicación de la Ley y frente a las reivindicaciones de los sectores que lo demandaban, gozaba de una significación especial: La resistencia a aceptar plenamente la filosofía que trufa la Ley de 2007, desarrollada en su cuidada exposición de motivos, como postulado político esencial del partido. La realidad es que el PP no ha tenido empacho alguno – al contrario – en levantar la bandera de la oposición a cualquier medida que supusiera cumplimiento legal. Cumplimiento de una Ley vigente, por cierto, puesto que ni con la mayoría absoluta de la que ha gozado en esta última legislatura, se ha avenido a derogarla, al menos de derecho (lo del vaciado del presupuesto supuso una suerte de derogación de facto).
Con el nuevo gobierno municipal surgido tras las últimas elecciones y bajo el mandato de la alcaldesa Manuela Carmena, el Ayuntamiento está dando los pasos necesarios para subsanar esa anomalía y, a través de una figura creada hace tres meses, el Comisionado de Memoria Histórica, pretende implementar cuantas medidas resulten convenientes para dar cumplimiento a la Ley y para promover una política pública de Memoria en la ciudad de Madrid. Los primeros pasos ya se han dado y, entre ellos, destaca su primera propuesta en relación a la modificación del callejero de la capital, cuestión mediática y polémica donde las haya, que levanta pasiones y suscita polémicas.
Publicitada la pasada semana esta primera propuesta elaborada por el Comisionado, de retirada de algunas calles y consiguiente nueva denominación de las mismas, los miembros del citado órgano han querido defender su trabajo a través de un artículo publicado en el periódico El País el día 26 de julio. Por su gran interés, lo reproduzco a continuación:
Una medida pedagógica
«Los abajo firmantes hemos sido encargados por el Ayuntamiento de Madrid de revisar el callejero y la simbología existente en lugares públicos con el fin de cumplir el artículo 15 de la Ley 52/2007 (habitualmente conocida como Ley de la Memoria Histórica y referida a la reparación debida a las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo), que exige la retirada de todo símbolo público que exalte la sublevación militar, la Guerra Civil o la represión de la dictadura franquista. Querríamos hoy justificar públicamente nuestra tarea.
Las medidas reparatorias que unas autoridades democráticas deben tomar después de un período de guerra civil o dictadura constituyen un terreno de gran complejidad en términos de filosofía y ética política. Hay que rechazar, desde luego, todo ánimo revanchista. No se trata de enmendar la historia, ni de demostrar que han llegado ahora al poder quienes perdieron la guerra hace ochenta años.
Tampoco nos hemos dejado llevar por la idea, expuesta por el filósofo Georges Santayana, de que los pueblos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo.
El recuerdo ayuda, sin duda, a prevenir riesgos futuros. Pero el pasado no se repite de manera mecánica y fatal. La ley de la historia es más bien el cambio, y uno de esos cambios son las transiciones a la democracia. En el caso español, hay muchas razones para creer que acontecimientos trágicos como los iniciados en 1936 no volverán a ocurrir. La sociedad ha cambiado radicalmente, se ha elevado nuestro nivel económico y cultural, hay una democracia estabilizada y han desaparecido aquellas pasiones políticas que llevaron a la gente a la barbarie del exterminio mutuo.
Tampoco nos guía la idea de hacer justicia, en sentido literal del término, es decir, restaurar la situación en el estado en que estuvo antes de que se conculcara el derecho. Esto es raras veces posible, y menos aún cuando ha transcurrido tanto tiempo.
Nadie puede devolver la vida a los que la perdieron, ni la juventud a quienes la pasaron en la cárcel, en el exilio o como miembros de una familia que, además de haber perdido a un ser querido, se vio obligada a vivir en el oprobio y la marginación. Lo único que ahora podemos hacer es rehabilitarles moralmente, pagar la deuda política y simbólica que tenemos con esas víctimas. Hay que proclamar en voz alta y delante de todos que muchos españoles sufrieron un tratamiento inmerecido y que sus familias pueden y deben caminar hoy con la cabeza bien alta. Si alguien debe sentir vergüenza somos los demás, por haber tardado tanto tiempo en rendirles este homenaje.
La razón más profunda que inspira medidas de este tipo fue explicada hace tiempo por Pablo de Greiff, comisionado de la ONU para el caso español, que visitó este país hace tres años y elaboró un informe muy crítico hacia la actitud de las autoridades españolas en este problema. Según él, estas medidas se justifican porque es necesario aumentar la confianza de los ciudadanos entre sí y entre ellos y las instituciones públicas. Las instituciones que toleran que una parte de la ciudadanía cargue con un tratamiento injusto se desprestigian. Quienes gobiernan una sociedad deben dejar patente que se guían por los valores y normas dominantes entre el conjunto de los ciudadanos.
No se trata, pues, de establecer una versión canónica del pasado que fije los méritos y responsabilidades de cada uno en conflictos internos muy complejos y las deudas derivadas de tales actuaciones. Tampoco de adentrarnos en pantanosos debates sobre la personalidad colectiva ni de hacer proyecciones de culpas y méritos pretéritos sobre grupos sociales del presente. Se trata de resolver un problema de los ciudadanos españoles actuales. Se trata de fortalecer nuestra democracia, nuestras instituciones y nuestra moral cívica.
A partir de estas consideraciones, nuestro grupo ha trabajado sobre una treintena de calles cuya nomenclatura había sido cuestionada por Juntas de Distrito, asociaciones de vecinos o de memoria histórica o ciudadanos particulares. Y hemos acordado una primera propuesta sobre los casos más llamativos: principalmente, personajes que participaron de manera destacada en la rebelión militar de 1936 u ostentaron altos cargos del régimen represivo establecido en 1939.
Aunque otorgar nuevas denominaciones a esas vías públicas no era exactamente nuestra función (pues esto implica una voluntad política y debe corresponder por tanto a los órganos representativos de la ciudadanía madrileña), nos hemos atrevido también a lanzar, como sugerencias, una serie de propuestas alternativas. Con ello tratamos de facilitar la adecuación del callejero de esta ciudad a los valores cívicos y democráticos que corresponden al Madrid del siglo XXI. En este espíritu, hemos pensado que se debía homenajear a mujeres ilustres, a instituciones pedagógicas o personajes del mundo de la cultura que contribuyeron a engrandecer nuestro patrimonio inmaterial en tiempos difíciles y a políticos destacados por haber adoptado posiciones conciliatorias.
De los 27 nombres que proponemos, un tercio son meras reposiciones de denominaciones anteriores a 1939, o referencias geográficas políticamente neutras. Casi otros tantos se refieren a literatos o títulos literarios de relieve. Y el resto se reparten entre ideales abstractos (Inteligencia, Memoria, Concordia), personajes políticos (un comunista, un socialista y un anarquista, conocidos los tres por su espíritu apaciguador), mujeres (una falangista / feminista y una fiscal de violencia de género), militares (un republicano de 1936 y un liberal progresista del XIX) y asociaciones pedagógicas como la Institución Libre de Enseñanza.
El conjunto nos parece equilibrado. Hay, desde luego, lagunas, como la de los científicos, menos abundantes de lo deseable en la historia de este país, pero que por esa misma razón deben ser exaltados y celebrados con mayor fuerza. Habrá una segunda propuesta donde se intentará compensar esta y otras carencias.
La función de una medida de este tipo debe ser, sobre todo, pedagógica. No en sentido estricto, pues no queremos dar una lección de historia, ni mucho menos imponer una determinada versión del pasado. Pero sí en el de restaurar y fortalecer esa confianza entre los conciudadanos que una guerra civil rompe; la confianza de ellos entre sí y la de todos en unas instituciones que por ser democráticas debemos sentir como nuestras.
Unas instituciones que han de encarnar la justicia y han de reconocer y proclamar, en nombre de la comunidad, que entre 1939 y 1975 se cometieron actos y se vivieron situaciones de violencia que afectaron de manera injusta a muchos de nuestros conciudadanos. La democracia debe reconocerlo para disfrutar así de la confianza de todos. Sólo cuando se restablezca esa confianza se podrán considerar cerradas las heridas y extinguidas las deudas y responsabilidades.
Firmado: La Presidenta del Comisionado, Paquita Sauquillo, el vicepresidente, José Álvarez Junco y el resto de sus vocales: Teresa Arenillas, Octavio Ruiz Manjón, Andrés Trapiello, Santos Uría y Amelia Valcárcel.»
26.7.16
Está muy bien. También podíais cambiar Carlos V por la Glorieta de Atocha, que al fin y al cabo, es como la conocemos los madrileños….y Cánovas del Castillo por la Plaza de Neptuno…y así, una y otra y otra….Muchas calle y plazas en Madrid llevan un nombre y los madrileños las denominamos de otra manera¡¡¡¡
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