Este texto constituye el capítulo 5 del libro «El movimiento de Víctimas del Terrorismo. Balance de una trayectoria», editado por Antonio Rivera y Eduardo Mateo, a partir de las aportaciones realizadas por los participantes en el XVIII Seminario de la Fundación Fernando Buesa, celebrado, bajo ese mismo título, en el mes de noviembre del malhadado 2020.

Tengo que abrir estas líneas reconociendo el trabajo de la entidad que me invita a pensar y escribir en esta ocasión. Agradezco a la Fundación Fernando Buesa haber considerado que mi experiencia podría aportar algo a la reflexión planteada en esta publicación. Gracias también a esta Fundación, por haber constituido durante todos estos años una organización de referencia en el mundo de las víctimas, en general, y en el asociativo, en particular, donde las aguas no siempre han bajado tranquilas y donde los vaivenes son frecuentes y no siempre sencillos de gestionar y conducir. En un clima en el que predomina la visceralidad, la Fundación Fernando Buesa ha sido capaz de mantenerse como referencia imprescindible de sensatez ética y – por qué no – política, asumiendo con éxito una cierta responsabilidad para actuar como crisol del conjunto del movimiento asociativo en momentos, insisto, muy complicados.
Bien, la respuesta que ofrece el Estado a la comisión de un delito violento consiste básicamente en la investigación policial del mismo, la puesta a disposición de la administración de justicia del resultado de dicha investigación y la celebración de un juicio en el que se establezca, en caso de prueba suficiente, la autoría y las circunstancias relevantes del hecho delictivo, impartiendo justicia mediante la fijación de una condena para el responsable y una reparación exclusivamente material para la víctima. En definitiva, y en términos muy elementales, estamos hablando de verdad, justicia y reparación.
Esta respuesta del Estado a las víctimas de delitos violentos es aplicable también a las víctimas del terrorismo, si bien existen – o deben existir – algunos elementos adicionales que completen la triada “verdad, justicia y reparación”, básica en el derecho internacional de los derechos humanos.
En primer lugar, me referiré a la memoria. Cuando hablamos de terrorismo, especialmente el protagonizado por la organización ETA, nos referimos a una violencia política continuada en el tiempo que ha provocado un trauma en la sociedad, con vulneraciones sistemáticas de Derechos Humanos. Hoy en día existe un importante consenso a nivel internacional respecto a la necesidad de llevar a cabo políticas de memoria como factor esencial para consolidar las garantías de no repetición de las mencionadas violaciones de Derechos Humanos, así como para contribuir a la deslegitimación de esa violencia política.
En segundo lugar, hemos de considerar que la violencia terrorista padecida en nuestro país ha sido de naturaleza política, frente a otras que han justificado sus acciones, por ejemplo, en motivaciones religiosas. Ello tiene como consecuencia que sus víctimas queden impregnadas por esa significación política que impulsó al perpetrador.
En este sentido, es preciso subrayar que uno de los aspectos positivos, de los muchos que tiene la Ley 4/2008, de 19 de junio, de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo, aprobada por el Parlamento Vasco, es la incorporación en su texto articulado de la mencionada significación política de las víctimas del terrorismo como parte esencial de la memoria debida a ellas y con una magnífica explicación además de dicha idea en la exposición de motivos.
“Significado político, en tanto en cuanto con su eliminación (la de las víctimas) les está negando no solo su derecho a la vida sino su derecho a la ciudadanía”.
Esta significación política de las víctimas del terrorismo debe implicar una consideración especial a la hora de hacer realidad su derecho a la reparación. En efecto, si la reparación en los casos de delitos violentos se centra fundamentalmente en contenidos materiales, en los delitos de terrorismo, cuyas víctimas lo son de violaciones de derechos humanos, debe incorporarse como elemento esencial el elemento de la reparación moral. Y en lo que nos importa ahora, esa reparación moral ha de concretarse en reconocimiento. Un reconocimiento vinculado y correlativo a la significación política del acto que provoca la propia existencia de la víctima.
Como dice el artículo 8.2, in fine, de la citada Ley de Víctimas del Terrorismo del País Vasco “La significación política de las víctimas del terrorismo exige el reconocimiento social de su ciudadanía”.
Por último, como elemento diferencial, no podemos olvidar el carácter vicario de las víctimas del terrorismo. Estamos ante una violencia ejercida contra el conjunto de la sociedad. El terrorista atenta contra ese conjunto, si bien concreta su ataque en las personas que, en cada momento y en función de circunstancias diversas, son elegidas como víctimas.
Este carácter vicario genera una obligación de solidaridad por parte de la sociedad hacia las víctimas que no está presente de igual manera en el resto de los delitos violentos.
Cuanto antecede podría constituir la respuesta idónea del Estado a las víctimas del terrorismo. Pero es evidente que se trata de un desiderátum hacia el que debemos avanzar y que debe permanecer como aspiración final de las políticas públicas de víctimas. En este sentido, podemos afirmar que España presenta una situación bastante satisfactoria. Contamos con un sistema legislativo sobre víctimas del terrorismo, compuesto por la legislación estatal más las normas de carácter autonómico, allá donde han sido aprobadas, que se sitúa a la cabeza en la protección de los derechos de dicho colectivo.
Sin embrago, conviene recordar que esto no ha sido así en el tiempo, obviamente. La invisibilidad de las víctimas del terrorismo fue la tónica en la sociedad vasca y en la española – sí, también en la española – durante demasiado tiempo. Muchos años de ostracismo, ninguneo, desatención, falta de empatía y solidaridad que dejaron, en muchas de ellas, otra dolorosa huella añadida al dolor provocado por la violencia.
Fue en la segunda mitad de la década de los 90, cuando las víctimas del terrorismo comenzaron a ocupar un espacio central en la agenda pública, en la agenda política, y pasaron a ser visibles para la sociedad.
Un factor determinante para este cambio lo constituyó la acción firme y decidida de las propias víctimas y la iniciativa de algunas de ellas, a través de sus asociaciones, que se fijaron como objetivo la defensa de sus derechos y sus intereses y la consecución de su visibilidad ante una sociedad que miraba con demasiada frecuencia hacia otra parte.
Igualmente resultó también crucial en este proceso de mayor visibilidad de las víctimas en el espacio público, la nueva estrategia adoptada por ETA al elegir sus objetivos considerando de manera esencial la relevancia política de los mismos. Ello contribuyó a que las nuevas víctimas tuvieran un mayor renombre público, incrementándose así el eco de los atentados a nivel informativo y el consiguiente impacto social generado.
El asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un elemento clave en este proceso. La extensión temporal del drama a varios días permitió consolidar la identidad y la personalización de la víctima, contribuyendo a crear un clima emocional que propició una respuesta social sin precedentes. A partir de ese momento, fue ya difícil disociar la tragedia de los atentados de la personalidad concreta de las víctimas. Los poderes públicos se hicieron eco de este cambio de percepción social hacia la problemática de las víctimas del terrorismo, plasmándose en la Ley de Solidaridad aprobada en octubre de 1999.
Por lo que respecta a Euskadi, la reacción social surgida contra la violencia en la segunda década de los años ochenta tampoco fue ajena al fenómeno de la invisibilidad de las víctimas del terrorismo. No nació como un movimiento de solidaridad con las personas que sufrían la violencia. Fueron movimientos de respuesta y rechazo a la violencia esencialmente. De alguna manera, podemos decir que también llegamos tarde a esa solidaridad.
Bien es verdad que el propio trabajo de sensibilización y concienciación en el seno de la sociedad vasca condujo indefectiblemente al movimiento pacifista hacia las víctimas del terrorismo en pocos años, dando lugar a las primeras muestras de solidaridad y proximidad antes de que ocuparan ese espacio central que les era negado por el conjunto de la sociedad en el espacio público y en la agenda política.
Pero la desatención sufrida por las víctimas del terrorismo no fue solo específica de Euskadi. Es más, nosotros hemos hecho autocrítica en ese sentido, reconociendo los déficits que hemos tenido en relación a la actitud mantenida hacia las personas que sufrieron la violencia terrorista. Por contra, no se han oído demasiadas voces respecto a esta misma cuestión en el resto de España, siendo así que el problema de la soledad y la desatención fue común a todo el territorio español, sus administraciones públicas y su ciudadanía.
Cuántas quejas tuvimos oportunidad de escuchar desde la Dirección de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco procedentes de víctimas de primera hornada, de aquellos primeros años 80. Sobre todo, entre miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, viudas de agentes de la Policía Nacional o de la Guardia Civil o heridos, que se quejaban amargamente de la desatención de la que eran objeto por parte de sus propias instituciones, no solamente del Estado, de la propia ciudadanía española y, lo que aún les resultaba más doloroso, incluso de los propios cuerpos a los que pertenecían, de sus propios mandos. Quejas amargas, en ocasiones, por lo que consideraban un auténtico maltrato.
Curiosamente es un fenómeno poco conocido, pero que evidencia cuanto venimos afirmando sobre la situación de invisibilidad que afectaba en aquellos tiempos a las víctimas del terrorismo.
Es importante subrayar que la primera Administración Pública que creó un alto cargo con responsabilidad política sobre esta materia específica fue el Gobierno Vasco. No fue una mera oficina administrativa, sino una auténtica dirección política: La Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo, un órgano político, con responsabilidad política para establecer una política pública en relación a las víctimas del terrorismo. Este hecho permite constatar la importancia que esta cuestión tenía, ya en aquel momento, para el Gobierno Vasco.
Tal vez pueda ser ésta una afirmación discutible o cuestionable, a tenor de otras actitudes, declaraciones o planteamientos políticos del mismo Gobierno en aquella época, pero el hecho está ahí: en diciembre de 2001, el Gobierno Vasco decide dar cabida en su estructura orgánica, en concreto, en el Departamento de Interior, a una nueva Dirección, denominada de Atención a Víctimas del Terrorismo, con capacidad para poner en marcha una política pública sobre dicho colectivo.
Por su parte, el Gobierno de España, después de los atentados de marzo de 2004 y de la llegada al gobierno de los socialistas, con José Luis Rodríguez Zapatero a la cabeza, creó el Alto Comisionado de las Víctimas del Terrorismo poniendo al frente del mismo a Gregorio Peces Barba.
Me centraré fundamentalmente en la labor de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo porque es relevante para lo que nos ocupa.
Cuando se pone en marcha la Dirección, la única normativa existente en el País Vasco sobre el asunto estaba dedicada a la regulación de indemnizaciones y ayudas por daños materiales sufridos en atentados terroristas y lo que se hacía desde la oficina administrativa preexistente era colaborar con las personas afectadas en la tramitación de esas ayudas, así como las recogidas en la Ley de Solidaridad de 1999.
La primera misión asumida por Maixabel Lasa – titular de la Dirección designada por el Lehendakari Ibarretxe – y su equipo fue poner en marcha una campaña de contacto personal o telefónico con todas y cada una de las víctimas del terrorismo residentes en el País Vasco. Un trabajo esencial de establecimiento de relación personal y directa con las personas que habían sufrido directamente la violencia.
Se imprimió a la acción política un componente fundamental de cercanía, de proximidad, de empatía que además permitió a la Dirección elaborar un diagnóstico sobre la situación real de las víctimas del terrorismo en el País Vasco en aquel momento, no solo respecto a su situación material (reconocimiento de derechos, tramitación de solicitudes de pensiones u otras ayudas) sino también referido a su estado psicológico o anímico. Es decir, afloraron los sentimientos de las víctimas. Lo que pensaban y sentían en un contexto político ciertamente complicado por su marcada polarización y crispación.
Esta minuciosa labor de conocimiento tuvo una relevancia muy singular y permitió a la Dirección orientar sus actuaciones futuras, definiendo objetivos y estrategias. Así, la primera conclusión fue la constatación de lo que entonces se denominó la deuda moral histórica de la sociedad vasca y sus instituciones con respecto a las víctimas del terrorismo por tantos años de desapego, de falta de solidaridad y de abandono.
Constatado el déficit de reconocimiento sufrido por las víctimas en Euskadi, su subsanación se convirtió en el objetivo principal de la Dirección. Había que saldar aquella deuda moral histórica. Y hablamos de reconocimiento en sus diferentes dimensiones: moral, social, institucional y político.
En aquel momento, las víctimas de otros terrorismos como el protagonizado por grupos de extrema derecha, por ejemplo, gozaban de un cierto nivel reconocimiento social y, en ocasiones, sobre todo en determinados lugares, también institucional. Carecía, sí, del reconocimiento de las grandes instituciones y, lamentablemente con demasiada frecuencia, del reconocimiento legal de su propia condición de víctimas.
Por el contrario, las víctimas del terrorismo de ETA, que sí contaban con el legal, justamente carecían de cualquier otro tipo de reconocimiento.
En consecuencia, la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo puso en marcha una política cuyo objetivo era saldar esta deuda, materializándose en tres grandes actos organizados bajo la denominación “Acto institucional en reconocimiento y homenaje a las víctimas del terrorismo”, en Bilbao (2007), Donostia (2008) y Vitoria-Gasteiz (2009).
El de Bilbao tuvo la trascendencia de ser la primera vez que la sociedad vasca, representada por la inmensa mayoría de su institucionalidad, tanto pública como privada, se dio cita en el Palacio Euskalduna, para escuchar el mensaje de perdón transmitido por el Lehendakari al conjunto de las víctimas del terrorismo, representadas por los dos centenares largos presentes en el recinto.
El celebrado en Donostia fue doloroso porque apenas cuatro días antes ETA asesinó al guardia civil Juan Manuel Piñuel, en el atentado contra la Casa Cuartel de Legutiano (Álava).
Por último, el acto que tuvo lugar en Vitoria-Gasteiz el 29 de noviembre de 2009 tuvo un carácter propio. Constituyó el final de un ciclo, cerrándose la etapa del reconocimiento, al considerar debidamente saldada la deuda histórica con las víctimas del terrorismo. Y, al mismo tiempo, se abría una etapa nueva, marcada por el valor de la memoria.

El Gobierno Vasco tenía entonces meridianamente clara la necesidad de impulsar desde la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo una política de memoria. La memoria debía pasar a convertirse en el eje central de la política sobre víctimas del terrorismo.
En aquellas fechas se había puesto en marcha ya lo que se denominó el “mapa de la memoria”, impulsando en numerosos ayuntamientos de la Comunidad Autónoma Vasca la creación de espacios de memoria referidos a las víctimas del terrorismo habidas en cada uno de esos municipios y elaborando un catálogo con todos los inaugurados hasta el momento.
Con posterioridad, surgió la idea de completar la iniciativa con la creación de un Día de la Memoria. Teníamos el espacio y nos faltaba el tiempo, para poder concentrar en ese binomio de coordenadas una buena parte de lo que debía ser la política de memoria de las víctimas del terrorismo en Euskadi. Así, el 10 de noviembre fue la fecha elegida para el recuerdo en el País Vasco de todas las víctimas de todos los terrorismos.
La política de memoria tenía que pivotar sobre dos elementos fundamentales. Por un lado, la deslegitimación de la violencia terrorista. Nunca hubo justificación para las vulneraciones de Derechos Humanos vinculadas a la violencia política. Y, por otro, el carácter pedagógico que debía impregnar el ejercicio de reconstrucción del pasado en el presente, como contribución esencial a la creación de condiciones y garantías de no repetición.

Un aspecto específico de la respuesta que el Gobierno Vasco ofreció a las víctimas del terrorismo fue la apertura de sus iniciativas al conjunto de víctimas del terrorismo del resto de España. Todo lo que el Gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca había hecho hasta entonces en relación a víctimas del terrorismo había sido referido a las víctimas del propio territorio. Sin embargo, era evidente que, si ETA asesinaba en nombre supuestamente del pueblo vasco y para conseguir su liberación, la ciudadanía vasca, representada por sus instituciones, tenía una responsabilidad en el desmentido de dicha afirmación y una obligación de solidaridad hacia aquellas personas que habían sufrido una violencia ejercida falsamente en nuestro nombre.
Por ello, la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo puso en marcha un plan de contactos con víctimas y asociaciones de víctimas de otras partes de España, iniciando una fructífera, aunque no siempre fácil, relación con todas ellas. Un hito de aquel proceso fue la presencia del propio Lehendakari Ibarretxe en un acto que la Asociación Andaluza de Víctimas del Terrorismo organizó en Córdoba, en 2006.
Más relevante fue la gira que la Ponencia de Víctimas del Terrorismo de la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Vasco realizó, a propuesta de la Dirección, por distintos lugares de España en los que mantuvo interesantísimos encuentros con grupos de víctimas. Estos encuentros se caracterizaron por la ausencia de formalismos paralizantes y por la actitud de escucha que mantuvieron los parlamentarios asistentes, respecto a las quejas y demandas que les trasladaron las víctimas – anónimas, en su inmensa mayoría – que se reunieron con ellos, lejos de los focos mediáticos.
No puedo dejar de señalar tres claves que fueron importantísimas para nosotros en el trato y la relación mantenida desde el Gobierno Vasco con las víctimas del terrorismo.
En primer lugar, un respeto absoluto hacia la forma de ser, la forma de pensar y la forma de sentir de cada víctima del terrorismo, entendiendo que todas las personas viven su condición de víctima de una manera diferente, como diferentes son. Y que, por lo tanto, no hay victimas mejores o peores desde un punto de vista moral. Todas fueron iguales y merecedoras de nuestro respeto y de nuestra consideración. Procuramos huir de la creación de modelos a seguir que pudieran ser consideradas moralmente superiores. Fue una clave fundamental en nuestra actuación.
En segundo lugar, tuvimos siempre muy claro que las víctimas merecen respeto, consideración, todo el cariño del mundo, toda la solidaridad, pero no son poseedores de un plus de legitimidad a la hora de opinar en política. Tuvimos claro que los poderes públicos deben velar siempre por el interés general y no por el particular, por muy comprensible que pueda ser desde el punto de vista humano.
Por último, y sobre todo referido a los últimos tiempos de nuestra etapa en el Gobierno Vasco, tuvimos muy presente el enorme potencial que tienen las víctimas como agentes activos en los procesos de reconstrucción de relaciones sociales en una sociedad, como la vasca, transida y quebrada por la violencia de tantos años. Así, procuramos aprovechar dicho potencial, a través de diversas iniciativas, como los encuentros restaurativos, el programa de víctimas educadoras o la iniciativa Glencree, cuyo detalle no viene ahora al caso.
En definitiva, a día de hoy, teniendo en cuenta que la Comunidad Autónoma carece de facultad para hacer justicia y que, por ello, solo puede incidir en el ámbito de la verdad, la reparación y la memoria, la relación de los poderes públicos vascos con las víctimas del terrorismo, presenta una situación razonablemente satisfactoria.
No puedo finalizar sin dejar un par de apuntes sobre algún aspecto relevante de cara al futuro.
Sigue siendo absolutamente necesario impulsar políticas públicas de memoria que, superando el testimonialismo institucional puntual en que se ha convertido, por ejemplo, el Día de la Memoria, promuevan la participación social, con especial incidencia en las nuevas generaciones. Siempre bajo el parámetro fundamental de la deslegitimación de la violencia terrorista y la vulneración de los Derechos Humanos y la creación de condiciones de no repetición.
Un paso necesario en el camino hacia la normalización de la convivencia en Euskadi es la reorientación decidida e inmediata de la política penitenciaria, que permita a todos los presos vascos (de ETA y no de ETA) cumplir su condena en centros penitenciarios de nuestra Comunidad Autónoma o en lugares próximos a ella. Al mismo tiempo, acabar con todas las excepcionalidades legislativas en la materia, creadas en tiempos en los que la política penitenciaria también servía para combatir a ETA.
Al margen de cualquier otra consideración, hoy carecen de justificación, so pena de aceptar que apostamos por una política penitenciaria que permite, cuando no alienta, la venganza, el daño o el dolor añadido, al margen de la pena impuesta.
Por último, nuestra sociedad y nuestras instituciones tienen que incrementar su nivel de exigencia de respeto a unos valores de ética pública fundamentales. No se puede transigir con actos públicos que constituyen ensalzamiento de personas cuyo único mérito es haber pertenecido a una organización terrorista y haber cometido delitos gravísimos. No se deben permitir en espacio público y se debe exigir a los sectores políticos que los apoyan que se retracten. Esta exigencia debe ser permanente y no vinculada a valores privados de las víctimas del terrorismo, porque afectan al conjunto de la ciudadanía.
12.11.20