El Gobierno vasco ante las víctimas del terrorismo 2002-2012: Una respuesta desde los derechos humanos y la memoria

Este texto constituye el capítulo 5 del libro «El movimiento de Víctimas del Terrorismo. Balance de una trayectoria», editado por Antonio Rivera y Eduardo Mateo, a partir de las aportaciones realizadas por los participantes en el XVIII Seminario de la Fundación Fernando Buesa, celebrado, bajo ese mismo título, en el mes de noviembre del malhadado 2020.

Tengo que abrir estas líneas reconociendo el trabajo de la entidad que me invita a pensar y escribir en esta ocasión. Agradezco a la Fundación Fernando Buesa haber considerado que mi experiencia podría aportar algo a la reflexión planteada en esta publicación. Gracias también a esta Fundación, por haber constituido durante todos estos años una organización de referencia en el mundo de las víctimas, en general, y en el asociativo, en particular, donde las aguas no siempre han bajado tranquilas y donde los vaivenes son frecuentes y no siempre sencillos de gestionar y conducir. En un clima en el que predomina la visceralidad, la Fundación Fernando Buesa ha sido capaz de mantenerse como referencia imprescindible de sensatez ética y – por qué no – política, asumiendo con éxito una cierta responsabilidad para actuar como crisol del conjunto del movimiento asociativo en momentos, insisto, muy complicados.

Bien, la respuesta que ofrece el Estado a la comisión de un delito violento consiste básicamente en la investigación policial del mismo, la puesta a disposición de la administración de justicia del resultado de dicha investigación y la celebración de un juicio en el que se establezca, en caso de prueba suficiente, la autoría y las circunstancias relevantes del hecho delictivo, impartiendo justicia mediante la fijación de una condena para el responsable y una reparación exclusivamente material para la víctima. En definitiva, y en términos muy elementales, estamos hablando de verdad, justicia y reparación.

Esta respuesta del Estado a las víctimas de delitos violentos es aplicable también a las víctimas del terrorismo, si bien existen – o deben existir – algunos elementos adicionales que completen la triada “verdad, justicia y reparación”, básica en el derecho internacional de los derechos humanos.

En primer lugar, me referiré a la memoria. Cuando hablamos de terrorismo, especialmente el protagonizado por la organización ETA, nos referimos a una violencia política continuada en el tiempo que ha provocado un trauma en la sociedad, con vulneraciones sistemáticas de Derechos Humanos. Hoy en día existe un importante consenso a nivel internacional respecto a la necesidad de llevar a cabo políticas de memoria como factor esencial para consolidar las garantías de no repetición de las mencionadas violaciones de Derechos Humanos, así como para contribuir a la deslegitimación de esa violencia política.

En segundo lugar, hemos de considerar que la violencia terrorista padecida en nuestro país ha sido de naturaleza política, frente a otras que han justificado sus acciones, por ejemplo, en motivaciones religiosas. Ello tiene como consecuencia que sus víctimas queden impregnadas por esa significación política que impulsó al perpetrador.

En este sentido, es preciso subrayar que uno de los aspectos positivos, de los muchos que tiene la Ley 4/2008, de 19 de junio, de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo, aprobada por el Parlamento Vasco, es la incorporación en su texto articulado de la mencionada significación política de las víctimas del terrorismo como parte esencial de la memoria debida a ellas y con una magnífica explicación además de dicha idea en la exposición de motivos.

“Significado político, en tanto en cuanto con su eliminación (la de las víctimas) les está negando no solo su derecho a la vida sino su derecho a la ciudadanía”.

Esta significación política de las víctimas del terrorismo debe implicar una consideración especial a la hora de hacer realidad su derecho a la reparación. En efecto, si la reparación en los casos de delitos violentos se centra fundamentalmente en contenidos materiales, en los delitos de terrorismo, cuyas víctimas lo son de violaciones de derechos humanos, debe incorporarse como elemento esencial el elemento de la reparación moral. Y en lo que nos importa ahora, esa reparación moral ha de concretarse en reconocimiento. Un reconocimiento vinculado y correlativo a la significación política del acto que provoca la propia existencia de la víctima.

Como dice el artículo 8.2, in fine, de la citada Ley de Víctimas del Terrorismo del País Vasco “La significación política de las víctimas del terrorismo exige el reconocimiento social de su ciudadanía”.

Por último, como elemento diferencial, no podemos olvidar el carácter vicario de las víctimas del terrorismo. Estamos ante una violencia ejercida contra el conjunto de la sociedad. El terrorista atenta contra ese conjunto, si bien concreta su ataque en las personas que, en cada momento y en función de circunstancias diversas, son elegidas como víctimas.

Este carácter vicario genera una obligación de solidaridad por parte de la sociedad hacia las víctimas que no está presente de igual manera en el resto de los delitos violentos.

Cuanto antecede podría constituir la respuesta idónea del Estado a las víctimas del terrorismo. Pero es evidente que se trata de un desiderátum hacia el que debemos avanzar y que debe permanecer como aspiración final de las políticas públicas de víctimas. En este sentido, podemos afirmar que España presenta una situación bastante satisfactoria. Contamos con un sistema legislativo sobre víctimas del terrorismo, compuesto por la legislación estatal más las normas de carácter autonómico, allá donde han sido aprobadas, que se sitúa a la cabeza en la protección de los derechos de dicho colectivo.

Sin embrago, conviene recordar que esto no ha sido así en el tiempo, obviamente. La invisibilidad de las víctimas del terrorismo fue la tónica en la sociedad vasca y en la española – sí, también en la española – durante demasiado tiempo. Muchos años de ostracismo, ninguneo, desatención, falta de empatía y solidaridad que dejaron, en muchas de ellas, otra dolorosa huella añadida al dolor provocado por la violencia.

Fue en la segunda mitad de la década de los 90, cuando las víctimas del terrorismo comenzaron a ocupar un espacio central en la agenda pública, en la agenda política, y pasaron a ser visibles para la sociedad.

Un factor determinante para este cambio lo constituyó la acción firme y decidida de las propias víctimas y la iniciativa de algunas de ellas, a través de sus asociaciones, que se fijaron como objetivo la defensa de sus derechos y sus intereses y la consecución de su visibilidad ante una sociedad que miraba con demasiada frecuencia hacia otra parte.

Igualmente resultó también crucial en este proceso de mayor visibilidad de las víctimas en el espacio público, la nueva estrategia adoptada por ETA al elegir sus objetivos considerando de manera esencial la relevancia política de los mismos. Ello contribuyó a que las nuevas víctimas tuvieran un mayor renombre público, incrementándose así el eco de los atentados a nivel informativo y el consiguiente impacto social generado.

El asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un elemento clave en este proceso. La extensión temporal del drama a varios días permitió consolidar la identidad y la personalización de la víctima, contribuyendo a crear un clima emocional que propició una respuesta social sin precedentes. A partir de ese momento, fue ya difícil disociar la tragedia de los atentados de la personalidad concreta de las víctimas. Los poderes públicos se hicieron eco de este cambio de percepción social hacia la problemática de las víctimas del terrorismo, plasmándose en la Ley de Solidaridad aprobada en octubre de 1999.

Por lo que respecta a Euskadi, la reacción social surgida contra la violencia en la segunda década de los años ochenta tampoco fue ajena al fenómeno de la invisibilidad de las víctimas del terrorismo. No nació como un movimiento de solidaridad con las personas que sufrían la violencia. Fueron movimientos de respuesta y rechazo a la violencia esencialmente. De alguna manera, podemos decir que también llegamos tarde a esa solidaridad.

Bien es verdad que el propio trabajo de sensibilización y concienciación en el seno de la sociedad vasca condujo indefectiblemente al movimiento pacifista hacia las víctimas del terrorismo en pocos años, dando lugar a las primeras muestras de solidaridad y proximidad antes de que ocuparan ese espacio central que les era negado por el conjunto de la sociedad en el espacio público y en la agenda política.

Pero la desatención sufrida por las víctimas del terrorismo no fue solo específica de Euskadi. Es más, nosotros hemos hecho autocrítica en ese sentido, reconociendo los déficits que hemos tenido en relación a la actitud mantenida hacia las personas que sufrieron la violencia terrorista. Por contra, no se han oído demasiadas voces respecto a esta misma cuestión en el resto de España, siendo así que el problema de la soledad y la desatención fue común a todo el territorio español, sus administraciones públicas y su ciudadanía.

Cuántas quejas tuvimos oportunidad de escuchar desde la Dirección de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco procedentes de víctimas de primera hornada, de aquellos primeros años 80. Sobre todo, entre miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, viudas de agentes de la Policía Nacional o de la Guardia Civil o heridos, que se quejaban amargamente de la desatención de la que eran objeto por parte de sus propias instituciones, no solamente del Estado, de la propia ciudadanía española y, lo que aún les resultaba más doloroso, incluso de los propios cuerpos a los que pertenecían, de sus propios mandos. Quejas amargas, en ocasiones, por lo que consideraban un auténtico maltrato.

Curiosamente es un fenómeno poco conocido, pero que evidencia cuanto venimos afirmando sobre la situación de invisibilidad que afectaba en aquellos tiempos a las víctimas del terrorismo.

Es importante subrayar que la primera Administración Pública que creó un alto cargo con responsabilidad política sobre esta materia específica fue el Gobierno Vasco. No fue una mera oficina administrativa, sino una auténtica dirección política: La Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo, un órgano político, con responsabilidad política para establecer una política pública en relación a las víctimas del terrorismo. Este hecho permite constatar la importancia que esta cuestión tenía, ya en aquel momento, para el Gobierno Vasco.

Tal vez pueda ser ésta una afirmación discutible o cuestionable, a tenor de otras actitudes, declaraciones o planteamientos políticos del mismo Gobierno en aquella época, pero el hecho está ahí: en diciembre de 2001, el Gobierno Vasco decide dar cabida en su estructura orgánica, en concreto, en el Departamento de Interior, a una nueva Dirección, denominada de Atención a Víctimas del Terrorismo, con capacidad para poner en marcha una política pública sobre dicho colectivo.

Por su parte, el Gobierno de España, después de los atentados de marzo de 2004 y de la llegada al gobierno de los socialistas, con José Luis Rodríguez Zapatero a la cabeza, creó el Alto Comisionado de las Víctimas del Terrorismo poniendo al frente del mismo a Gregorio Peces Barba.

Me centraré fundamentalmente en la labor de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo porque es relevante para lo que nos ocupa.

Cuando se pone en marcha la Dirección, la única normativa existente en el País Vasco sobre el asunto estaba dedicada a la regulación de indemnizaciones y ayudas por daños materiales sufridos en atentados terroristas y lo que se hacía desde la oficina administrativa preexistente era colaborar con las personas afectadas en la tramitación de esas ayudas, así como las recogidas en la Ley de Solidaridad de 1999.

La primera misión asumida por Maixabel Lasa – titular de la Dirección designada por el Lehendakari Ibarretxe – y su equipo fue poner en marcha una campaña de contacto personal o telefónico con todas y cada una de las víctimas del terrorismo residentes en el País Vasco. Un trabajo esencial de establecimiento de relación personal y directa con las personas que habían sufrido directamente la violencia.

Se imprimió a la acción política un componente fundamental de cercanía, de proximidad, de empatía que además permitió a la Dirección elaborar un diagnóstico sobre la situación real de las víctimas del terrorismo en el País Vasco en aquel momento, no solo respecto a su situación material (reconocimiento de derechos, tramitación de solicitudes de pensiones u otras ayudas) sino también referido a su estado psicológico o anímico. Es decir, afloraron los sentimientos de las víctimas. Lo que pensaban y sentían en un contexto político ciertamente complicado por su marcada polarización y crispación.

Esta minuciosa labor de conocimiento tuvo una relevancia muy singular y permitió a la Dirección orientar sus actuaciones futuras, definiendo objetivos y estrategias. Así, la primera conclusión fue la constatación de lo que entonces se denominó la deuda moral histórica de la sociedad vasca y sus instituciones con respecto a las víctimas del terrorismo por tantos años de desapego, de falta de solidaridad y de abandono.

Constatado el déficit de reconocimiento sufrido por las víctimas en Euskadi, su subsanación se convirtió en el objetivo principal de la Dirección. Había que saldar aquella deuda moral histórica. Y hablamos de reconocimiento en sus diferentes dimensiones: moral, social, institucional y político.

En aquel momento, las víctimas de otros terrorismos como el protagonizado por grupos de extrema derecha, por ejemplo, gozaban de un cierto nivel reconocimiento social y, en ocasiones, sobre todo en determinados lugares, también institucional. Carecía, sí, del reconocimiento de las grandes instituciones y, lamentablemente con demasiada frecuencia, del reconocimiento legal de su propia condición de víctimas.

Por el contrario, las víctimas del terrorismo de ETA, que sí contaban con el legal, justamente carecían de cualquier otro tipo de reconocimiento.

En consecuencia, la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo puso en marcha una política cuyo objetivo era saldar esta deuda, materializándose en tres grandes actos organizados bajo la denominación “Acto institucional en reconocimiento y homenaje a las víctimas del terrorismo”, en Bilbao (2007), Donostia (2008) y Vitoria-Gasteiz (2009).

El de Bilbao tuvo la trascendencia de ser la primera vez que la sociedad vasca, representada por la inmensa mayoría de su institucionalidad, tanto pública como privada, se dio cita en el Palacio Euskalduna, para escuchar el mensaje de perdón transmitido por el Lehendakari al conjunto de las víctimas del terrorismo, representadas por los dos centenares largos presentes en el recinto.

El celebrado en Donostia fue doloroso porque apenas cuatro días antes ETA asesinó al guardia civil Juan Manuel Piñuel, en el atentado contra la Casa Cuartel de Legutiano (Álava).

Por último, el acto que tuvo lugar en Vitoria-Gasteiz el 29 de noviembre de 2009 tuvo un carácter propio. Constituyó el final de un ciclo, cerrándose la etapa del reconocimiento, al considerar debidamente saldada la deuda histórica con las víctimas del terrorismo. Y, al mismo tiempo, se abría una etapa nueva, marcada por el valor de la memoria.

El Gobierno Vasco tenía entonces meridianamente clara la necesidad de impulsar desde la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo una política de memoria. La memoria debía pasar a convertirse en el eje central de la política sobre víctimas del terrorismo.

En aquellas fechas se había puesto en marcha ya lo que se denominó el “mapa de la memoria”, impulsando en numerosos ayuntamientos de la Comunidad Autónoma Vasca la creación de espacios de memoria referidos a las víctimas del terrorismo habidas en cada uno de esos municipios y elaborando un catálogo con todos los inaugurados hasta el momento.

Con posterioridad, surgió la idea de completar la iniciativa con la creación de un Día de la Memoria. Teníamos el espacio y nos faltaba el tiempo, para poder concentrar en ese binomio de coordenadas una buena parte de lo que debía ser la política de memoria de las víctimas del terrorismo en Euskadi. Así, el 10 de noviembre fue la fecha elegida para el recuerdo en el País Vasco de todas las víctimas de todos los terrorismos.

La política de memoria tenía que pivotar sobre dos elementos fundamentales. Por un lado, la deslegitimación de la violencia terrorista. Nunca hubo justificación para las vulneraciones de Derechos Humanos vinculadas a la violencia política. Y, por otro, el carácter pedagógico que debía impregnar el ejercicio de reconstrucción del pasado en el presente, como contribución esencial a la creación de condiciones y garantías de no repetición.

Un aspecto específico de la respuesta que el Gobierno Vasco ofreció a las víctimas del terrorismo fue la apertura de sus iniciativas al conjunto de víctimas del terrorismo del resto de España. Todo lo que el Gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca había hecho hasta entonces en relación a víctimas del terrorismo había sido referido a las víctimas del propio territorio. Sin embargo, era evidente que, si ETA asesinaba en nombre supuestamente del pueblo vasco y para conseguir su liberación, la ciudadanía vasca, representada por sus instituciones, tenía una responsabilidad en el desmentido de dicha afirmación y una obligación de solidaridad hacia aquellas personas que habían sufrido una violencia ejercida falsamente en nuestro nombre.

Por ello, la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo puso en marcha un plan de contactos con víctimas y asociaciones de víctimas de otras partes de España, iniciando una fructífera, aunque no siempre fácil, relación con todas ellas.  Un hito de aquel proceso fue la presencia del propio Lehendakari Ibarretxe en un acto que la Asociación Andaluza de Víctimas del Terrorismo organizó en Córdoba, en 2006.

Más relevante fue la gira que la Ponencia de Víctimas del Terrorismo de la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Vasco realizó, a propuesta de la Dirección, por distintos lugares de España en los que mantuvo interesantísimos encuentros con grupos de víctimas. Estos encuentros se caracterizaron por la ausencia de formalismos paralizantes y por la actitud de escucha que mantuvieron los parlamentarios asistentes, respecto a las quejas y demandas que les trasladaron las víctimas – anónimas, en su inmensa mayoría  – que se reunieron con ellos, lejos de los focos mediáticos.

No puedo dejar de señalar tres claves que fueron importantísimas para nosotros en el trato y la relación mantenida desde el Gobierno Vasco con las víctimas del terrorismo.

En primer lugar, un respeto absoluto hacia la forma de ser, la forma de pensar y la forma de sentir de cada víctima del terrorismo, entendiendo que todas las personas viven su condición de víctima de una manera diferente, como diferentes son. Y que, por lo tanto, no hay victimas mejores o peores desde un punto de vista moral. Todas fueron iguales y merecedoras de nuestro respeto y de nuestra consideración. Procuramos huir de la creación de modelos a seguir que pudieran ser consideradas moralmente superiores. Fue una clave fundamental en nuestra actuación.

En segundo lugar, tuvimos siempre muy claro que las víctimas merecen respeto, consideración, todo el cariño del mundo, toda la solidaridad, pero no son poseedores de un plus de legitimidad a la hora de opinar en política. Tuvimos claro que los poderes públicos deben velar siempre por el interés general y no por el particular, por muy comprensible que pueda ser desde el punto de vista humano.

Por último, y sobre todo referido a los últimos tiempos de nuestra etapa en el Gobierno Vasco, tuvimos muy presente el enorme potencial que tienen las víctimas como agentes activos en los procesos de reconstrucción de relaciones sociales en una sociedad, como la vasca, transida y quebrada por la violencia de tantos años. Así, procuramos aprovechar dicho potencial, a través de diversas iniciativas, como los encuentros restaurativos, el programa de víctimas educadoras o la iniciativa Glencree, cuyo detalle no viene ahora al caso.

En definitiva, a día de hoy, teniendo en cuenta que la Comunidad Autónoma carece de facultad para hacer justicia y que, por ello, solo puede incidir en el ámbito de la verdad, la reparación y la memoria, la relación de los poderes públicos vascos con las víctimas del terrorismo, presenta una situación razonablemente satisfactoria.

No puedo finalizar sin dejar un par de apuntes sobre algún aspecto relevante de cara al futuro.

Sigue siendo absolutamente necesario impulsar políticas públicas de memoria que, superando el testimonialismo institucional puntual en que se ha convertido, por ejemplo, el Día de la Memoria, promuevan la participación social, con especial incidencia en las nuevas generaciones. Siempre bajo el parámetro fundamental de la deslegitimación de la violencia terrorista y la vulneración de los Derechos Humanos y la creación de condiciones de no repetición.

Un paso necesario en el camino hacia la normalización de la convivencia en Euskadi es la reorientación decidida e inmediata de la política penitenciaria, que permita a todos los presos vascos (de ETA y no de ETA) cumplir su condena en centros penitenciarios de nuestra Comunidad Autónoma o en lugares próximos a ella. Al mismo tiempo, acabar con todas las excepcionalidades legislativas en la materia, creadas en tiempos en los que la política penitenciaria también servía para combatir a ETA.

Al margen de cualquier otra consideración, hoy carecen de justificación, so pena de aceptar que apostamos por una política penitenciaria que permite, cuando no alienta, la venganza, el daño o el dolor añadido, al margen de la pena impuesta.

Por último, nuestra sociedad y nuestras instituciones tienen que incrementar su nivel de exigencia de respeto a unos valores de ética pública fundamentales. No se puede transigir con actos públicos que constituyen ensalzamiento de personas cuyo único mérito es haber pertenecido a una organización terrorista y haber cometido delitos gravísimos. No se deben permitir en espacio público y se debe exigir a los sectores políticos que los apoyan que se retracten. Esta exigencia debe ser permanente y no vinculada a valores privados de las víctimas del terrorismo, porque afectan al conjunto de la ciudadanía.

12.11.20

El reconocimiento a las víctimas del terrorismo en Madrid: ¿Desidia o incapacidad?

Martes festivo, último día del puente de la Constitución. Paseo por Madrid en una mañana soleada y fría. Voy hacia el norte, más allá de Canal y llego hasta el cruce de la avenida Pablo Iglesias con San Francisco de Sales. Opto por bajar desde ahí hacia la plaza Cristo Rey. Paso junto a la Dirección General de la Guardia Civil y recuerdo que no había estado por allí desde febrero del año pasado, cuando el Ayuntamiento, gobernado por Manuela Carmena, colocó la placa que recuerda a Jaime Bilbao Iglesias y Luis Delgado Villalonga, víctimas de un cruel atentado terrorista que ETA cometió el 22 de noviembre de 1988. Busco el lugar donde está instalada la placa y saco una foto de la misma.

Recuerdo bien aquellos últimos meses de la legislatura, de actividad febril en la Oficina de Derechos Humanos y Memoria del Ayuntamiento, aunque han ocurrido tantas cosas y tan extraordinarias en este tiempo, que parece un siglo lo que ha transcurrido desde entonces.

Observando la placa, me ha venido a la cabeza la docena larga de mociones que el PP presentó ante las Juntas de Distrito del Ayuntamiento de Madrid, a lo largo del último trimestre de 2018 y los primeros meses de 2019. En ellas, urgían la colocación de las placas previstas para recordar a todas las víctimas de todos los terrorismos habidas en Madrid en las últimas décadas.

Una tras otra, las mociones fueron tratadas en los plenos de Distrito – aprobándose, como no podía ser de otra manera – a pesar de que, en aquellas fechas, ya se había iniciado el proceso de colocación de las mencionadas placas. Pero los representantes populares debieron entender conveniente meter presión política al gobierno municipal.

Con el impulso de la Oficina de Memoria del Ayuntamiento, y en colaboración con las Juntas de Distrito, conseguimos colocar 17 placas en aquellos meses, antes del final de la legislatura. La primera de ellas, el 22 de octubre de 2018.

Leía esta mañana los nombres de Jaime Bilbao y Luis Delgado y recordaba las conversaciones que mantuve con las familias de ambos para concretar la fecha y los pormenores del acto de colocación de la placa, mientras pensaba en todo ello.

541 días lleva el Partido Popular en el gobierno del Ayuntamiento de Madrid. Sí, aquellos que urgían y presionaban políticamente con sus mociones para que se colocaran cuanto antes las placas a las víctimas del terrorismo. Pues bien, en todo este tiempo, no han colocado ni una sola. Cero.

Y veamos: Si es desidia, una vergüenza la magnitud de su hipocresía. Y si es incapacidad, no quiero ni pensar que su ineficacia pueda extenderse al resto de su gestión en el ayuntamiento. Elijan ustedes.

Más Madrid ya lo denunció hace un mes y medio en un pleno del Ayuntamiento, a través de su concejala Marta Gómez, pero no parece que se hayan inmutado los responsables políticos de la gestión municipal. Tenían 13 placas en el almacén municipal dispuestas para ser colocadas cuando tomaron posesión. Y 47 más fueron recibidas en diciembre del año pasado, según afirmó el Director General de Patrimonio Cultural del Ayuntamiento. No hay disculpas, pues. Ni reacción.

Como suele ocurrir con demasiada frecuencia, el PP volvió a utilizar políticamente a las víctimas del terrorismo. Ahora se hace evidente que sus urgencias de entonces se han tornado en desidia o incapacidad.

Tampoco parece que ninguna asociación de víctimas del terrorismo, otrora vigilantes y demandantes para el efectivo cumplimiento del acuerdo municipal de colocación de las placas, haya alzado la voz por esta incomprensible demora. Curioso, cuando menos. O no tanto, a juzgar por el alborozo con el que alguno de sus dirigentes recibió el cambio en el gobierno municipal.

Todo muy triste.

8.12.20

Turingia como ejemplo

Texto cuya lectura ha sido emitida el día 20 de febrero en el espacio radiofónico «La ventana de la memoria», de la cadena SER en Euskadi.

 

La formación de gobierno en el lander alemán de Turingia, tras las elecciones de hace unas semanas, levantó un considerable revuelo, al resultar elegido el candidato liberal con los votos del conservador CDU y el partido de extrema derecha AfD.  Tanto el partido de Merkel como los socialistas exigieron la repetición de las elecciones, al descartar la formación de un gobierno y de mayorías políticas con los votos de la ultraderechista Alternativa para Alemania.

Hace unos meses, escribió Ignacio Martínez de Pisón un magnífico artículo en La Vanguardia a cuenta de la publicación del libro, “Los amnésicos”, de Geraldine Schwarz, en el cual se hace un repaso a cómo distintos países europeos encararon su traumático pasado colectivo.

Decía Martínez de Pisón que “Igual que De Gaulle en Francia, Adenauer impuso en la Alemania Occidental una política del olvido, y también en ese país pasaron varias décadas antes de que la sociedad se atreviera a encarar su pasado colectivo. Es lo que Schwarz llama “hacer su trabajo de memoria”. Aunque con retraso, la RFA lo hizo, y acabó construyendo una de las democracias más sólidas del continente. En cambio, la otra Alemania, la RDA, siempre negó su pasado nazi y la consecuencia, tras la reunificación, ha sido el surgimiento de una potente y peligrosa ultraderecha.”

Recientemente, Angela Merkel pronunció un discurso en Auschwitz en el que, refiriéndose a las atrocidades nazis, afirmaba que “Es importante nombrar claramente a los responsables, nosotros, los alemanes… Y esa es una responsabilidad que no termina, que no es negociable y que es indisociable de nuestra identidad nacional”.

En efecto, nuestra identidad es indisociable de nuestra memoria. Y una memoria democrática conforma identidad democrática. Alemania se convirtió en el modelo de un buen “trabajo de memoria”, con una aceptación honesta y crítica de su pasado que permitió el desarrollo de actitudes democráticas y tolerantes, construyendo una sociedad civil y una democracia excepcionalmente sólidas. Turingia ha sido su última demostración.

Martínez de Pisón planteaba una interrogante, al hilo de la irrupción reciente de Vox: “¿Hemos hecho en España el trabajo de memoria que nos correspondía o más bien hemos preferido buscar cobijo en la amnesia?”. Yo respondo que faltan políticas de memoria y que nuestra identidad democrática es mejorable. Y añado, que este planteamiento es trasladable a Euskadi, donde también tenemos pendiente trabajo de memoria con el que asentar una identidad colectiva democrática que no olvide jamás el horror totalitario de ETA y la memoria de sus víctimas.

 

20.2.20

Mi relato sobre los encuentros restaurativos.

A lo largo del año 2011 y parte del 2012, se llevaron a la práctica los denominados encuentros restaurativos. Un programa impulsado por la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias del Ministerio de Interior y la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, a través del cuál se posibilitaron diálogos sinceros entre presos disidentes de ETA y víctimas del terrorismo practicado por dicha organización. Hace unos meses fui invitado a relatar mi experiencia en el programa como impulsor del mismo. El resultado fueron las líneas que conforman este capítulo con el que participé en la obra colectiva «Tras las huellas del terrorismo en Euskadi: Justicia restaurativa, convivencia y reconciliación», coordinada y editada por Annabel Martín y Mª Pilar Rodríguez y publicada por la Editorial Dykinson en 2019.

 

Tras la ruptura del proceso de paz protagonizado por el presidente del Gobierno de España, Rodríguez Zapatero y la organización terrorista ETA, a lo largo del año 2006, y a pesar de la vuelta a la actividad violenta de esta organización, se palpaba en amplios sectores de la sociedad vasca y en los medios bien informados de la opinión pública española, el agotamiento inminente del fenómeno terrorista etarra.

En aquel momento, algunas personas que ostentábamos responsabilidades en el área de atención a las víctimas del terrorismo del Gobierno Vasco pensamos que era conveniente empezar a trabajar en la reconstrucción de las relaciones sociales en el seno de la ciudadanía vasca, muy deterioradas a consecuencia de una situación de violencia persistente desde hacía décadas. A la acción de ETA, había que sumar la de otros grupos de extrema derecha y para estatales, así como la actividad ilegítima de la propia policía al vulnerar los límites legales en el ejercicio de sus funciones, provocando violaciones de derechos humanos.

Bajo el paraguas de esa reflexión global, desde el equipo de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, formado por su titular, Maixabel Lasa, Jaime Arrese y yo mismo, impulsamos diversas iniciativas, a lo largo de los siguientes años, que tuvieron como denominador común el carácter activo y participativo de las víctimas. Tres de ellas destacaron sobre las demás, permitiendo visualizar la condición de agentes de paz y constructores de convivencia de las personas que habían sufrido directamente la acción de la violencia y el terrorismo: El programa de víctimas educadoras (testimonios de las personas afectadas por la violencia, a través de documentos escritos, audiovisuales y la presencia física directa de víctimas en las propias aulas); la experiencia Glencree (encuentro entre víctimas de ETA, víctimas del GAL y grupos de extrema derecha y víctimas de abusos policiales); y los encuentros restaurativos, de los que hablaré a continuación.

Creo conveniente subrayar de nuevo la importancia de este marco referencial: Las víctimas, protagonistas involuntarias del sufrimiento provocado por la violencia, se convertían en agentes activos del proceso de reconstrucción de relaciones sociales, en actores de la reconstrucción moral de Euskadi.

Fueron pocos los presos de ETA que mostraron públicamente su arrepentimiento; que realizaron el recorrido de su pasado de manera crítica y estuvieron dispuestos a desmarcarse de la banda terrorista, ganándose con ello el repudio de sus ex compañeros y también el aislamiento social de sus familiares en el exterior de las prisiones, con la estigmatización como traidores.

Ciertamente, la experiencia de los encuentros restaurativos fue cuantitativamente pequeña. Pero es difícil cuestionar su relevancia cualitativa, tanto en su dimensión moral como también en su dimensión política, si nos atenemos especialmente a los fines que debe perseguir la política penitenciaria. Personas que cargaban sobre sus conciencias con decenas de asesinatos, cometidos a partir de una intencionalidad política, fueron capaces de mostrar su arrepentimiento y pedir perdón, cara a cara, a víctimas de la organización a la que pertenecían, ETA; e incluso a familiares directos de las propias víctimas causadas por ellos.

El contexto

Es necesario contextualizar, siquiera brevemente, el momento en que se produjo la experiencia de los encuentros restaurativos.

Con su atentado en Barajas a finales de diciembre de 2006, ETA sepultó no solo a las dos personas que se encontraban en el aparcamiento de la T-4, sino también el proceso de paz que se desarrolló a lo largo de dicho año. La respuesta del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, con el recientemente fallecido Pérez Rubalcaba al frente del Ministerio de Interior, no se hizo esperar, orientando su política antiterrorista hacia una persecución policial implacable de ETA, que se tradujo en un elevado número de detenciones de sus miembros. Nunca habían durado tan poco tiempo las cúpulas de la organización y se sucedían sus números uno con la inusitada frecuencia que exigían las continuas detenciones policiales. Ya lo había advertido Rubalcaba: “votos o bombas”. Y ETA desaprovechó la oportunidad.

Al mismo tiempo, en el ámbito de la política penitenciaria, instrumento de la lucha antiterrorista, se puso en marcha lo que se conoció como “vía Nanclares”, que toma su nombre de la localidad próxima a Vitoria en la que se ubica el Centro Penitenciario de Alava.

Consistió básicamente esta denominada vía Nanclares en la aplicación más benigna de la normativa penitenciaria, incluidos los traslados para cumplimiento en centro próximos a los lugares de residencia, a aquellos internos disidentes de ETA que habían rechazado públicamente la violencia y se habían desligado del colectivo, reconociendo el daño causado a las víctimas. Por el contrario, los presos etarras que se mantenían bajo la disciplina de la organización eran objeto de una aplicación más rígida y dura de la legislación, manteniendo el cumplimiento de sus condenas en centros alejados de Euskadi.

El centro penitenciario de Nanclares de la Oca fue el destino de la gran mayoría de presos disidentes o arrepentidos. Todos ellos habían seguido un proceso individual de reflexión autocrítica, con distintas motivaciones, tiempos y circunstancias, pero todos ellos con el rasgo común de concluir con el reconocimiento del daño causado, asumiendo la responsabilidad del mismo, rompiendo sus vínculos con la organización y con el denominado Colectivo de Presos Políticos Vascos (EPPK), rechazando la violencia e incluso, pidiendo perdón a las víctimas.

Fue precisamente en este centro penitenciario y con este grupo de presos, autodenominado “Presos comprometidos con el irreversible proceso de paz”, donde se celebró, a lo largo del año 2011 (y en parte, en 2012, aunque al margen de la propia Administración Penitenciaria), la experiencia de los encuentros restaurativos.

Sin embargo, esta iniciativa no formó parte de la política penitenciaria en marcha. Ésta seguía siendo un instrumento de combate contra la organización terrorista ETA, siendo su derrota el objetivo al que se supeditaban todos los movimientos y acciones. Se favorecía la disidencia en la organización por el resultado efectivo que pudiera tener provocando la merma de fuerzas del enemigo. Formalmente se vinculaba el proceso de reinserción de los condenados a su alejamiento explícito de ETA, al reconocimiento del daño causado y al compromiso de reparación a las víctimas, que es lo que dice la Ley, pero siempre con la mira puesta en el objetivo de conseguir el final de la actividad de ETA.

La puesta en marcha de los encuentros restaurativos no fue fruto de una decisión estratégica ni derivada de un análisis policial o político, ni siquiera de tratamiento penitenciario. Por prosaico que pueda parecer, fue el resultado de un deseo y de una casualidad.

El nacimiento del proyecto

A finales del año 2010, los integrantes del colectivo de presos disidentes de ETA que cumplían su condena en aquel momento en la prisión de Nanclares de la Oca, expresaron el deseo de acercarse al mundo de sus víctimas. Un deseo manifestado de forma difusa y poco elaborada, sabedores de las limitaciones que su situación personal de falta de libertad les generaba y temerosos, a buen seguro, de lo que suponía plantear ese acercamiento a personas a las que ellos sabían que habían ocasionado un gran sufrimiento.

Pero se trataba de un deseo que expresaba una convicción: la necesidad de aportar lo que pudiera estar en su mano al proceso de sanación de las heridas causadas por ellos mismos.

Nunca me cansaré de enfatizar la importancia de esta circunstancia. De no haber existido y haber sido expresada esta voluntad de acercamiento por parte de los presos disidentes de ETA, jamás se habrían producido los encuentros.

Junto a este deseo, hablaba antes también de una casualidad, como factores que explican la existencia del proyecto. Y de tal ha de calificarse el conjunto de circunstancias que concurrieron en el momento concreto de manifestarse la mencionada voluntad de los presos de acercarse a las víctimas de la organización terrorista en la que habían militado. Unas circunstancias en las que el factor humano fue determinante.

Las instituciones penitenciarias están concebidas para unos fines y objetivos entre los cuáles no aparece nada relacionado con el mundo de las víctimas, que les es completamente ajeno (por desgracia). Así, cuando los responsables del Centro Penitenciario de Nanclares de la Oca intentaron dar cumplimiento a los deseos de los presos disidentes de ETA de acercarse a sus víctimas, se encontraron con la dificultad de acceder a ellas para trasladarles esa iniciativa; no había demasiadas vías de contacto. De ahí que, agotados un par de intentos con resultado negativo, se vieran en la necesidad de acudir a la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco en demanda de colaboración.

Ese contacto lo realizó el político socialista Jesús Loza, enlace entre el gobierno central y el vasco (ambos socialistas) para todo cuanto tuviera que ver con la vía Nanclares. Parlamentario vasco de amplia trayectoria en asuntos relacionados con la paz, la convivencia y las víctimas del terrorismo, con el que, precisamente por ello, manteníamos una estrecha relación basada en la confianza mutua.

Los responsables de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo pensamos que el acercamiento pretendido por los presos disidentes solo podía producirse en condiciones muy especiales, con preparación previa de las víctimas y, sobre todo, con garantías suficientes para ellas. Confieso que cuando propuse a Jesús Loza la idea de la intervención de profesionales de la mediación para desarrollar y facilitar el proceso de acercamiento, ya tenía en mente a las personas idóneas concretas para esa responsabilidad, con las que me unía una relación de absoluta confianza tanto profesional como personal. Por eso, cuando obtuvimos la luz verde para presentar un proyecto, nos faltó tiempo para darle el susto a Esther Pascual, proponiéndole embarcarse en tan inédita y arriesgada empresa. Era una persona que tenía experiencia en el campo de la mediación penal y penitenciaria, aunque su práctica en el ámbito de los delitos de terrorismo fuera absolutamente inédita y novedosa.

Se elaboró un pequeño proyecto, estableciendo fundamentalmente objetivos y metodología y fue remitido a los responsables de Instituciones Penitenciarias para su validación.

En ese momento, al frente de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias se encontraba la política socialista Mercedes Gallizo, con quien me unía una excelente relación personal y no poca sintonía en lo tocante a asuntos penitenciarios, derivada de mis tiempos al frente de la Dirección de Derechos Humanos del Gobierno Vasco. La confianza volvía a erigirse en factor decisivo a favor de la apuesta planteada.

También los responsables del equipo de mediadores propuesto tenían una relación previa muy positiva con quien era responsable máxima de Instituciones Penitenciarias, con lo que se cerraba el círculo de confianza.

Hay que destacar también en este proceso el papel desempeñado por el magnífico equipo de profesionales y directivos del Centro Penitenciario de Nanclares de la Oca, dispuestos a comprometerse y dedicar lo mejor de sí mismos al desarrollo de su trabajo. Por cierto, en algunos momentos bajo circunstancias especialmente difíciles, por la actitud de incomprensión, cuando no de hostilidad, de algunos de sus compañeros de trabajo, que no llegaban a comprender ese acercamiento a quienes para ellos no dejaban de ser meros terroristas.

Así es como, desde muy pronto, comenzamos a hablar de la “comunidad del anillo”, nombre con el que bautizamos el círculo de relaciones personales establecido, que posibilitó el pequeño milagro de los encuentros, basado esencialmente en la confianza total y absoluta entre sus integrantes.

El desarrollo

Se decidió calificar la experiencia como encuentros restaurativos porque en estos procesos iba a haber muchas diferencias con la mediación penal o autor-víctima que se venía experimentado en relación a otros delitos. Pero en todo caso, se insertaba como un mecanismo más dentro del amplio abanico que ofrece la denominada justicia restaurativa.

En los encuentros restaurativos se iban a sentar frente a frente dos personas: una como ex miembro de ETA y otra como persona que ha sufrido la violencia de dicha organización.

Elaborado y aprobado el programa, Esther Pascual, la mediadora elegida, se puso en marcha. Se trataba de trabajar con cada una de las partes (preso y víctima) por separado con el fin de preparar el encuentro entre ambas.

Charla informativa primero con todos los presos de disidentes de la prisión de Nanclares, para explicarles cuál era la vía que se les ofrecía para dar respuesta al deseo expresado por ellos de acercarse a sus víctimas. Desconfianza, suspicacias, recelos…, todo ello fueron circunstancias que se vivieron en aquel primer encuentro. Pese a todo, surgieron voluntarios para estrenar el camino. Comenzaron las charlas individuales con cada uno de ellos.

Cobró importancia un requisito que se planteó desde el primer momento. No habría beneficios penitenciarios de ninguna naturaleza para los presos por el hecho de participar en los encuentros. Por tanto, tenían que analizar cada uno de ellos personalmente sus motivaciones para hacerlo y valorarlo suficientemente.

La ausencia de discurso justificativo en estos victimarios fue uno de los factores fundamentales a valorar por la mediadora, dado que era la pieza clave para la responsabilización individual de sus acciones y, en su caso, la petición de perdón a la víctima.

La mayoría de los presos intervinientes confiaron y creyeron que el encuentro restaurativo les ayudaría en su proceso de revisión crítica de su propio pasado.

En paralelo, la mediadora inició el proceso con las víctimas. Desde la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo seleccionamos un grupo de personas, familiares directas, de asesinados por ETA, con quienes se reunió Esther para explicarles con detalle el proceso, después de que nosotros les hubiéramos adelantado someramente el motivo de la cita.

Cierto es que la selección se basó en un elemento crucial: la confianza. Todas las personas que acudieron eran de nuestra absoluta confianza y presentaban características que permitían suponer una disposición razonable cuando menos a escuchar la propuesta sin salir corriendo escandalizadas.

También de aquella reunión salió un pequeño grupo de víctimas que mostraron su conformidad con la participación en el proyecto presentado.

Cabe destacar que todas ellas mostraron unas inquietudes comunes, centradas en conocer las garantías que ofrecía el proceso. Resultaba determinante en este sentido, la ya citada inexistencia de beneficios para los presos por su participación en los encuentros, en la medida en que ello despojaba su iniciativa de intereses espurios y fortalecía la sinceridad de sus planteamientos, cuestión importantísima para las víctimas.

Al mismo tiempo, cabe señalar que ninguna de las que aceptaron tomar parte en el programa creyó en ese instante inicial que necesitara dicho encuentro o siquiera que del mismo pudiera obtener algún tipo de satisfacción personal, entendiendo muchas de ellas que no necesitaban el perdón y que su duelo estaba perfectamente elaborado. Sin embargo, la convicción profunda, de carácter altruista, de que su gesto podía contribuir modestamente a superar el odio en la sociedad vasca y a transformar el miedo y el rencor en convivencia y respeto, animó la decisión de todas ellas.

A pesar de que se ha hablado mucho sobre ello después, es conveniente subrayar que los encuentros restaurativos no tenían como objetivo específico pedir perdón ni perdonar. Cuestión distinta es que tal acción se planteara en el curso de la conversación que ambos habían de mantener y que era realmente el objetivo perseguido. Un espacio de libertad y de diálogo para ellos, nada más.

Tras la reunión grupal con las víctimas, la mediadora inició el trabajo individual con cada una de ellas, siempre en paralelo al realizado con los presos, procediendo a diseñar los emparejamientos entre unos y otros de cara a la celebración de los encuentros.

Solo cuando entendió que se daban las condiciones idóneas para que pudieran cumplirse los objetivos señalados anteriormente, se procedió a fijar las fechas oportunas, celebrándose los cuatro previstos en esta fase. Dos de ellos en el interior del centro penitenciario de Nanclares de la Oca y los otros dos en dependencias discretas del gobierno vasco en el exterior, pues dos de los presos intervinientes gozaban de un régimen de semilibertad.

De estos encuentros, tres fueron protagonizados por víctimas indirectas, es decir, familiares de personas asesinadas por ETA, pero no por el preso concreto con quien mantenían el encuentro. El cuarto, sin embargo, sí correspondió a un miembro del comando que asesinó al marido de una de las víctimas participantes.

El carácter indirecto de esta relación no desmerecía el valor del encuentro porque tanto victimarios como víctimas asumían el carácter colectivo de la acción terrorista, pese a reconocer que la participación directa aportaba un plus de autenticidad a la iniciativa. Es decir, un preso de ETA asumía moralmente como propios todos los asesinatos de la organización y, por ello, no tenía inconveniente, al contrario, en afrontar el cara a cara con cualquier víctima de la misma.

Al mismo tiempo, una víctima de ETA, sabía que lo era de la organización terrorista, más allá de las personas que circunstancialmente llegaron a apretar el gatillo o colocar la bomba que segó la vida de su ser querido.

Algunas características del programa

La participación en el programa estaba presidida, como no podía ser de otra manera, por la más absoluta voluntariedad, la cual se daba tanto en el momento de adoptar la decisión de participar como en cualquier otro posterior del proceso, de forma que era perfectamente posible descabalgarse del mismo en cualquier momento.

El encuentro en sí mismo se conformaba como un espacio de libertad para la víctima, que carecía de obligaciones y cuyos únicos límites venían marcados por el respeto debido a cualquier persona, que excluía insultos o agresiones. En ese marco, la víctima podía escuchar, reprochar, preguntar, no responder…De hecho, ante una eventual petición de perdón, ni siquiera tenía obligación de contestar y mucho menos de hacerlo necesariamente en sentido afirmativo.

Por su parte, para los victimarios era imprescindible la asunción, como se ha indicado anteriormente, de la responsabilidad moral de sus actos, así como la declaración formal de no causar daño alguno.

Todo el proceso estaba sometido a la más absoluta confidencialidad. Los participantes tenían la seguridad de que nada de cuanto se dijera en esas coordenadas de espacio y tiempo que iban a compartir, iba a ser conocido fuera de las paredes que los protegían, salvo que ellos mismos decidieran, de común acuerdo, darlo a conocer.

Es importante destacar que la celebración del encuentro no entrañaba, como bien eran advertidos en tal sentido, tanto la víctima como el victimario, ningún tipo de garantía de resultado final. Tan solo se cuidaba la evitación de consecuencias negativas para la víctima, aspecto que se trataba precisamente en las labores preparatorias del encuentro.

Por último, señalaré que, como he mencionado anteriormente, esta iniciativa se inserta en lo que llamamos mecanismos de la Justicia Restaurativa. Básicamente ello significa que conforma un instrumento válido para articular la reparación de la víctima, al tiempo que la recuperación del victimario, en expresión acuñada por el profesor Reyes Mate.

En efecto, el programa tenía presente que el encuentro buscaba también proporcionar a la víctima una satisfacción que le está vedada en el proceso penal ordinario. Es sabido que nuestro proceso penal busca básicamente el castigo del culpable, la declaración de responsabilidad penal del autor del delito, circunscribiendo la reparación de la víctima al aspecto material.

Sin embargo, en no pocas ocasiones, las víctimas en general – y puedo asegurar, por mi experiencia personal de relación con ellas, que las del terrorismo, en particular – muestran inquietudes y deseos insatisfechos en relación a otro tipo de cuestiones. Esther Pascual consiguió la explicitación por parte de las víctimas con las que trabajó, de varias de estas cuestiones: ¿Por qué mi padre? ¿Qué sentiste en el momento de matar? ¿Duermes la noche del asesinato? ¿Conocías a la persona asesinada? y otras similares surgen en la mente de las víctimas que tienen ocasión de reflexionar mínimamente sobre ello.

Igualmente hay víctimas que desean dar a conocer de primera mano al victimario el testimonio del dolor y el sufrimiento concretos causados. Trasladarle, cara a cara a quien provocó ese daño irreparable, el relato de las consecuencias precisas e individualizadas de sus actos. Escuchar el testimonio de Iñaki García Arrizabalaga referido a su encuentro con Fernando de Luis Astarloa no tiene precio, cuando explica este momento.

El proceso penal no da cabida a este interés de la víctima, quien tiene que abandonar sus pretensiones, arrinconándolas en la frustración.

Pues bien, el programa de encuentros, como mecanismo de justicia restaurativa brindaba a la víctima precisamente la posibilidad de obtener este tipo de satisfacción moral adicional, a través de la entrevista con el victimario, constituyendo esta circunstancia uno de los elementos cruciales de la iniciativa, especialmente a la hora de la evaluación de la misma.

Evaluación y conclusiones

El programa de encuentros restaurativos se desarrolló en dos fases, ambas materializadas a lo largo del año 2011, aunque luego hubo un epílogo de otros dos encuentros más, en el año 2012. A los cuatro primeros celebrados en la primera, se unieron otros ocho más en una segunda fase que se desarrolló ante la muy positiva valoración que se realizó de la primera celebrada en el mes de mayo.

También la segunda fase obtuvo unos resultados altamente satisfactorios.

Todos los participantes en los encuentros salieron de los mismos con la sensación de que les había resultado muy útil y gratificante el mismo. Podemos hablar del sentimiento positivo de todos los participantes.

A modo de ejemplo, una de las víctimas no llegó siquiera hasta su vehículo, al salir del centro penitenciario, antes de llamarnos a los impulsores del programa para mostrarnos de manera vehemente su agradecimiento por haberle invitado a participar.

No pocas de ellas descubrieron que, pese a entender, antes de comprometerse con el programa, que no obtendrían ninguna satisfacción personal del mismo, centrando su motivación para participar, en el aspecto altruista y de contribución a la convivencia en Euskadi, sí había tenido efectos positivos en su interioridad. Dicho de otra manera, las víctimas descubrieron que el arrepentimiento y el perdón sirven no solo a nivel general sino a nivel personal también.

Escuchar de viva voz, sosteniendo la mirada en los ojos, al victimario asumir su responsabilidad e incluso pedir perdón, valorando la sinceridad de tal posición y declaración, acabó proporcionando a no pocas de las víctimas asistentes un plus de sosiego y paz en su fuero interno que siempre agradecerán y que les sirvió para completar un genuino recorrido de reparación moral.

Al mismo tiempo, los encuentros contribuyeron a la recuperación para la sociedad de los victimarios que participaron con un discurso reparador, autocrítico y de deslegitimación de su propia violencia y contribuyendo decisivamente a la recuperación ética de la convivencia y al establecimiento de un relato justo de la violencia.

No me resisto a subrayar la importancia capital que esta cuestión tiene para el proceso de deslegitimación de la violencia que debe ser la piedra angular del ejercicio del derecho a la memoria de la sociedad. El relato de los presos disidentes de ETA en estos encuentros es un relato esencialmente moral y con un valor cualificado. Es la voz precisamente de quienes apostaron en su día por la práctica de la violencia; quienes comprometieron lo mejor de su vida en una drama que solo generó sufrimiento; los más legitimados y autorizados para hablar de error ético y no solo de equivocación estratégica. Los presos lograron transmitir su arrepentimiento, su dolor por el daño causado y sus ganas de transformar el odio en paz.

Sin embargo, los poderes públicos del momento no optaron por amplificar estas voces, pese a que, por un lado, cumplían objetivos de tipo moral, y, por otro, contribuían a extender la reflexión política sobre la necesidad de acabar con la práctica de la violencia y apostar exclusivamente por las vías pacíficas y democráticas.

Como los propios miembros del colectivo de Nanclares afirmaban a quienes querían escucharles, ellos pretendían hacer política y predicar entre “su” gente, decir, la izquierda abertzale. No renunciaban, sino al contrario, al proselitismo de sus reflexiones, en la convicción absoluta de que su opción no era solo la mejor desde un punto de vista ético, sino también político.

Así las cosas, uno intenta comprender la excesiva prudencia, cuando no el miedo, que atenazaba a los responsables políticos del momento, que no quisieron, no supieron, o no pudieron, apostar decididamente y sin complejos por todas las consecuencias positivas que podían haberse derivado de la amplificación y difusión de lo que suponía la vía Nanclares y, como punta de lanza o práctica con un alto valor pedagógico, los encuentros restaurativos.

Esta circunstancia habla con elocuencia del clima de intolerancia y presión al que cierta derecha política y mediática sometió al gobierno socialista de Rodríguez Zapatero en lo tocante a la política antiterrorista y penitenciaria, a lo largo de todo su mandato.

Retomando las consecuencias del proyecto de los encuentros, supusieron la constatación, en cierto modo, de que la derrota del terrorismo no exigía la derrota de la persona. También quedó muy cuestionada la aparentemente indestructible vinculación entre la satisfacción de la víctima y el castigo del culpable, ante la evidencia de que otras vías eran posibles.

Si situamos el proceso de los encuentros en el contexto del desistimiento de ETA respecto a su actividad (20 de octubre de 2011, declaración de cese definitivo), podemos afirmar también que esta iniciativa contribuyó cualitativamente al proceso final de la violencia y a la reconstrucción de la convivencia en Euskadi.

Por otra parte, se trató de un proyecto alternativo. No era razonable pensar que este fuera un programa susceptible de aplicación generalizada al conjunto de los presos, como tampoco había muchas víctimas dispuestas, a priori a sentarse frente a un miembro de ETA, por mucho que se hubiera desvinculado de la organización. Ninguna de las actitudes personales que permitían los encuentros eran exigibles ni a los presos ni a las víctimas, más allá de que pudieran ser deseables. No eran conductas obligatorias. Sin embargo, sí extrajimos como conclusión la convicción de que la Administración Penitenciaria debía articular los mecanismos que hicieran posible este diálogo-encuentro entre presos arrepentidos y víctimas que quisieran, en cualquier momento, recorrer ese camino.

Lamentablemente, no sucedió eso, sino todo lo contrario. El programa fue interrumpido con el cambio de partido gobernante en España. La llegada del Partido Popular y sus nuevos responsables penitenciarios, en enero de 2012, muy poco sensibilizados con la reinserción y con las actuaciones seguidas por sus antecesores, no dudaron en poner innumerables trabas a la acción de los mediadores, hasta el punto de dar al traste con los procesos en marcha en ese momento y cegar por completo la vía de los encuentros restaurativos.

Ello deja la duda de qué alcance podría haber llegado a tener el programa en el caso de que hubiera tenido continuidad, se hubiera trabajado con más presos en los procesos de revisión autocrítica, favoreciendo, con una aplicación más flexible de la normativa penitenciaria, la situación de quienes avanzaran por este camino.

Aún con esa oposición, el equipo de mediadores que coordinó Esther Pascual durante la fase de los encuentros continuó trabajando en pro de la continuación del programa, aunque no fuera ya con apoyo institucional. Se consiguieron realizar dos nuevos encuentros fuera de la prisión, confirmando, por un lado, la bondad del proyecto y, por otro, las enormes dificultades de seguir adelante con el mismo sin la complicidad de los servicios penitenciarios.

Con el cambio de gobierno también en Vitoria, a finales de 2012, recobrando el PNV el poder autonómico, se consolidó el ocaso de la vía Nanclares. La dirección de la política de paz y convivencia del Gobierno Vasco se marcó como objetivo claro coadyuvar al fin de la actividad de ETA mediante un acuerdo con la organización terrorista. A tal fin, todas las iniciativas debían estar supeditadas o, al menos, no debían entorpecer el avance hacia la consecución de dicho objetivo. Así las cosas, era difícil que se mantuviera un apoyo decidido por parte del gobierno vasco al colectivo de presos de la vía Nanclares, pues éstos tenían la consideración de traidores para la organización armada, y su defensa no era precisamente el mejor aval para conseguir negociar o favorecer acuerdos de ningún tipo con la banda.

De esa forma, los últimos años fueron de ausencia de cobertura política y apoyo material para los ex etarras disidentes críticos con la violencia. Sencillamente quedaron huérfanos de apoyos institucionales.

Con el paso del tiempo, se han ido produciendo las excarcelaciones de quienes protagonizaron los encuentros restaurativos, si bien, no han diferido mucho de las que se han llevado a cabo con los ortodoxos del colectivo etarra, en los que no ha existido el más mínimo indicio de arrepentimiento o postura autocrítica.

Siempre nos quedará la duda de cuál podía haber sido el recorrido del proyecto de encuentros. Hay quien sostiene la conveniencia de retomarla, si bien fuera de los muros de las prisiones; es decir, no con presos, sino con expresos. Eso no sería ya política penitenciaria, sino políticas de convivencia y de reconstrucción de relaciones sociales.

A día de hoy, uno piensa en el tiempo que vive. En Euskadi gozamos de cotas de paz y libertad que, sin ser aún suficientes, sí resultan inéditas en las últimas décadas.

Es tiempo de transformar la política penitenciaria, de abandonar su condición de instrumento de una política antiterrorista afortunadamente ya innecesaria, con ETA derrotada, para convertirse en una pieza más de una política favorecedora de la convivencia.

Para quienes tuvimos la inmensa fortuna de estar cerca, la experiencia de los encuentros restaurativos nos permitió acercarnos a aspectos maravillosos del ser humano: a la generosidad, a la fortaleza, entereza, valentía y sinceridad de las víctimas; personas que, después de su tragedia, han sabido salir sin odio, sin afán de venganza, creyendo en la capacidad de transformación del ser humano y dispuestas a conceder una segunda oportunidad a quienes les ocasionaron tanto daño. Y no identificándose con su condición de víctimas, que es una parte de su vida y de su ser, pero no su identidad.

También nos permitió conocer la complejidad de seres humanos que utilizaron equivocadamente una injustificable violencia, que pisotearon la dignidad humana, pero que tuvieron la capacidad y la valentía de pasar de verse a sí mismos como héroes a descubrirse como asesinos y salir de este trance fortalecidos, capaces de ponerse delante de una víctima de ETA, escuchar su sufrimiento, responder a sus preguntas, asumir la injusticia del daño causado, comprender el sufrimiento provocado y pedir perdón; deseosos de construir paz en Euskadi y de aportar su experiencia y sus reflexiones a la revisión crítica del pasado.

Participar en la vida pública tiene, a veces, estas pequeñas grandes satisfacciones. Tomar parte en iniciativas como la de los encuentros restaurativos justifica el sentimiento de satisfacción y orgullo que sentimos hacia nuestro paso por la responsabilidad pública. El orgullo de haber hecho política en un sentido genuino, obteniendo además un resultado gratificante para quienes sufrieron directamente la violencia que azotó nuestra tierra. Solo por esto, ya puede estar uno satisfecho.

 

7.1.20

El final de los agravios comparativos entre víctimas del terrorismo.

Acaba de hacerse pública la noticia del fallo emitido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en relación a la indemnización que la Ley 29/2011, de Reconocimiento y Protección Integral de las Víctimas del Terrorismo, prevé para éstas, declarando no ser contraria a derecho la denegación de dichas indemnizaciones por parte del Estado Español a familiares de víctimas que pertenecían a organizaciones terroristas.

Se da la circunstancia, como bien explican algunos de los medios que han tratado la noticia con un cierto rigor, de que no se trata de cuestionar el reconocimiento de la condición de víctima del terrorismo de dichas personas, pues esta circunstancia ya fue resuelta conforme a la Ley de Solidaridad de 1999 y muchas de ellas ya ostentaban esa condición de víctimas, habiendo además percibido por ello, las cantidades que dicha norma legal asignaba en concepto de indemnización a todas las víctimas legalmente reconocidas como tales.

Una de las novedades que incorporó la Ley de 2011 respecto de la de 1999 fue precisamente la actualización al alza de las cantidades concedidas en concepto de muerte o incapacidad, entendiendo que las cuantías de 1999 habían quedado un tanto raquíticas, a la vista de las responsabilidades civiles que la Audiencia Nacional venía fijando en las sentencias dictadas en casos de terrorismo y cuyo abono correspondía al Estado, precisamente en virtud del mecanismo de subrogación que traduce el principio de solidaridad inspirador de la Ley.

En el fondo, latía también la idea de equiparar en lo posible las cantidades percibidas por las víctimas, en aras de un principio de igualdad cuya ausencia ha generado siempre notable inquietud en el mundo de las víctimas y sus asociaciones.

Lo cierto es que la reciente resolución del TEDH viene a pronunciarse únicamente sobre aquello que le fue cuestionado y que consistió en determinar si la resolución denegatoria de la indemnización por parte de la administración central, basándose exclusivamente en informes policiales para determinar la pertenencia a banda armada u organización terrorista, vulneraba el principio de presunción de inocencia o no. Y lo hace concluyendo que no, con lo cual valida la actuación administrativa. Se acabó pues el camino judicial para conseguir un objetivo que, se mire como se mire, era y es loable y plausible: respetar el principio de igualdad y no establecer agravios comparativos en el tratamiento que el Estado debe brindar a todas las víctimas del terrorismo. En este caso, a sus familiares.

La cosa tiene bemoles, si tenemos de nuevo en consideración la paradoja que ya hemos mencionado anteriormente. Muchos de estos familiares ya percibieron la cantidad que les correspondía conforme a la legislación de 1999. Cabe preguntarse: Si se les trató igual entonces ¿por qué se les discriminó después? ¿Qué cambió entre 1999 y 2012?

Reparemos en el proceso seguido para llegar a este frustrante resultado final.

La Ley 29/2011, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo fue aprobada por la totalidad de los grupos políticos del Congreso, a excepción de la única diputada de UPyD. El esfuerzo de consenso realizado por todos los partidos políticos fue digno de admiración y estuvo a la altura del fin perseguido.

Sin embargo, unos meses después, tras las elecciones generales que otorgan al Partido Popular la mayoría absoluta, el gobierno de Rajoy cuela por la puerta de atrás que supone el cajón de sastre de la Ley de Presupuestos, una modificación de la mencionada Ley 29/2011. Eso sí, se esfumó el esfuerzo de consenso con todos los grupos políticos realizado para la aprobación del texto legal. En esta ocasión solo contaron con el PSOE, que apoyó la iniciativa. Un apoyo, por cierto, que tal vez hayan lamentado después, a la vista de los resultados.

Para constancia de los interesados, esta modificación se llevó a efecto a través de la Ley 17/2012, de 27 de septiembre, de Presupuestos Generales del Estado para 2013, Disposición Transitoria decimoséptima, que introduce un nuevo artículo 3 bis de la Ley 29/2011, de 22 de septiembre que guarda relación, a su vez, con los artículos 2, 3 y 8 del Instrumento de Ratificación del Convenio Europeo sobre indemnizaciones a las víctimas de Delitos violentos, hecho en Estrasburgo el 24 de noviembre de 1983 (BOE, número 312, sábado 29 de diciembre de 2001).

¿Por qué no estuvo esta cuestión encima de la mesa de quienes pactaron con tanto esfuerzo y denuedo el contenido de la Ley, antes de julio de 2011? ¿Qué circunstancia nueva ocurrida entre esa fecha y junio de 2012, pudo justificar una iniciativa que contravenía actuaciones precedentes de la propia administración del estado, la cual había indemnizado ya a esos mismos familiares de víctimas? Es difícil encontrar una explicación confesable, tratándose de una administración, que debe respetar el principio de interdicción de la arbitrariedad, contemplado en el artículo 9.3 de la Constitución.

Pero, con todo, y llegado el punto en que nos encontramos, con el agotamiento de la vía judicial, hay otra circunstancia en este asunto, que merece atención.

La reforma legal de la que venimos hablando se limita, en lo que afecta al tema aquí tratado, a establecer la aplicabilidad de lo dispuesto en el Convenio Europeo sobre indemnización a las víctimas de delitos violentos, a los casos de indemnizaciones a víctimas del terrorismo previstas en la ley de 2011. (“La concesión de las ayudas y prestaciones reconocidas en la presente ley se someterá a los principios que, para ser indemnizadas, se establecen en el Convenio Europeo sobre indemnización a las víctimas de delitos violentos”).

Por su parte, este Convenio, en su artículo 8.2, que es el aplicable al caso, establece que Se podrá reducir o suprimir asimismo la indemnización si la víctima o el solicitante participa en la delincuencia organizada o pertenece a una organización que se dedica a perpetrar delitos violentos.

Como es sencillo colegir, este texto legal, lejos de establecer un mandato de cumplimiento obligatorio, concede una potestad al Estado que lo aplique, de manera que la decisión denegatoria de la administración constituye un acto discrecional y, por tanto, un ejercicio de la libre voluntad política.

En otras palabras, las indemnizaciones a familiares de víctimas del terrorismo que pudieron pertenecer a bandas armadas fueron denegadas única y exclusivamente por un acto estricto de voluntad política. Legal, sí, pero voluntad, al fin y al cabo.

Y pienso yo: Lo mismo que se dijo que no, se pudo haber dicho que sí; y lo mismo que se dijo que no, se podrá decir que sí, dado que no hay obstáculo legal que lo impida.

En consecuencia, y ahora que estamos inmersos en un nuevo proceso de revisión de la Ley de Reconocimiento y Protección Integral de las Víctimas del Terrorismo, impulsada y motivada por el deseo de poner fin a otra situación de agravio comparativo que genera notable malestar entre los colectivos de víctimas, como es el de la diferente cantidad indemnizatoria que perciben quienes tienen sentencia frente a quienes no la tienen, sugiero que se aproveche para poner fin a este otro agravio comparativo. Puede y debe iniciarse un proceso en el que la voluntad política – la misma que creó el problema – lo solucione ahora, reconociendo el derecho de estas personas a percibir las indemnizaciones que legalmente les corresponde, en igualdad de condiciones respecto a las demás víctimas del terrorismo.

Un reto del nuevo parlamento y del nuevo gobierno.

 

21.7.19