La comida de la Cofradía, el último domingo de cada agosto, día final de las fiestas en Laudio, es un rememorado ritual. Año tras año se despliegan parecidos protocolos, se repiten rutinas y gestos, las imágenes son similares. Desde la preparación de los fuegos para cocinar, los pucheros y cazuelas, los tableros y los bancos corridos para la mesa, la mantelería blanca rematada con las espléndidas jarras de cerámica que contienen el azumbre de vino trasegado en la comida y las hogazas de pan sobre ellas, la proximidad de la hora de comienzo, el gentío arremolinado en torno al pórtico para ver el ambiente… Todo se asemeja a lo ya vivido en tantísimas otras ocasiones, pero lo que, sobre todo, refuerza este carácter ritual es la presencia de las personas concretas: Cada año ocupando el mismo sitio, con los mismos compañeros al lado y enfrente, la misma instantánea en blanco y rojo de los cofrades. Eso, una fotografía, que no una película. Lo estático frente a lo dinámico; la fijación química de un instante de la vida, de un instante repetido cada año el mismo día, en parecida fecha, la misma fotografía.
Pero todos sabemos que eso no es del todo así; que no todo se repite, que es imposible. Sí, es verdad que el ritual nos permite valorar los cambios habidos en el aspecto de quienes nos rodean, a quienes tal vez no hayamos visto desde la última foto en blanco rojo, 365 días antes. Pero, por encima de eso y sobre todo, lo que rompe el rito de una manera más llamativa y a la vez definitivamente humana es la constatación de las ausencias. Esas pequeñas alteraciones del lienzo que hacen diferente cada imagen anual. Y, con cada ausencia, la punzada de la pérdida, la consciencia del inexorable tempus fugit y de la vida, la melancolía que provoca un tiempo imposible de detener, por más fotografías que uno dispare, y que se nos va llevando poco a poco a todos.
Cuando era pequeño, siempre iba, con mi primo Nacho, al postre de la comida. Corríamos a saludar a nuestros padres, que comían (y comen aún, bendita suerte) juntos en la misma jarra. Sabíamos que la alegría externa que mostraban se traducía en una generosa dádiva monetaria que alegraría nuestro fin de fiesta. También aquella escapada a las mesas era un ritual. Mi padre, mi tío y sus dos amigos y compañeros de jarra, Jesús y Josemari. Siempre igual.
Cuando a partir de mis 16 pude sentarme también yo a comer por primera vez, acudir al postre a la jarra de mi padre a saludarles continuó siendo un ritual. Lo único que había cambiado es que yo era ya uno más de ellos, un cofrade comensal más. Así ha sido, año tras año, durante los últimos 39, excepción hecha del de las inundaciones, en el que no se pudo celebrar la comida de hermandad.
Ahora que nuevamente se acerca la Cofradía de este año, la fotografía de la mesa que retengo desde la infancia ya no será la misma: A sus 85 años, ha muerto Josemari, el eterno compañero de fiestas de mi padre; la figura cercana, cariñosa y eternamente sonriente que siempre estaba a su lado cuando había que gozar sanamente de la juerga, uno de los cuatro compañeros de jarra en la comida. Tuve la fortuna de disfrutar de su amistad cómplice en los últimos años, una vez que hubo aceptado el reto de ser miembro –como yo– de la Comisión de la Cofradía; pude escuchar de su boca alguna que otra aventura que mi padre jamás me habría contado. Compartir con él, en magnífica compañía, el placer de una buena sobremesa, de agradable charleta, saboreando un habano… Y lo recuerdo con una sonrisa íntima y un punto de emoción, pensando que ahora eso se acabó. Ya no habrá ese brindis que todos los años, en medio de la comida, ofrecía a Aitor, en recuerdo del padre de éste, con quien inició ese también pequeño ritual hace ya muchos, muchos años. No habrá más brindis, ni puros, ni anécdotas, ni emociones vivamente compartidas en tertulias interminables.
Dentro de solo unos días, cuando sentado en mi sitio, a varias mesas de distancia, mire hacia la jarra de mi padre, habrá otra ausencia más, la de nuestro querido Josemari (Jesús ya tuvo que dejarlo, por enfermedad, hace unos años y también ha fallecido recientemente), y esta punzada que ahora siento detrás del esternón volverá a hacerse presente por su falta insustituible, pero también cuando vea a mi padre, a su avanzada edad, comer y brindar un poco más solo, poblado de los recuerdos de tantas cofradías y fiestas como compartió con su buen y fiel amigo…
Transcurren estos días de agosto canicular y acaban de comenzar los “sanrroques” con el bullicio habitual. Hace nada, igual que sucede cada año por estas fechas, el cielo fue inundado por el maravilloso espectáculo de las Perseidas, popularmente conocidas como las Lágrimas de san Lorenzo… Y, ahora que mis dedos abandonan el teclado, pienso en esa lluvia de innumerables meteoritos de alta actividad, que puntualmente nos recuerda la singular belleza de todo aquello que llamamos vida… en su definitiva fugacidad.
Este domingo de la Cofradía, Gotzon, Patxi, Txutxín y yo, compañeros de jarra, daremos inicio a la comida con nuestro ritual de siempre: alzaremos nuestros vasos llenos de vino, los juntaremos en el centro y, mirándonos a los ojos, susurraremos satisfechos «un año más». Y tendrá más sentido que nunca.
18.8.16
Un precioso homenaje a José Mari Reguera y al más bonito sentido de la Cofradía. Sin ser cofrade, me he emocionado mucho. Gracias Txema
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El hueco que va a dejar el Caballero cofrade – Caballero por imagen y por actitud – se va a dejar sentir especialmente. Cierto…
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