Uniforme de camisa blanca y corbata azulona (ese nudo siempre sesgado hacia un lado), con jersey de pico azul marino; los deliciosos recortes sobrantes de las obleas (sin consagrar) y que recibías según el propio merecimiento. La merienda (aquel pan con chocolate Chobil; o Zahor, para hacer la colección de Juanito) y a la calle, a jugar. La calle, siempre la calle, la Plaza. En el patio de las monjas chutando alguna que otra rata muerta para echárselas a las chicas. La pared del urinario con el caño todo lo largo, a ver quién iba más atrás sin que el chorro dejara de caer dentro del caño. Ojo de buey, punzón y tijerillas (Txorro, morro, piko, taio, ke) en el pórtico de la iglesia, donde también caían juegos como la cruz, sangre, policías y ladrones o aquella joya que era dólar con rayo y que no conoce casi nadie, con su morcilla estirada, napoleón revisa a sus soldados y otras varietés. Fantomas, el Zorro y cualquiera de romanos o de vaqueros en la primerísima hora de la tarde del domingo en el atiborrado cine de los frailes. La sala de la congregación, los campeonatos de futbolín y las partidas de cartas. El colegio entero dividido en blancos y azules para los juegos por la onomástica de San Juan Bautista. Conocer lo que era la jornada laboral intensiva, en este caso, de monaguillo las mañanas de los domingos para sacar unas pelas. Dunking y Bazooka para masticar, hasta que llegó el cosmos negro cuya excentricidad nos cautivó. Lo del Cheiw vendría más tarde. Siempre sin dejar de ser fieles a las pipas Facundo, con su bola amarilla en cada paquete que, si era roja en su interior, daba derecho a obtener otro de regalo.
La Patxa y la Bruna, los caramelos de nata a perra gorda, el regalíz de zara, los bollos secos (qué cara la mantequilla), el jariguay y más futbolín. La rana, para mayores. Los baños del sábado a base de llenar la bañera con pucheros de agua calentados en el fuego de la cocina. Albornoz amarillo y Viaje al fondo del mar. Ah, Kowalski… Clase los sábados por la mañana, pero con televisión escolar. Félix, el amigo de los animales, le decían. Y venga a ponerme medias de rombos hasta la rodilla. Aquella estufa de leña en medio de la clase de primero en los frailes… setenta pipiolos. José Puertas nos sufría y nos domaba, a medias. Vales de disciplina, concursos de catecismo. ¿He hablado ya de «Guardianes del espacio»? Guau, los thunderbirds numerados como naves espaciales y una Penélope que aún siendo muñeca, le provocaba a uno un cierto desasosiego. «Vida y color» y el mercadillo de cromos de los domingos en la plaza. Furgol, si era en septiembre-octubre. Iríbar, Sáez, Etxeberria, Aranguren, Igartua… Un patio de colegio donde éramos capaces de jugar tres o cuatro partidos simultáneos, sin confundirnos de balón. Curtis, por supuesto. Sonidos de mis mañanas: La sierra de la carpintería y los rebuznos de los burros atados apenas a treinta metros de mi cama, bajo la cuesta de San Roque.
La rivalidad entre barrios jugando a fútbol en cualquier campa. La chimbera y los balines; unas merendolas de cumpleaños surtidas más de ilusión que de suculencias. Silencio en la sala, que viene doña Pascuala. Y todos a correr. Las martinicas, que además de estallar repiqueteando al rascarlas contra la pared, te permitían, al humedecerlas, pintarte la cara de fosforito en la oscuridad. De nuevo la clase de las monjas con la tabla de multiplicar sobre el tablero que parecía un reloj y uno que salía a señalar con la regla de madera. Sí, esa que acababa inmisericorde en tu mano si la hacías y te pillaban. Dos modalidades de golpe: en la palma, con la mano extendida y en las puntas de los dedos con ellos reunidos arriba (ésta era jodida). Los colgadores de las batas y el cuarto de los ratones. Cuando había recado a la botica, caían algunas gominolas verdes de Pepe o Lola. Excelentes. Chapas y billetes de tren sobre geometrías de tiza blanca en el suelo. Pistas de iturris en la arena. El Domund con el panel del termómetro para la competición de donativos por clases. Caligrafía, puntillo, tintero, secante… toma ya. Eso sí, todo con borona de la que se comía luego el hermano Alfredo cuando su fino olfato la detectaba en clase y te la confiscaba debidamente. Las escaleras del pórtico de las monjas, el melonero y el charlatán, todo sin moverse del sitio.
Vuelvo a primer grado y la clase de Puertas, el hermano Jacinto con los boletines de notas todos los sábados. «Setenta puntos en adelante, pasen» y te soltaba la consabida barra de regalíz de zara, para humillación de quienes nunca la cataban. Los infructuosos intentos de hacer navegable el Aldaikoerreka y a secar a la cocina de chapa de la abuela, claro. Tiempos de fijador Lucky, qué bien olía. Aromas de leña con los primeros fríos. Comprando mostachones o españoles sobre papel de estraza en el Maruri, donde Miguel Urquijo, mientras pasábamos a hurtadillas el dedo por el bacalao salado para chupárnoslo después. Antorcheros desgarbados con la cara pintarrajeada de corcho negro para salir en la cabalgata. Pulgarcito, DDT, Tíovivo, el Capitán Trueno, el Jabato y el kiosko de Sarralde. Vamos a la cama, sí; con Cleo y compañía y su tonada.
Y, envuelto en esta atmósfera de recuerdos, creo que haré lo propio, que es tarde y tengo sueño. Eso sí, antes me tomaré un fortasec.
28.12.17