Conmemoración en la encrucijada

Este artículo fue publicado en el diario «Público» el día 19 de octubre.

La coincidencia en el tiempo del estreno de la película Maixabel, de Icíar Bollaín y la conmemoración del décimo aniversario de la declaración de cese definitivo de su actividad por parte de ETA, ha vuelto a poner de rabiosa actualidad mediática el «problema vasco», arrumbado a un recóndito rincón en la memoria de los españoles, una vez que se acabaron los muertos y las amenazas.

Y utilizo deliberadamente la expresión «problema vasco» porque comparto plenamente la reflexión de Imanol Zubero en la que afirma que «cuando ETA desapareció, hace diez años, desapareció EL PROBLEMA VASCO (así, con mayúsculas) porque, en realidad, ETA era nuestro problema mayúsculo (…) ETA desapareció y todos los problemas mayúsculos que supuestamente justificaban su existencia se convirtieron en lo que realmente eran y siguen siendo, en problemas políticos con minúsculas, susceptibles de ser abordados como cualquier problema político: reflexionando con inteligencia, diagnosticando con acierto, proponiendo alternativas, convenciendo, acumulando fuerza democrática…«

Así, estos días, todos los medios vuelven sus páginas, sus cámaras y sus micrófonos hacia Euskadi, en busca del balance de esta década, rescatando del ostracismo protagonistas que lo fueron de aquellos tiempos oscuros y dramáticos.

Creo, de entrada, que Maixabel, la película, nos deja el sabor melancólico de lo que pudo haber sido y no fue. Alguien calificó con acierto el programa de encuentros restaurativos entre presos disidentes de ETA críticos con la violencia, y víctimas de esa misma organización, como la «salida ética» al problema de la violencia. Es verdad que fomentar la disidencia ética, política y estratégica en el seno del colectivo de presos pudo haber sido un gran acierto de la Vía Nanclares y Rubalcaba, su mentor, pero la inminencia del final y la promesa de una salida colectiva transmitida desde la organización truncó las posibilidades de encontrar más valientes que dieran un paso al frente en la disidencia.

Las cosas se hicieron finalmente adaptando al caso vasco pautas y modelos clásicos de resolución de conflictos, con visiones esencialmente pragmáticas que priorizaron la consecución del final. Eso sí, sin precios políticos y sin contrapartidas de ningún tipo, se pongan como se pongan algunos. Tan solo se permitió el atrezzo del final, que diluyó para algunos la imagen de una humillante rendición militar.

El 20-O constituyó un símbolo, más que un día especialmente memorable. La consciencia del final de ETA había permeado ya de tal manera al conjunto de la sociedad que el efecto emocional de una noticia tan esperada estaba muy descontado.

Afortunadamente, ya nadie discute que fuera el final. Algo hemos avanzado en estos diez años. Valorar el relato del final de la violencia es interpretar también las causas del proceso, su trayectoria, su eventual justificación y, por supuesto, cómo vaya a explicarse a las generaciones venideras. Por eso, diez años después, volvemos a reproducir la disputa sobre la etiología de aquel final, al igual que lo hicimos cuando el mismo se produjo.

En mi apreciación, fue proceso matizado y complejo en sus causas, donde el resultado final es fruto del conjunto de todas ellas. ETA desistió en su apuesta por la estrategia político-militar. Eso sí, no lo hizo de manera libre y voluntaria, sino condicionada por unas circunstancias que acercaban cada vez más el fracaso del proyecto político que defendía. La misma gente que les apoyó y legitimó durante años, así lo entendió y se lo demandó, configurando el paraguas que necesitaban para anunciar su final y posibilitando el trabajo de atrezzo con el que se vistió el acontecimiento.

Nadie debe dudar de que la efectividad de la acción policial, la colaboración internacional y el marco jurídico diseñado para el juego político fueron claves esenciales para forzar la decisión de ETA. El contexto de desprestigio internacional de la violencia política o religiosa favoreció el proceso. Y, por supuesto, el progresivo y mayoritario rechazo de la propia sociedad vasca a una actividad ética y políticamente intolerable, fue minando el factor de apoyo social, tan importante para una organización que se autocalificaba como vanguardia del pueblo.

¿Qué ha hecho la sociedad vasca en estos últimos diez años? Básicamente acostumbrase con rapidez a vivir tranquila. No desdeñemos el grado de paz y libertad existente ahora en Euskadi, pues no tiene parangón en muchas décadas y eso se ve y se palpa en las calles. Pero tampoco minimicemos la persistencia de discursos que aún justifican la violencia del pasado y no tienen pudor en manifestarlo públicamente ensalzando con júbilo a quienes recobran la libertad sin muestra alguna de contrición.

Una buena parte de la sociedad vasca vivió con sentimiento de ajenidad el problema de la violencia y no ha cambiado de actitud a la hora de afrontar la vida sin la organización terrorista. Demasiada indiferencia y demasiada ignorancia sobre lo sucedido, junto al riesgo inequívoco de un exceso de autocomplacencia acerca del papel desempeñado por la propia ciudadanía vasca en la reacción contra la violencia. Algunos abrazan el modelo gaullista de distorsión de la historia: Vichy fueron cuatro gatos; los franceses estaban todos en la resistance. Y, mire, no, que algunos tenemos memoria.

Euskadi se sitúa hoy en una encrucijada. Repetir el camino del olvido, ya recorrido en la transición española respecto a lo que supuso la dictadura de Franco, o apostar decididamente por políticas de memoria, basadas en los Derechos Humanos, que contribuyan a construir una convivencia más justa. Una memoria con sentido pedagógico que afiance en la sociedad el principio irrenunciable de la deslegitimación de la violencia, que afirme el sinsentido de la misma y del sufrimiento injusto por ella generado. Nunca debió suceder.

Forma parte también de esa encrucijada la exigencia de reflexión autocrítica. Una exigencia a quienes protagonizaron la violencia, pero también a quienes la justificaron y jalearon, a quienes vulneraron derechos humanos en la lucha contra el terrorismo, a quienes permanecieron en silencio e indiferentes ante todo esto…

Con frecuencia, olvidamos que contra ETA no todo lo que se hizo estuvo bien. Que hubo víctimas de vulneraciones de Derechos Humanos cometidos por agentes de las Fuerzas y Cuerpos de la Seguridad del Estado que tienen los mismos derechos que las de ETA. Verdad, Justicia y Reparación. Que el reconocimiento de su condición de tales es aún manifiestamente insuficiente. Y todo esto también forma parte del final de ETA.

No me atrevo a vaticinar cómo será la salida de esta encrucijada. Todo apunta a un futuro de claros y sombras, como casi siempre. Un amigo mío me dijo hace poco que él se conforma con que se desinflame definitivamente el sentimiento épico de la violencia entre quienes la jalearon. A lo mejor incluso eso es demasiado pedir. Mejor me dejo llevar por las palabras que leí este mismo domingo de Ramón Barea: «La imagen de este momento es el ramo de flores rojas con una blanca en el centro que aparece en Maixabel. Representa el futuro que tenemos que construir entre todos«.

21.10.21

El último vals

Artículo publicado en El Correo el día 5 de mayo de 2018.

 

Lo sé. Sé que ésta es la noticia que llevamos tiempo esperando, el objeto de nuestros anhelos, Sé que han sido muchos años de sufrimiento de demasiada gente, para llegar, por fin, a esto. Sé que debería generar alivio, que esa pesadilla que fue ETA pasa definitivamente a ser historia; trágica, pero historia, al fin y al cabo. Sé que todo eso solo debería constituir una buena noticia y que, como tal deberíamos sentirla y vivirla. Y, sin embargo, por más que hurgo no consigo encontrar esa sensación de bienestar. En su lugar, mi ánimo chapotea entre la indiferencia y un sentimiento agridulce y contradictorio.

El proceso de final de la violencia ha sido lo suficientemente largo y fragmentado como para que hayamos descontado hace tiempo ya las alegrías. Un final tan anunciado no podía contar con momento de estallido de confetis y champán. Las emociones han ido dosificándose en fascículos con el declive de la propia ETA, la tregua, el alto el fuego definitivo, el desarme y, ahora, por fin, la disolución. Hemos llegado al final sin ganas de celebrar nada. Carentes de fuerza, ánimo y convicción.

Movidos por el fuerte simbolismo que, sin duda, la noticia tiene, los medios de comunicación están realizando un despliegue informativo con el que realmente están sacando a ETA de la propia irrelevancia de su final, aceptando que es su responsabilidad como informadores.

En medio de todo ello, es inevitable activar la memoria y traer los recuerdos al presente. Y con ellos, los sentimientos y las sensaciones.

Emoción. Dejo a un lado la corrección política, para colocar en primer lugar de esos recuerdos a los centenares de amigos y compañeras con los que tuve el lujo de compartir reflexiones, debates y trabajo en Gesto por la Paz. Un proceso permanente de aprendizaje con todos ellos. Las miles de caras de ciudadanos anónimos que acumularon horas de silencios en plazas y calles de nuestra tierra. Caras que no veías desde la pancarta, pero que sabías que no fallaban; estaban ahí detrás. Todos ellos fueron constructores tan imprescindibles como olvidados de una parte de la paz que hoy disfrutamos.

Desasosiego. Inevitable recordar episodios que hemos arrumbado a la más recóndita buhardilla de nuestro cerebro y que nos interpelan cada vez que los sacamos de ahí. ¿Qué hacíamos, dónde estábamos, mientras tanta gente gritaba “ETA mátalos” en la calle? Mientras se asesinaba con frecuencia escalofriante, sin que se alterara lo más mínimo la cotidianeidad de nuestras vidas. Algunos enfrentamientos en los que lo peor era el odio inyectado en los ojos que nos querían expulsar de la calle.

Escepticismo. Tiempos en los que aparecen artesanos de paz cuando no hay violencia, justamente allá donde durante años se refugiaban quienes la practicaban. Ausencia de reflexiones autocríticas sinceras en quienes desaparecen, que pudieran contribuir a la reconstrucción de relaciones sociales quebradas o dañadas. Persistencia de hilos argumentativos justificadores de cuanto hicieron mal. El conflicto político como sempiterno legitimador de la violencia.

Hastío. Teatralizaciones y dramatizaciones cuya falta de credibilidad resulta patética en su puesta en escena. Pasamos por Aiete, los mediadores internacionales, el grupo de contacto, las conclusiones, las declaraciones… Había que aguantar, porque lo exigía la responsabilidad: era la pista de aterrizaje, se decía. Después el desarme, en sus distintos intentos, a cual más grotesco. Ahora otro más, que a punto ha estado de ser “desmovilización”, por evitar lo de “disolución” y porque sonaba más – y mejor – a conflictos internacionales. Debo confesar que lamento la presencia, a estas alturas, de algunas buenas gentes que sacaron entrada para esta última función en Cambó. Y no me refiero precisamente al partido guía, que ese pesca en otras aguas.

Responsabilidad. En el fondo, era iluso pensar que esto podía haber sido mucho mejor. Un sector nada desdeñable de nuestra sociedad vasca se ha tenido que enfrentar a la frustración que implica constatar el fracaso de su apuesta estratégica. Esa que tanto dolor ha provocado, pero que también tanto dolor les ha causado a ellos mismos. ¿Al final, para qué? Para nada. Díganselo a los dos centenares largos de miembros de ETA que aún permanecen cumpliendo condena. Y sus familiares preguntándose para qué todo ese sacrificio. Una frustración colectiva mal digerida, es un factor de dificultad añadida para la convivencia presente e incluso futura. Por ello, un mínimo sentido de la responsabilidad nos aconseja no ser muy beligerantes con los paripés. No se preocupen tanto por el blanqueo de su historia. No podrán hacerlo.

Nostalgia. Maixabel, Jaime, Adela, Txabi, Esther, Galo, Carlos, Julián, Xabier… Muchos brazos y corazones construyendo, desde la fe en una sociedad sin violencia. Las víctimas de otros lugares de España que conseguimos que volvieran a Euskadi, después de haberse negado a hacerlo tras su atentado o el de sus familiares. Qué pequeños grandes triunfos. El perdón, la generosidad, el respeto. Tantas trayectorias personales de sufrimiento que nos confiaron sus testimonios de dolor, pero también sus ganas de vivir y su alegría.

Se acabó. Suena el último vals mientras se cierra el telón. No los abroncaré. No tendrán aplauso tampoco. Mi veredicto es sencillo. Les brindaré lo mejor que puedo ofrecerles en este momento postrero: mi más absoluta indiferencia.

5.5.18