A lo largo del año 2011 y parte del 2012, se llevaron a la práctica los denominados encuentros restaurativos. Un programa impulsado por la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias del Ministerio de Interior y la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, a través del cuál se posibilitaron diálogos sinceros entre presos disidentes de ETA y víctimas del terrorismo practicado por dicha organización. Hace unos meses fui invitado a relatar mi experiencia en el programa como impulsor del mismo. El resultado fueron las líneas que conforman este capítulo con el que participé en la obra colectiva «Tras las huellas del terrorismo en Euskadi: Justicia restaurativa, convivencia y reconciliación», coordinada y editada por Annabel Martín y Mª Pilar Rodríguez y publicada por la Editorial Dykinson en 2019.
Tras la ruptura del proceso de paz protagonizado por el presidente del Gobierno de España, Rodríguez Zapatero y la organización terrorista ETA, a lo largo del año 2006, y a pesar de la vuelta a la actividad violenta de esta organización, se palpaba en amplios sectores de la sociedad vasca y en los medios bien informados de la opinión pública española, el agotamiento inminente del fenómeno terrorista etarra.
En aquel momento, algunas personas que ostentábamos responsabilidades en el área de atención a las víctimas del terrorismo del Gobierno Vasco pensamos que era conveniente empezar a trabajar en la reconstrucción de las relaciones sociales en el seno de la ciudadanía vasca, muy deterioradas a consecuencia de una situación de violencia persistente desde hacía décadas. A la acción de ETA, había que sumar la de otros grupos de extrema derecha y para estatales, así como la actividad ilegítima de la propia policía al vulnerar los límites legales en el ejercicio de sus funciones, provocando violaciones de derechos humanos.
Bajo el paraguas de esa reflexión global, desde el equipo de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, formado por su titular, Maixabel Lasa, Jaime Arrese y yo mismo, impulsamos diversas iniciativas, a lo largo de los siguientes años, que tuvieron como denominador común el carácter activo y participativo de las víctimas. Tres de ellas destacaron sobre las demás, permitiendo visualizar la condición de agentes de paz y constructores de convivencia de las personas que habían sufrido directamente la acción de la violencia y el terrorismo: El programa de víctimas educadoras (testimonios de las personas afectadas por la violencia, a través de documentos escritos, audiovisuales y la presencia física directa de víctimas en las propias aulas); la experiencia Glencree (encuentro entre víctimas de ETA, víctimas del GAL y grupos de extrema derecha y víctimas de abusos policiales); y los encuentros restaurativos, de los que hablaré a continuación.
Creo conveniente subrayar de nuevo la importancia de este marco referencial: Las víctimas, protagonistas involuntarias del sufrimiento provocado por la violencia, se convertían en agentes activos del proceso de reconstrucción de relaciones sociales, en actores de la reconstrucción moral de Euskadi.
Fueron pocos los presos de ETA que mostraron públicamente su arrepentimiento; que realizaron el recorrido de su pasado de manera crítica y estuvieron dispuestos a desmarcarse de la banda terrorista, ganándose con ello el repudio de sus ex compañeros y también el aislamiento social de sus familiares en el exterior de las prisiones, con la estigmatización como traidores.
Ciertamente, la experiencia de los encuentros restaurativos fue cuantitativamente pequeña. Pero es difícil cuestionar su relevancia cualitativa, tanto en su dimensión moral como también en su dimensión política, si nos atenemos especialmente a los fines que debe perseguir la política penitenciaria. Personas que cargaban sobre sus conciencias con decenas de asesinatos, cometidos a partir de una intencionalidad política, fueron capaces de mostrar su arrepentimiento y pedir perdón, cara a cara, a víctimas de la organización a la que pertenecían, ETA; e incluso a familiares directos de las propias víctimas causadas por ellos.
El contexto
Es necesario contextualizar, siquiera brevemente, el momento en que se produjo la experiencia de los encuentros restaurativos.
Con su atentado en Barajas a finales de diciembre de 2006, ETA sepultó no solo a las dos personas que se encontraban en el aparcamiento de la T-4, sino también el proceso de paz que se desarrolló a lo largo de dicho año. La respuesta del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, con el recientemente fallecido Pérez Rubalcaba al frente del Ministerio de Interior, no se hizo esperar, orientando su política antiterrorista hacia una persecución policial implacable de ETA, que se tradujo en un elevado número de detenciones de sus miembros. Nunca habían durado tan poco tiempo las cúpulas de la organización y se sucedían sus números uno con la inusitada frecuencia que exigían las continuas detenciones policiales. Ya lo había advertido Rubalcaba: “votos o bombas”. Y ETA desaprovechó la oportunidad.
Al mismo tiempo, en el ámbito de la política penitenciaria, instrumento de la lucha antiterrorista, se puso en marcha lo que se conoció como “vía Nanclares”, que toma su nombre de la localidad próxima a Vitoria en la que se ubica el Centro Penitenciario de Alava.
Consistió básicamente esta denominada vía Nanclares en la aplicación más benigna de la normativa penitenciaria, incluidos los traslados para cumplimiento en centro próximos a los lugares de residencia, a aquellos internos disidentes de ETA que habían rechazado públicamente la violencia y se habían desligado del colectivo, reconociendo el daño causado a las víctimas. Por el contrario, los presos etarras que se mantenían bajo la disciplina de la organización eran objeto de una aplicación más rígida y dura de la legislación, manteniendo el cumplimiento de sus condenas en centros alejados de Euskadi.
El centro penitenciario de Nanclares de la Oca fue el destino de la gran mayoría de presos disidentes o arrepentidos. Todos ellos habían seguido un proceso individual de reflexión autocrítica, con distintas motivaciones, tiempos y circunstancias, pero todos ellos con el rasgo común de concluir con el reconocimiento del daño causado, asumiendo la responsabilidad del mismo, rompiendo sus vínculos con la organización y con el denominado Colectivo de Presos Políticos Vascos (EPPK), rechazando la violencia e incluso, pidiendo perdón a las víctimas.
Fue precisamente en este centro penitenciario y con este grupo de presos, autodenominado “Presos comprometidos con el irreversible proceso de paz”, donde se celebró, a lo largo del año 2011 (y en parte, en 2012, aunque al margen de la propia Administración Penitenciaria), la experiencia de los encuentros restaurativos.
Sin embargo, esta iniciativa no formó parte de la política penitenciaria en marcha. Ésta seguía siendo un instrumento de combate contra la organización terrorista ETA, siendo su derrota el objetivo al que se supeditaban todos los movimientos y acciones. Se favorecía la disidencia en la organización por el resultado efectivo que pudiera tener provocando la merma de fuerzas del enemigo. Formalmente se vinculaba el proceso de reinserción de los condenados a su alejamiento explícito de ETA, al reconocimiento del daño causado y al compromiso de reparación a las víctimas, que es lo que dice la Ley, pero siempre con la mira puesta en el objetivo de conseguir el final de la actividad de ETA.
La puesta en marcha de los encuentros restaurativos no fue fruto de una decisión estratégica ni derivada de un análisis policial o político, ni siquiera de tratamiento penitenciario. Por prosaico que pueda parecer, fue el resultado de un deseo y de una casualidad.
El nacimiento del proyecto
A finales del año 2010, los integrantes del colectivo de presos disidentes de ETA que cumplían su condena en aquel momento en la prisión de Nanclares de la Oca, expresaron el deseo de acercarse al mundo de sus víctimas. Un deseo manifestado de forma difusa y poco elaborada, sabedores de las limitaciones que su situación personal de falta de libertad les generaba y temerosos, a buen seguro, de lo que suponía plantear ese acercamiento a personas a las que ellos sabían que habían ocasionado un gran sufrimiento.
Pero se trataba de un deseo que expresaba una convicción: la necesidad de aportar lo que pudiera estar en su mano al proceso de sanación de las heridas causadas por ellos mismos.
Nunca me cansaré de enfatizar la importancia de esta circunstancia. De no haber existido y haber sido expresada esta voluntad de acercamiento por parte de los presos disidentes de ETA, jamás se habrían producido los encuentros.
Junto a este deseo, hablaba antes también de una casualidad, como factores que explican la existencia del proyecto. Y de tal ha de calificarse el conjunto de circunstancias que concurrieron en el momento concreto de manifestarse la mencionada voluntad de los presos de acercarse a las víctimas de la organización terrorista en la que habían militado. Unas circunstancias en las que el factor humano fue determinante.
Las instituciones penitenciarias están concebidas para unos fines y objetivos entre los cuáles no aparece nada relacionado con el mundo de las víctimas, que les es completamente ajeno (por desgracia). Así, cuando los responsables del Centro Penitenciario de Nanclares de la Oca intentaron dar cumplimiento a los deseos de los presos disidentes de ETA de acercarse a sus víctimas, se encontraron con la dificultad de acceder a ellas para trasladarles esa iniciativa; no había demasiadas vías de contacto. De ahí que, agotados un par de intentos con resultado negativo, se vieran en la necesidad de acudir a la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco en demanda de colaboración.
Ese contacto lo realizó el político socialista Jesús Loza, enlace entre el gobierno central y el vasco (ambos socialistas) para todo cuanto tuviera que ver con la vía Nanclares. Parlamentario vasco de amplia trayectoria en asuntos relacionados con la paz, la convivencia y las víctimas del terrorismo, con el que, precisamente por ello, manteníamos una estrecha relación basada en la confianza mutua.
Los responsables de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo pensamos que el acercamiento pretendido por los presos disidentes solo podía producirse en condiciones muy especiales, con preparación previa de las víctimas y, sobre todo, con garantías suficientes para ellas. Confieso que cuando propuse a Jesús Loza la idea de la intervención de profesionales de la mediación para desarrollar y facilitar el proceso de acercamiento, ya tenía en mente a las personas idóneas concretas para esa responsabilidad, con las que me unía una relación de absoluta confianza tanto profesional como personal. Por eso, cuando obtuvimos la luz verde para presentar un proyecto, nos faltó tiempo para darle el susto a Esther Pascual, proponiéndole embarcarse en tan inédita y arriesgada empresa. Era una persona que tenía experiencia en el campo de la mediación penal y penitenciaria, aunque su práctica en el ámbito de los delitos de terrorismo fuera absolutamente inédita y novedosa.
Se elaboró un pequeño proyecto, estableciendo fundamentalmente objetivos y metodología y fue remitido a los responsables de Instituciones Penitenciarias para su validación.
En ese momento, al frente de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias se encontraba la política socialista Mercedes Gallizo, con quien me unía una excelente relación personal y no poca sintonía en lo tocante a asuntos penitenciarios, derivada de mis tiempos al frente de la Dirección de Derechos Humanos del Gobierno Vasco. La confianza volvía a erigirse en factor decisivo a favor de la apuesta planteada.
También los responsables del equipo de mediadores propuesto tenían una relación previa muy positiva con quien era responsable máxima de Instituciones Penitenciarias, con lo que se cerraba el círculo de confianza.
Hay que destacar también en este proceso el papel desempeñado por el magnífico equipo de profesionales y directivos del Centro Penitenciario de Nanclares de la Oca, dispuestos a comprometerse y dedicar lo mejor de sí mismos al desarrollo de su trabajo. Por cierto, en algunos momentos bajo circunstancias especialmente difíciles, por la actitud de incomprensión, cuando no de hostilidad, de algunos de sus compañeros de trabajo, que no llegaban a comprender ese acercamiento a quienes para ellos no dejaban de ser meros terroristas.
Así es como, desde muy pronto, comenzamos a hablar de la “comunidad del anillo”, nombre con el que bautizamos el círculo de relaciones personales establecido, que posibilitó el pequeño milagro de los encuentros, basado esencialmente en la confianza total y absoluta entre sus integrantes.
El desarrollo
Se decidió calificar la experiencia como encuentros restaurativos porque en estos procesos iba a haber muchas diferencias con la mediación penal o autor-víctima que se venía experimentado en relación a otros delitos. Pero en todo caso, se insertaba como un mecanismo más dentro del amplio abanico que ofrece la denominada justicia restaurativa.
En los encuentros restaurativos se iban a sentar frente a frente dos personas: una como ex miembro de ETA y otra como persona que ha sufrido la violencia de dicha organización.
Elaborado y aprobado el programa, Esther Pascual, la mediadora elegida, se puso en marcha. Se trataba de trabajar con cada una de las partes (preso y víctima) por separado con el fin de preparar el encuentro entre ambas.
Charla informativa primero con todos los presos de disidentes de la prisión de Nanclares, para explicarles cuál era la vía que se les ofrecía para dar respuesta al deseo expresado por ellos de acercarse a sus víctimas. Desconfianza, suspicacias, recelos…, todo ello fueron circunstancias que se vivieron en aquel primer encuentro. Pese a todo, surgieron voluntarios para estrenar el camino. Comenzaron las charlas individuales con cada uno de ellos.
Cobró importancia un requisito que se planteó desde el primer momento. No habría beneficios penitenciarios de ninguna naturaleza para los presos por el hecho de participar en los encuentros. Por tanto, tenían que analizar cada uno de ellos personalmente sus motivaciones para hacerlo y valorarlo suficientemente.
La ausencia de discurso justificativo en estos victimarios fue uno de los factores fundamentales a valorar por la mediadora, dado que era la pieza clave para la responsabilización individual de sus acciones y, en su caso, la petición de perdón a la víctima.
La mayoría de los presos intervinientes confiaron y creyeron que el encuentro restaurativo les ayudaría en su proceso de revisión crítica de su propio pasado.
En paralelo, la mediadora inició el proceso con las víctimas. Desde la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo seleccionamos un grupo de personas, familiares directas, de asesinados por ETA, con quienes se reunió Esther para explicarles con detalle el proceso, después de que nosotros les hubiéramos adelantado someramente el motivo de la cita.
Cierto es que la selección se basó en un elemento crucial: la confianza. Todas las personas que acudieron eran de nuestra absoluta confianza y presentaban características que permitían suponer una disposición razonable cuando menos a escuchar la propuesta sin salir corriendo escandalizadas.
También de aquella reunión salió un pequeño grupo de víctimas que mostraron su conformidad con la participación en el proyecto presentado.
Cabe destacar que todas ellas mostraron unas inquietudes comunes, centradas en conocer las garantías que ofrecía el proceso. Resultaba determinante en este sentido, la ya citada inexistencia de beneficios para los presos por su participación en los encuentros, en la medida en que ello despojaba su iniciativa de intereses espurios y fortalecía la sinceridad de sus planteamientos, cuestión importantísima para las víctimas.
Al mismo tiempo, cabe señalar que ninguna de las que aceptaron tomar parte en el programa creyó en ese instante inicial que necesitara dicho encuentro o siquiera que del mismo pudiera obtener algún tipo de satisfacción personal, entendiendo muchas de ellas que no necesitaban el perdón y que su duelo estaba perfectamente elaborado. Sin embargo, la convicción profunda, de carácter altruista, de que su gesto podía contribuir modestamente a superar el odio en la sociedad vasca y a transformar el miedo y el rencor en convivencia y respeto, animó la decisión de todas ellas.
A pesar de que se ha hablado mucho sobre ello después, es conveniente subrayar que los encuentros restaurativos no tenían como objetivo específico pedir perdón ni perdonar. Cuestión distinta es que tal acción se planteara en el curso de la conversación que ambos habían de mantener y que era realmente el objetivo perseguido. Un espacio de libertad y de diálogo para ellos, nada más.
Tras la reunión grupal con las víctimas, la mediadora inició el trabajo individual con cada una de ellas, siempre en paralelo al realizado con los presos, procediendo a diseñar los emparejamientos entre unos y otros de cara a la celebración de los encuentros.
Solo cuando entendió que se daban las condiciones idóneas para que pudieran cumplirse los objetivos señalados anteriormente, se procedió a fijar las fechas oportunas, celebrándose los cuatro previstos en esta fase. Dos de ellos en el interior del centro penitenciario de Nanclares de la Oca y los otros dos en dependencias discretas del gobierno vasco en el exterior, pues dos de los presos intervinientes gozaban de un régimen de semilibertad.
De estos encuentros, tres fueron protagonizados por víctimas indirectas, es decir, familiares de personas asesinadas por ETA, pero no por el preso concreto con quien mantenían el encuentro. El cuarto, sin embargo, sí correspondió a un miembro del comando que asesinó al marido de una de las víctimas participantes.
El carácter indirecto de esta relación no desmerecía el valor del encuentro porque tanto victimarios como víctimas asumían el carácter colectivo de la acción terrorista, pese a reconocer que la participación directa aportaba un plus de autenticidad a la iniciativa. Es decir, un preso de ETA asumía moralmente como propios todos los asesinatos de la organización y, por ello, no tenía inconveniente, al contrario, en afrontar el cara a cara con cualquier víctima de la misma.
Al mismo tiempo, una víctima de ETA, sabía que lo era de la organización terrorista, más allá de las personas que circunstancialmente llegaron a apretar el gatillo o colocar la bomba que segó la vida de su ser querido.
Algunas características del programa
La participación en el programa estaba presidida, como no podía ser de otra manera, por la más absoluta voluntariedad, la cual se daba tanto en el momento de adoptar la decisión de participar como en cualquier otro posterior del proceso, de forma que era perfectamente posible descabalgarse del mismo en cualquier momento.
El encuentro en sí mismo se conformaba como un espacio de libertad para la víctima, que carecía de obligaciones y cuyos únicos límites venían marcados por el respeto debido a cualquier persona, que excluía insultos o agresiones. En ese marco, la víctima podía escuchar, reprochar, preguntar, no responder…De hecho, ante una eventual petición de perdón, ni siquiera tenía obligación de contestar y mucho menos de hacerlo necesariamente en sentido afirmativo.
Por su parte, para los victimarios era imprescindible la asunción, como se ha indicado anteriormente, de la responsabilidad moral de sus actos, así como la declaración formal de no causar daño alguno.
Todo el proceso estaba sometido a la más absoluta confidencialidad. Los participantes tenían la seguridad de que nada de cuanto se dijera en esas coordenadas de espacio y tiempo que iban a compartir, iba a ser conocido fuera de las paredes que los protegían, salvo que ellos mismos decidieran, de común acuerdo, darlo a conocer.
Es importante destacar que la celebración del encuentro no entrañaba, como bien eran advertidos en tal sentido, tanto la víctima como el victimario, ningún tipo de garantía de resultado final. Tan solo se cuidaba la evitación de consecuencias negativas para la víctima, aspecto que se trataba precisamente en las labores preparatorias del encuentro.
Por último, señalaré que, como he mencionado anteriormente, esta iniciativa se inserta en lo que llamamos mecanismos de la Justicia Restaurativa. Básicamente ello significa que conforma un instrumento válido para articular la reparación de la víctima, al tiempo que la recuperación del victimario, en expresión acuñada por el profesor Reyes Mate.
En efecto, el programa tenía presente que el encuentro buscaba también proporcionar a la víctima una satisfacción que le está vedada en el proceso penal ordinario. Es sabido que nuestro proceso penal busca básicamente el castigo del culpable, la declaración de responsabilidad penal del autor del delito, circunscribiendo la reparación de la víctima al aspecto material.
Sin embargo, en no pocas ocasiones, las víctimas en general – y puedo asegurar, por mi experiencia personal de relación con ellas, que las del terrorismo, en particular – muestran inquietudes y deseos insatisfechos en relación a otro tipo de cuestiones. Esther Pascual consiguió la explicitación por parte de las víctimas con las que trabajó, de varias de estas cuestiones: ¿Por qué mi padre? ¿Qué sentiste en el momento de matar? ¿Duermes la noche del asesinato? ¿Conocías a la persona asesinada? y otras similares surgen en la mente de las víctimas que tienen ocasión de reflexionar mínimamente sobre ello.
Igualmente hay víctimas que desean dar a conocer de primera mano al victimario el testimonio del dolor y el sufrimiento concretos causados. Trasladarle, cara a cara a quien provocó ese daño irreparable, el relato de las consecuencias precisas e individualizadas de sus actos. Escuchar el testimonio de Iñaki García Arrizabalaga referido a su encuentro con Fernando de Luis Astarloa no tiene precio, cuando explica este momento.
El proceso penal no da cabida a este interés de la víctima, quien tiene que abandonar sus pretensiones, arrinconándolas en la frustración.
Pues bien, el programa de encuentros, como mecanismo de justicia restaurativa brindaba a la víctima precisamente la posibilidad de obtener este tipo de satisfacción moral adicional, a través de la entrevista con el victimario, constituyendo esta circunstancia uno de los elementos cruciales de la iniciativa, especialmente a la hora de la evaluación de la misma.
Evaluación y conclusiones
El programa de encuentros restaurativos se desarrolló en dos fases, ambas materializadas a lo largo del año 2011, aunque luego hubo un epílogo de otros dos encuentros más, en el año 2012. A los cuatro primeros celebrados en la primera, se unieron otros ocho más en una segunda fase que se desarrolló ante la muy positiva valoración que se realizó de la primera celebrada en el mes de mayo.
También la segunda fase obtuvo unos resultados altamente satisfactorios.
Todos los participantes en los encuentros salieron de los mismos con la sensación de que les había resultado muy útil y gratificante el mismo. Podemos hablar del sentimiento positivo de todos los participantes.
A modo de ejemplo, una de las víctimas no llegó siquiera hasta su vehículo, al salir del centro penitenciario, antes de llamarnos a los impulsores del programa para mostrarnos de manera vehemente su agradecimiento por haberle invitado a participar.
No pocas de ellas descubrieron que, pese a entender, antes de comprometerse con el programa, que no obtendrían ninguna satisfacción personal del mismo, centrando su motivación para participar, en el aspecto altruista y de contribución a la convivencia en Euskadi, sí había tenido efectos positivos en su interioridad. Dicho de otra manera, las víctimas descubrieron que el arrepentimiento y el perdón sirven no solo a nivel general sino a nivel personal también.
Escuchar de viva voz, sosteniendo la mirada en los ojos, al victimario asumir su responsabilidad e incluso pedir perdón, valorando la sinceridad de tal posición y declaración, acabó proporcionando a no pocas de las víctimas asistentes un plus de sosiego y paz en su fuero interno que siempre agradecerán y que les sirvió para completar un genuino recorrido de reparación moral.
Al mismo tiempo, los encuentros contribuyeron a la recuperación para la sociedad de los victimarios que participaron con un discurso reparador, autocrítico y de deslegitimación de su propia violencia y contribuyendo decisivamente a la recuperación ética de la convivencia y al establecimiento de un relato justo de la violencia.
No me resisto a subrayar la importancia capital que esta cuestión tiene para el proceso de deslegitimación de la violencia que debe ser la piedra angular del ejercicio del derecho a la memoria de la sociedad. El relato de los presos disidentes de ETA en estos encuentros es un relato esencialmente moral y con un valor cualificado. Es la voz precisamente de quienes apostaron en su día por la práctica de la violencia; quienes comprometieron lo mejor de su vida en una drama que solo generó sufrimiento; los más legitimados y autorizados para hablar de error ético y no solo de equivocación estratégica. Los presos lograron transmitir su arrepentimiento, su dolor por el daño causado y sus ganas de transformar el odio en paz.
Sin embargo, los poderes públicos del momento no optaron por amplificar estas voces, pese a que, por un lado, cumplían objetivos de tipo moral, y, por otro, contribuían a extender la reflexión política sobre la necesidad de acabar con la práctica de la violencia y apostar exclusivamente por las vías pacíficas y democráticas.
Como los propios miembros del colectivo de Nanclares afirmaban a quienes querían escucharles, ellos pretendían hacer política y predicar entre “su” gente, decir, la izquierda abertzale. No renunciaban, sino al contrario, al proselitismo de sus reflexiones, en la convicción absoluta de que su opción no era solo la mejor desde un punto de vista ético, sino también político.
Así las cosas, uno intenta comprender la excesiva prudencia, cuando no el miedo, que atenazaba a los responsables políticos del momento, que no quisieron, no supieron, o no pudieron, apostar decididamente y sin complejos por todas las consecuencias positivas que podían haberse derivado de la amplificación y difusión de lo que suponía la vía Nanclares y, como punta de lanza o práctica con un alto valor pedagógico, los encuentros restaurativos.
Esta circunstancia habla con elocuencia del clima de intolerancia y presión al que cierta derecha política y mediática sometió al gobierno socialista de Rodríguez Zapatero en lo tocante a la política antiterrorista y penitenciaria, a lo largo de todo su mandato.
Retomando las consecuencias del proyecto de los encuentros, supusieron la constatación, en cierto modo, de que la derrota del terrorismo no exigía la derrota de la persona. También quedó muy cuestionada la aparentemente indestructible vinculación entre la satisfacción de la víctima y el castigo del culpable, ante la evidencia de que otras vías eran posibles.
Si situamos el proceso de los encuentros en el contexto del desistimiento de ETA respecto a su actividad (20 de octubre de 2011, declaración de cese definitivo), podemos afirmar también que esta iniciativa contribuyó cualitativamente al proceso final de la violencia y a la reconstrucción de la convivencia en Euskadi.
Por otra parte, se trató de un proyecto alternativo. No era razonable pensar que este fuera un programa susceptible de aplicación generalizada al conjunto de los presos, como tampoco había muchas víctimas dispuestas, a priori a sentarse frente a un miembro de ETA, por mucho que se hubiera desvinculado de la organización. Ninguna de las actitudes personales que permitían los encuentros eran exigibles ni a los presos ni a las víctimas, más allá de que pudieran ser deseables. No eran conductas obligatorias. Sin embargo, sí extrajimos como conclusión la convicción de que la Administración Penitenciaria debía articular los mecanismos que hicieran posible este diálogo-encuentro entre presos arrepentidos y víctimas que quisieran, en cualquier momento, recorrer ese camino.
Lamentablemente, no sucedió eso, sino todo lo contrario. El programa fue interrumpido con el cambio de partido gobernante en España. La llegada del Partido Popular y sus nuevos responsables penitenciarios, en enero de 2012, muy poco sensibilizados con la reinserción y con las actuaciones seguidas por sus antecesores, no dudaron en poner innumerables trabas a la acción de los mediadores, hasta el punto de dar al traste con los procesos en marcha en ese momento y cegar por completo la vía de los encuentros restaurativos.
Ello deja la duda de qué alcance podría haber llegado a tener el programa en el caso de que hubiera tenido continuidad, se hubiera trabajado con más presos en los procesos de revisión autocrítica, favoreciendo, con una aplicación más flexible de la normativa penitenciaria, la situación de quienes avanzaran por este camino.
Aún con esa oposición, el equipo de mediadores que coordinó Esther Pascual durante la fase de los encuentros continuó trabajando en pro de la continuación del programa, aunque no fuera ya con apoyo institucional. Se consiguieron realizar dos nuevos encuentros fuera de la prisión, confirmando, por un lado, la bondad del proyecto y, por otro, las enormes dificultades de seguir adelante con el mismo sin la complicidad de los servicios penitenciarios.
Con el cambio de gobierno también en Vitoria, a finales de 2012, recobrando el PNV el poder autonómico, se consolidó el ocaso de la vía Nanclares. La dirección de la política de paz y convivencia del Gobierno Vasco se marcó como objetivo claro coadyuvar al fin de la actividad de ETA mediante un acuerdo con la organización terrorista. A tal fin, todas las iniciativas debían estar supeditadas o, al menos, no debían entorpecer el avance hacia la consecución de dicho objetivo. Así las cosas, era difícil que se mantuviera un apoyo decidido por parte del gobierno vasco al colectivo de presos de la vía Nanclares, pues éstos tenían la consideración de traidores para la organización armada, y su defensa no era precisamente el mejor aval para conseguir negociar o favorecer acuerdos de ningún tipo con la banda.
De esa forma, los últimos años fueron de ausencia de cobertura política y apoyo material para los ex etarras disidentes críticos con la violencia. Sencillamente quedaron huérfanos de apoyos institucionales.
Con el paso del tiempo, se han ido produciendo las excarcelaciones de quienes protagonizaron los encuentros restaurativos, si bien, no han diferido mucho de las que se han llevado a cabo con los ortodoxos del colectivo etarra, en los que no ha existido el más mínimo indicio de arrepentimiento o postura autocrítica.
Siempre nos quedará la duda de cuál podía haber sido el recorrido del proyecto de encuentros. Hay quien sostiene la conveniencia de retomarla, si bien fuera de los muros de las prisiones; es decir, no con presos, sino con expresos. Eso no sería ya política penitenciaria, sino políticas de convivencia y de reconstrucción de relaciones sociales.
A día de hoy, uno piensa en el tiempo que vive. En Euskadi gozamos de cotas de paz y libertad que, sin ser aún suficientes, sí resultan inéditas en las últimas décadas.
Es tiempo de transformar la política penitenciaria, de abandonar su condición de instrumento de una política antiterrorista afortunadamente ya innecesaria, con ETA derrotada, para convertirse en una pieza más de una política favorecedora de la convivencia.
Para quienes tuvimos la inmensa fortuna de estar cerca, la experiencia de los encuentros restaurativos nos permitió acercarnos a aspectos maravillosos del ser humano: a la generosidad, a la fortaleza, entereza, valentía y sinceridad de las víctimas; personas que, después de su tragedia, han sabido salir sin odio, sin afán de venganza, creyendo en la capacidad de transformación del ser humano y dispuestas a conceder una segunda oportunidad a quienes les ocasionaron tanto daño. Y no identificándose con su condición de víctimas, que es una parte de su vida y de su ser, pero no su identidad.
También nos permitió conocer la complejidad de seres humanos que utilizaron equivocadamente una injustificable violencia, que pisotearon la dignidad humana, pero que tuvieron la capacidad y la valentía de pasar de verse a sí mismos como héroes a descubrirse como asesinos y salir de este trance fortalecidos, capaces de ponerse delante de una víctima de ETA, escuchar su sufrimiento, responder a sus preguntas, asumir la injusticia del daño causado, comprender el sufrimiento provocado y pedir perdón; deseosos de construir paz en Euskadi y de aportar su experiencia y sus reflexiones a la revisión crítica del pasado.
Participar en la vida pública tiene, a veces, estas pequeñas grandes satisfacciones. Tomar parte en iniciativas como la de los encuentros restaurativos justifica el sentimiento de satisfacción y orgullo que sentimos hacia nuestro paso por la responsabilidad pública. El orgullo de haber hecho política en un sentido genuino, obteniendo además un resultado gratificante para quienes sufrieron directamente la violencia que azotó nuestra tierra. Solo por esto, ya puede estar uno satisfecho.
7.1.20