El valor de los gestos

Publicado en Aiaraldea, Laudio, abril de 2016

 

Las banderas son símbolos. Por eso, se utilizan con frecuencia para realizar gestos con significados diversos. Desde su flameo orgulloso para la exaltación de la identidad colectiva en el ámbito político o el apoyo a un equipo o deportista de la tierra, hasta su quema pública para denigrar a otras colectividades.

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Hace unos días, el parlamento de Navarra acordó retirar de su fachada la enseña de la Unión Europea, como gesto de protesta y repulsa ante el acuerdo alcanzado con Turquía en el dramático asunto de los refugiados. Comprendo bien este gesto, porque comparto el sentimiento de indignación y vergüenza ante la decisión de la UE, colectividad política de la que formo parte.

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De hecho, se asemeja a la indignación y vergüenza que sentía hace no demasiado tiempo, cuando en Euskadi un pequeño grupo de personas asesinaba a sus semejantes “en nombre del pueblo vasco” al que yo también pertenezco.

Sin embargo, durante aquella época aposté por otro tipo de gestos y no pasó por mi cabeza el rechazo a la ikurriña. Creía que, como símbolo, ésta pertenecía a toda la comunidad a la que representa y no solo a aquellos que la mancillaban vertiendo sangre inocente. Eso que acertó a expresar mucha gente en Madrid tras el asesinato de Tomás y Valiente: “Vascos sí, ETA no”.

De la misma manera, creo que la bandera azul de las estrellas representa a una Europa que trasciende de la indignidad mostrada por sus actuales dirigentes.

Conviene sopesar bien el valor de los gestos.

 31.3.16

Otegui: de la política a la cárcel, ida y vuelta.

Escribí este artículo para «Agenda Pública», que lo ha publicado el 5 de marzo.

No ha sido Arnaldo Otegui la primera persona encarcelada por la comisión de delitos relacionados con la violencia política que sale de prisión con la intención de hacer o seguir haciendo política. En Euskadi, sin ir más lejos, fueron no pocos los polimilis que, después de haber pasado un tiempo encarcelados y tras abandonar la estrategia político-militar, abrazaron los modos pacíficos de la política tradicional. Kepa Aulestia, Teo Uriarte o Mario Onaindia son, tal vez los nombres más significativos, aunque no los únicos.

Pero sus tiempos fueron otros y los réditos electorales que pudieron obtener, a través de aquella recordada y admirada Euskadiko Eskerra, se derivaron fundamentalmente del proyecto político que defendían, mucho más que de sus peripecias vitales personales, especialmente cuanto tuviera que ver con su condición de “represaliados” por la dictadura o el estado opresor. Nunca su “injusto sufrimiento” formó parte del capital político sobre el que buscaron apoyo electoral.

Muy al contrario, la izquierda abertzale está sabiendo aprovechar bien la conjunción de factores que concurren en el caso de Arnaldo Otegui.

Otegui

Por un lado, Sortu ha sabido colocar el foco principal en la dimensión política de dicha condena, subrayando la contradicción que supuso encarcelar por colaboración con banda armada a quien apostaba en ese mismo momento con vehemencia por las vías pacíficas y democráticas, y postulando el final del ciclo de la lucha armada. La percepción de injusticia se extendió entre amplios sectores de la sociedad vasca – y también de la española -, con voces políticamente plurales que contribuyeron a fortalecer la legitimidad de su denuncia.

Por otra parte, el gobierno español, que no ha movido un solo dedo para propiciar el avance del proceso de final de la violencia en Euskadi (más allá de las detenciones policiales practicadas, cuyo valor no niego en absoluto), tampoco ha demostrado voluntad de suavizar el cumplimiento de la condena, forzando la integridad del mismo, hasta el último día. Una vuelta de tuerca más a la hora de acrecentar la percepción de injusticia.

Al mismo tiempo, la atención sobre el caso Otegui se ha centrado en su papel en el proceso de cambio de estrategia de la izquierda abertzale, ensalzando su liderazgo en el impulso del mismo hacia las vías exclusivamente pacíficas y democráticas. Su calificación como “hombre de paz” olvidaba interesadamente su condición de responsable de una formación política que aplaudió, justificó y legitimó la acción terrorista de ETA. Por ejemplo, cuando esta organización asesinó a quien fuera compañero de escaño suyo en el Parlamento Vasco, y exvicelehendakari del gobierno vasco, el socialista Fernando Buesa.

Esta conjunción de factores no ha sido desaprovechada por una izquierda abertzale atribulada con los últimos resultados electorales, en los que perdió mucho gas y contempló, perpleja, la deslumbrante aparición de la izquierda podemita.

La teatralidad de la política y la deriva hacia su dimensión más próxima al espectáculo es uno de los signos de nuestro tiempo. Y también la izquierda abertzale tiene derecho a aprovecharse de los beneficios que tal deriva proporciona. Así que, superando a marchas forzadas las dudas y vacilaciones surgidas en el tránsito desde la épica revolucionaria hacia el aburrimiento de la normalidad democrática moderna, sus dirigentes se han aplicado a explotar los perfiles más rentables del caso Otegui, con la vista puesta en venideros compromisos electorales; singularmente el asalto a la Lehendakaritza.

Una inteligente campaña de comunicación e imagen ha presentado a Arnaldo Otegui como víctima de la represión política injusta del Estado: El hombre que abanderó el camino hacia la Paz en Euskadi encarcelado por ello. Nuestro particular Mandela, como muchos se atrevieron a proclamar, aceptando un nivel de protagonismo personal y culto al líder desconocido hasta ahora en ese mundo político.

Sin embargo, está por ver el efecto real que la presencia pública de Otegui genere en el comportamiento del electorado vasco y, con ello, en el juego político que se inicie tras las elecciones autonómicas a celebrar este mismo año.

Los impactos provocados por factores emocionales tienden a ser efímeros. Y a la profusión y velocidad de los sucesos informativos en el mundo de hoy se une la voracidad con que los medios y la propia opinión pública devoran y desechan cuanto sucede, por importante que sea, urgidos por la siguiente noticia que atropella con su frescura.

A juzgar por algunos detalles, diríase que Otegui ha tomado nota de los nuevos modos y estilos incorporados a la política en sus años de ausencia. Con ellos ha de intentar devolver la ilusión a sus huestes y recuperar el terreno perdido. No lo tiene fácil. Un destacado miembro de Podemos afirmaba que la presencia de Otegui no les perjudicará, pues representa esa política vieja en Euskadi, la que nos vincula a ETA, a los presos, al conflicto…y ese tiempo ha pasado ya para mucha gente.

La izquierda abertzale y el mismo Otegui lo saben y pondrán todo su empeño en conseguir la cuadratura del círculo: contentar a quienes aún respiran por la herida del conflicto y atraer a otros sectores progresistas que viven ya en una sociedad diferente y cuyas aspiraciones principales distan mucho de las reivindicaciones históricas de ETA.

Veremos.

5.3.16

Divagaciones sobre el nacionalismo y el independentismo. Euskadi y Catalunya.

Vivir en Euskadi implica conocer el nacionalismo. En sus dos versiones, aunque una tenga mucha mayor presencia social, política y cultural que la otra: La que defiende la vigencia del Estado sobre la base de una única nación, la española y la que aspira a modificar el estado actual de cosas, entendiendo que el pueblo vasco tiene derecho a tener su propio Estado. Lejana ya la época del romanticismo que los vio crecer y los impulsó, como el exponente máximo de su manera de ver la colectividad, la exaltación de la nación como valor central de la cosmovisión política subsiste entre nosotros sin aparentes síntomas de debilidad o decadencia.

Ninguno de ellos – ni el vasco, ni el español – ha conseguido atraparme entre sus redes, pese a los influyentes contextos en los que me ha tocado vivir. La cuestión de las identidades y el sentimiento de pertenencia, sin embargo, me apasiona y he sentido siempre una irrefrenable curiosidad por conocer y, sobre todo, entender, los entresijos de una forma de pensar cuya traducción política es asumida por muchas de las personas con las que trato habitualmente. Singularmente he buscado y busco con ahínco la razón por la cual se vincula la defensa de los elementos que definen una identidad colectiva, con la creación de una estructura política propia de estado. Hace tiempo que desmonté la respuesta de que ésta fuera la única vía para garantizar aquélla. El sistema de autogobierno del que nos dotamos y llevamos disfrutando los vascos desde hace 35 años refuta por completo esta tesis y no merece que me extienda más en ello. No es la independencia a través de la creación de un estado propio el único camino, ni el camino necesario para defender la identidad nacional. Entiendo pues, el nacionalismo o el patriotismo cultural, pero no la inevitabilidad de su traducción política en términos de aspiración estatal. Por eso, siempre acudo a las dos grandes preguntas: ¿Porqué la independencia? ¿Para qué la independencia?.

De las respuestas que voy obteniendo, entiendo a quienes, sosteniendo que el vasco es un pueblo – sea este el concepto técnico jurídico que sea -, tiene, en cuanto tal, derecho a constituir un estado. Aunque tal afirmación es más que discutible desde el punto de vista jurídico, lo entiendo. Las razones que mueven esta manera de ser nacionalista no son tanto racionales o pragmáticas, cuanto emocionales. Uno quiere que Euskadi sea independiente de España porque no se siente español, porque está convencido de formar parte de un pueblo distinto, de una nación distinta, equiparable conceptualmente  a la española y, por tanto, más allá de que sea bueno o malo, desde una perspectiva de progreso, de bienestar o de otro tipo de parámetros racionales y susceptibles de medición o evaluación, quiere que su DNI no refleje la española como nacionalidad, sino la vasca. También querrá que su selección de fútbol sea la vasca y no la roja. Es el independentismo nacionalista. La aspiración a la independencia a partir de la defensa del concepto de nación, derivada de la existencia de un pueblo con derecho a ello. No hay en juego necesariamente ventajas tangibles o materiales; es solo cuestión de sentimiento. Contra este planteamiento poco o nada se puede argumentar. No se puede discutir el sentimiento de pertenencia o de identidad de nadie y solo se le podrá pedir que no se atribuya el monopolio de dicha identidad y que no imponga un modo canónico de ser vasco o de español, aceptando esta pluralidad elemental en cualquier sociedad moderna. Tomaré una cerveza con quien así piense y seguiremos hablando tal vez, de otra cosa.

Por otra parte, hay un aserto que se repite con frecuencia en el ámbito político y que ha llegado a convertirse en dogma: El autogobierno es sinónimo de bienestar, conformando ambos términos un binomio inseparable, que yo no cuestionaré. Pero es que hay un paso más. En tanto la independencia puede considerarse el grado superior extremo del autogobierno, muchos son los que aplican una sencilla regla de tres y concluyen que la independencia conllevaría aún más bienestar y progreso.  Y es al abrigo de este axioma – que también se ha convertido en mantra – donde crece el número de adeptos a la independencia. Pero, curiosamente…no en Euskadi, sino en Catalunya.

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Frecuentar Catalunya como lo estoy haciendo últimamente, me está permitiendo conocer una realidad igualmente apasionante en lo tocante a la voluntad de independencia de una parte muy importante de su ciudadanía. Y mi descubrimiento más notable ha sido el del independentismo no nacionalista, al que hacía referencia hace un momento. Personas que, sin hacer casus belli de la existencia de la nación catalana, incluso sin siquiera preocuparles tal cuestión en exceso, abrazan la causa de la independencia por motivos estrictamente racionales, lejos de las proclamas predominantemente emocionales de los nacionalistas. Este subgénero es inexistente en Euskadi, donde la identificación entre independentistas y nacionalistas es prácticamente absoluta.

Ocurre que el planteamiento de este sector de defensores de la independencia sí permite el debate y la discusión en términos racionales, ya que se ponen en juego los supuestos beneficios que la realización de su proyecto conllevaría para la ciudadanía catalana. No se trata de que estas personas no defiendan la idea de una nación propia cuyas señas de identidad podrían estar en peligro, sino que ésta no es la cuestión prioritaria para ellos. Su seña de identidad es la expresión «La independencia como vía para conseguir una Catalunya mejor», con el inevitable añadido de «un futuro mejor para nuestro hijos». Es su respuesta al porqué y al para qué de la independencia. Y es aquí, al escuchar esto, cuando aparece mi expresión ojoplática y se excita aún más mi curiosidad. Mi amigo catalán, con el que comparto la cerveza, me mira un poso asustado.

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Porque la expresión una Catalunya mejor – o una Euskadi mejor, me da igual – me parece tan vaga que no alcanzo a llenarla de contenido y me siento acuciado a preguntar a mi amable interlocutor qué es o qué significa para él una Catalunya mejor. Doy por supuesto que si habla de Catalunya es porque espera que las supuestas mejoras alcancen al conjunto de la población del territorio, es decir, que sean globales. Pero el término «mejor» precisa relleno. ¿Más justicia en la redistribución de los recursos públicos?, ¿Mejor sanidad pública?, ¿Mejor enseñanza pública?, ¿Mejores condiciones para el desarrollo y realización de la cultura y la lengua específicamente catalanas?, ¿Mejores carreteras y trenes ? ¿Más justicia social? ¿Más o menos solidaridad con los inmigrantes y refugiados? ¿Menos corrupción?

Es obvio que yo, ante tanta pregunta cuyas respuestas se escapan por completo de mi conocimiento, callo. Solo me atrevo a formularlas,. pero creo, además, que debo hacerlo. Y, por respeto, no me atrevo a cuestionar la ciencia de mis contertulios si él hace aflorar argumentos y datos concretos al respecto. ¿Quién soy yo para insinuar siquiera nada acerca de las eventuales repercusiones económicas que la independencia tendría para la ciudadanía catalana?

Por eso, cuando mi amable acompañante se da cuenta de que enfrente no tiene a alguien que quiera rebatirle por llevarle la contraria sin más, o que quiera menospreciarle o ridiculizarle desde la defensa de otro concepto nacionalista, o cuestionar su derecho a expresarse y a ser lo que quiera, sino simplemente entenderle hasta el final, hasta el fondo de su planteamiento, de su idea, de su impulso vital más íntimo, el porqué y para qué profundos que le hacen abrazar una idea como la independencia, tan traumática para una sociedad plural y heterogénea como es la catalana, y además lo hace desde el respeto más exquisito, entonces, en la mente de mi amigo comienza a anidar la duda. Duda, que no aparece cuando se siente agredido por tanta actitud visceral de oídos sordos y mentes cerradas, pero que germina ahora y crece con la escucha respetuosa e incluso comprensiva. No cambia de opinión. Sigue creyendo en la independencia como el mejor camino para el futuro de su tierra y sus gentes, pero abre los ojos al contexto y repiensa tiempos y modos de actuar. Valora la importancia de evitar enfrentamientos estériles (o incluso negativos, porque tal vez sean perjudiciales para su proyecto) y de analizar bien y explicar mejor las ventajas y los inconvenientes que la independencia supondría para él y el resto de los catalanes.

Pensará que lo «mejor», referido al futuro de Catalunya, es un concepto muy relativo porque la independencia solo cambiará el marco en el que se toman algunas (no demasiadas) decisiones, pero el contenido de éstas seguirá dependiendo de la correlación de fuerzas políticas existentes en el territorio. Y será como antes: si ganan los míos, estupendo, pero si ganan los otros ¿qué habremos mejorado? Y tal vez concluya que, realmente, la independencia no es en sí misma y de manera ineluctable el camino para un mejor futuro para sus hijos, sino solo una posibilidad más, no muy diferente, en el fondo, a un cambio de color político en los centros de poder donde se toman las grandes decisiones que realmente afectan a la vida de los ciudadanos catalanes.

Si acaso alcanzare esta última conclusión, tal vez mi amigo llegue incluso a pensar que su entusiasmo con la independencia tiene que ver más con una reacción lógica y natural ante tanta torpeza política, tanta agresión injustificada, tanto nacionalismo español visceral beligerante, tanta falta de respeto, en suma, a esa hermosa tierra, sus gentes y su cultura.

Pero todo eso será tal vez; o tal vez no.

Pese a todo, en ambos casos, mi amigo y yo habremos vuelto a realizar un fantástico ejercicio de aproximación y comprensión, desde el respeto y la discrepancia. Y empujaremos ambos, brindando de nuevo, el último trago de cerveza. Yo habré dado un paso más en el buen entendimiento de una manera de pensar que tan importante resulta a mi alrededor, aunque no la comparta.

15.9.15