El reconocimiento a las víctimas del terrorismo en Madrid: ¿Desidia o incapacidad?

Martes festivo, último día del puente de la Constitución. Paseo por Madrid en una mañana soleada y fría. Voy hacia el norte, más allá de Canal y llego hasta el cruce de la avenida Pablo Iglesias con San Francisco de Sales. Opto por bajar desde ahí hacia la plaza Cristo Rey. Paso junto a la Dirección General de la Guardia Civil y recuerdo que no había estado por allí desde febrero del año pasado, cuando el Ayuntamiento, gobernado por Manuela Carmena, colocó la placa que recuerda a Jaime Bilbao Iglesias y Luis Delgado Villalonga, víctimas de un cruel atentado terrorista que ETA cometió el 22 de noviembre de 1988. Busco el lugar donde está instalada la placa y saco una foto de la misma.

Recuerdo bien aquellos últimos meses de la legislatura, de actividad febril en la Oficina de Derechos Humanos y Memoria del Ayuntamiento, aunque han ocurrido tantas cosas y tan extraordinarias en este tiempo, que parece un siglo lo que ha transcurrido desde entonces.

Observando la placa, me ha venido a la cabeza la docena larga de mociones que el PP presentó ante las Juntas de Distrito del Ayuntamiento de Madrid, a lo largo del último trimestre de 2018 y los primeros meses de 2019. En ellas, urgían la colocación de las placas previstas para recordar a todas las víctimas de todos los terrorismos habidas en Madrid en las últimas décadas.

Una tras otra, las mociones fueron tratadas en los plenos de Distrito – aprobándose, como no podía ser de otra manera – a pesar de que, en aquellas fechas, ya se había iniciado el proceso de colocación de las mencionadas placas. Pero los representantes populares debieron entender conveniente meter presión política al gobierno municipal.

Con el impulso de la Oficina de Memoria del Ayuntamiento, y en colaboración con las Juntas de Distrito, conseguimos colocar 17 placas en aquellos meses, antes del final de la legislatura. La primera de ellas, el 22 de octubre de 2018.

Leía esta mañana los nombres de Jaime Bilbao y Luis Delgado y recordaba las conversaciones que mantuve con las familias de ambos para concretar la fecha y los pormenores del acto de colocación de la placa, mientras pensaba en todo ello.

541 días lleva el Partido Popular en el gobierno del Ayuntamiento de Madrid. Sí, aquellos que urgían y presionaban políticamente con sus mociones para que se colocaran cuanto antes las placas a las víctimas del terrorismo. Pues bien, en todo este tiempo, no han colocado ni una sola. Cero.

Y veamos: Si es desidia, una vergüenza la magnitud de su hipocresía. Y si es incapacidad, no quiero ni pensar que su ineficacia pueda extenderse al resto de su gestión en el ayuntamiento. Elijan ustedes.

Más Madrid ya lo denunció hace un mes y medio en un pleno del Ayuntamiento, a través de su concejala Marta Gómez, pero no parece que se hayan inmutado los responsables políticos de la gestión municipal. Tenían 13 placas en el almacén municipal dispuestas para ser colocadas cuando tomaron posesión. Y 47 más fueron recibidas en diciembre del año pasado, según afirmó el Director General de Patrimonio Cultural del Ayuntamiento. No hay disculpas, pues. Ni reacción.

Como suele ocurrir con demasiada frecuencia, el PP volvió a utilizar políticamente a las víctimas del terrorismo. Ahora se hace evidente que sus urgencias de entonces se han tornado en desidia o incapacidad.

Tampoco parece que ninguna asociación de víctimas del terrorismo, otrora vigilantes y demandantes para el efectivo cumplimiento del acuerdo municipal de colocación de las placas, haya alzado la voz por esta incomprensible demora. Curioso, cuando menos. O no tanto, a juzgar por el alborozo con el que alguno de sus dirigentes recibió el cambio en el gobierno municipal.

Todo muy triste.

8.12.20

¿Por qué languidece el Día de la Memoria en Euskadi?

Noviembre del año 2009. El Gobierno Vasco, entonces liderado por el Lehendakari socialista Patxi López, ponía en marcha en Vitoria-Gasteiz el III Acto Institucional de Reconocimiento y Homenaje a las Víctimas del Terrorismo, cerrando así el ciclo iniciado en 2007 en Bilbao, pasando por Donosti, 2008.

En Bilbao comenzó una difícil pero necesaria travesía hacia el reconocimiento moral, social y político de las víctimas del terrorismo. En aquella primera ocasión, la sociedad vasca asumió una deuda pendiente y las instituciones, en su nombre, empezaron a saldarla. Se pidió perdón a las víctimas por el abandono sufrido durante muchos años y se formalizó una promesa que nos comprometía a todos, de cara al futuro: Nunca más, una víctima del terrorismo sin el reconocimiento de la sociedad vasca.

El acto de San Sebastián, un año después, sirvió para dar carta de naturaleza a otro principio básico en la deslegitimación del terrorismo: No hay causa ni razón que justifique la utilización de la violencia para la consecución de objetivos políticos.

Y, por fin, en Vitoria, se cerraba una etapa, al tiempo que se iniciaba otra. El esfuerzo social e institucional debía encaminarse entonces a materializar uno de los derechos proclamados en la recién aprobada Ley Vasca de las Víctimas del Terrorismo: la memoria.

La memoria, el recuerdo de lo acaecido, era, sin duda, el mejor reconocimiento que la sociedad vasca y sus instituciones podían prestar a las personas que habían padecido la lacra de la violencia terrorista.

Entendíamos que, en consonancia con las corrientes doctrinales más consolidadas en materia de derecho internacional humanitario, la memoria constituía un derecho primordial de las víctimas de vulneraciones graves de derechos humanos y, por ello, también del terrorismo.

Así mismo, como patrimonio y recurso moral al servicio de la ciudadanía, la memoria nos permitía avanzar y afianzar un relato más humano y genuino de lo ocurrido, desde la visión de la víctima. Constituía una condición básica para una convivencia más justa y libre.

En aquel acto de noviembre de 2009, La Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo presentó el Mapa de la Memoria, recogiendo la totalidad de los espacios de memoria que se iban creando a lo largo y ancho de la geografía vasca, allá donde se habían cometido atentados terroristas con víctimas mortales.

Apenas unos meses más tarde, entendimos que teníamos el mapa de la memoria como concepto espacial, pero nos faltaba el temporal y así surgió la idea del Día de la Memoria. Una fecha en la que convergieran todos los recuerdos de las víctimas y – siguiendo a Reyes Mate – abriéramos “los expedientes que la historia y el derecho daban por definitivamente cerrados, porque la memoria no se arruga ante términos como prescripción, amnistía o insolvencia”. Lo importante era reconocer la actualidad de la injusticia cometida.

La propuesta elaborada para la instauración de esta conmemoración decía así:

“El Día de la Memoria es un ejercicio práctico y sostenible de memoria incluyente. Complementa el Mapa de la Memoria, pero trasciende su sentido. Cuando, por fin, acabemos de trazar el dibujo definitivo, la memoria no se agotará por ello.  El recuerdo y la memoria de las víctimas inocentes seguirán siendo reivindicados a lo largo de esa jornada, y ya todos los años, siempre, como un hito importante de nuestro calendario político y moral. Una fecha que nos recordará lo que ha ocurrido y lo que, jamás, puede volver a ocurrir. Ese es el objetivo y el significado del DÍA DE LA MEMORIA.”

A través de esta iniciativa, se pretendía que, a lo largo de esa jornada, las instituciones vascas y la sociedad, en su conjunto, celebraran actos conmemorativos y otras actividades, con el objetivo de recordar a las personas asesinadas por la violencia terrorista. Y subrayo que el compromiso afectaba al conjunto de las instituciones vascas y a la propia sociedad.

La propuesta recogía actividades simbólicas apropiadas a la relevancia de la conmemoración pretendida. Así, se mencionaba la aprobación de bandos municipales por los alcaldes de los ayuntamientos vascos, llamando al pueblo a participar en los actos que se celebraran; plenos extraordinarios en Parlamento Vasco y Juntas Generales, en los cuáles se aprobara la declaración institucional previamente consensuada; un acto central solemne en el parlamento, con presencia de víctimas; ofrendas florales en todos los espacios de memoria erigidos en el País Vasco; y – ¡atención! – participación de los centros escolares en las actividades de distinto signo que pudieran desarrollarse en cada municipio. Se decía, literalmente:

Memoria y educación son dos condiciones que hacen del ser humano un ser más sensible, más responsable y más libre. Por ello, se propone invitar a los centros escolares a que lleven a cabo  este día iniciativas que faciliten la reflexión en torno a lo que significa la memoria en el País Vasco y los retos que impone a las nuevas generaciones y, estimulen asimismo, su participación en las actividades de distinto signo que puedan desarrollarse en cada municipio.”

El elemento clave del planteamiento realizado era la implicación social en las actividades organizadas, de tal manera que se pusiera de manifiesto y cobrara sentido el carácter pedagógico de las políticas de memoria.

Pues bien, finalmente, en noviembre de 2010, nació el Día de la Memoria en Euskadi, después de suscribirse un acuerdo interinstitucional para su celebración que, como casi todo en este país, costó lo suyo.

El compromiso asumido se concertó así:

PRIMERO.- Celebrar cada 10 de NOVIEMBRE, el DÍA DE LA MEMORIA.

SEGUNDO.- Promover que durante esta jornada las diferentes instituciones aprueben una declaración institucional con motivo de la celebración.

TERCERO.- Realizar durante esta jornada ofrendas florales en todos aquellos lugares de la Comunidad Autónoma Vasca donde se recuerde y se honre la memoria de las víctimas inocentes.

Desde aquella primera edición, la polémica y el desencuentro han constituido una constante año tras año. Sin duda, ello ha contribuido notablemente a la progresiva irrelevancia del acontecimiento.

Este 2020 apenas puede guarecerse tras la excusa de la pandemia. Ya hace unos años que la celebración se reduce a una ofrenda floral solemne pero muda en el parlamento vasco y algunos actos simbólicos en localidades como Bilbao, Donosti, Getxo, Barakaldo, Portugalete y algún otro más, de marcado carácter institucional, visible en la participación en los mismos.

Más allá de lo que pretendió ser esta conmemoración en su origen, la situación actual me suscita algunas reflexiones en forma de interrogantes: ¿Un acto solemne y exclusivamente institucional que pasa desapercibido para la inmensa mayoría de la ciudadanía vasca, es una herramienta adecuada para una auténtica política de conmemoraciones? ¿Por qué no se busca la implicación de la sociedad, a través de los distintos pueblos y lugares donde hay espacios de memoria? ¿Preocupa esta cuestión a la Asociación de Municipios Vascos, EUDEL? ¿Por qué no se dinamizan actividades que permitan la implicación social, especialmente del ámbito educativo? ¿Qué falla en las políticas de memoria en Euskadi para que se renuncie a una oportunidad tan valiosa y significativa como ésta para hacer pedagogía?

Se antoja imprescindible superar el testimonialismo institucional puntual en que se ha convertido el Día de la Memoria, y buscar la participación social en los procesos de memoria, con especial incidencia en las nuevas generaciones. Siempre bajo el parámetro fundamental de la deslegitimación de la violencia terrorista y la vulneración de los DDHH y la creación de condiciones de no repetición.

Diría que la polémica surgida en torno a la inclusión en la conmemoración oficial de las llamadas víctimas de «abusos policiales», no ha hecho sino brindar una tranquilizadora excusa a algunos para permanecer impasibles e indiferentes ante el proceso en el que languidece dicho acontecimiento.

Dicho de otra manera, empieza a parecer un preocupante reflejo de la actitud desentendida de una gran parte de la sociedad vasca que ya presentó síntomas similares cuando la violencia campaba entre nosotros.

O, tal vez, algunos ya intuyen que las imágenes que puede devolver el espejo de la memoria no son incómodas solo para quienes practicaron o justificaron la violencia. También para los silentes.

Y entonces, me acuerdo de la lluvia de Vichy sobre Euskadi de la que hablaba Ana Rosa Gómez Moral en un, nunca mejor dicho, memorable artículo, hace ya seis años.

 

10.11.2020

 

 

 

Un ejercicio curioso.

La semana pasada se debatió en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, una Proposición No de Ley sobre memoria histórica y democrática, presentada por Unidas Podemos. Vaya por delante que tanto el momento elegido como su contenido me parecieron muy desafortunados.

El momento, porque estamos en vísperas del gran debate sobre memoria democrática que se suscitará en el parlamento, con ocasión del trámite del Proyecto de Ley impulsado por el Gobierno y carecía de sentido plantear una propuesta en la que se insta a éste a promover iniciativas directamente relacionadas precisamente con el contenido del texto legal. Parece razonable reservar fuerzas y argumentos para el momento clave y no perder energías en fuegos de artificio de carácter meramente simbólico. Aparte de la incongruencia que supone solicitar algo que ya se está promoviendo desde el propio gobierno, tratándose de uno de los grupos políticos que forman parte del mismo. No parece lógico hacer usar una PNL cuando se tiene el BOE.

Y el contenido, porque se tomó como hecho justificativo de la propuesta la situación creada en torno al memorial del cementerio de La Almudena, en Madrid, en reconocimiento a las personas allí fusiladas entre abril de 1939 y febrero de 1944, proponiendo que el Gobierno de España tome la iniciativa para erigir otro memorial en el mismo cementerio. Tal pretensión supone abandonar el conjunto escultórico promovido por el Gobierno municipal de Ahora Madrid, con Manuela Carmena al frente del mismo y Mauricio Valiente, de su Oficina de Derechos Humanos y Memoria.

Y lo cierto es que el actual gobierno municipal del PP y Ciudadanos no ha destruido el citado memorial, sino que lo resignificó. Eso quiere decir que tiene vuelta atrás y creo que no debemos renunciar a un proyecto muy querido por los familiares de las víctimas. Muchos no deseamos otro; queremos ése, con su sentido y su significado original y lo seguiremos reivindicando.

Pero el motivo de estas líneas no tiene que ver directamente con el objeto de la propuesta planteada.

Ocurrió que, escuchando con interés el debate de la Comisión Constitucional, me llamaron la atención dos intervenciones en particular. No por novedosas pues, casi todos los alegatos de los representantes políticos fueron previsibles, a tenor de las ya conocidas posiciones que mantienen en relación al objeto de la iniciativa, sino porque me sugirieron un experimento muy estimulante, que les propongo a ustedes ahora.

Les dejo el vídeo de ambas intervenciones y les pido que los escuchen con atención, pero atendiendo a la sugerencia que les hago.

1.- Cada vez que la portavoz de Bildu hable de Franco y el franquismo, sustitúyanlo mentalmente por ETA y el movimiento de apoyo a dicha organización.

2.- Y cuando escuchen a la representante del PP hablar de su rechazo de la memoria y sus facultades para generar división e ir contra la reconciliación, piensen que lo está haciendo respecto de la memoria de ETA y las víctimas provocadas por su terrorismo.

Luego, saquen sus propias conclusiones.

La mía es que ojalá realizaran los propios intervinientes el ejercicio propuesto. ¿Quién sabe? A lo mejor la reflexión suscitada traía algo bueno para esta sociedad.

28.9.20

La decisión más dolorosa

Hoy se cumplen 20 años del episodio. Hago memoria; ese ejercicio de reconstrucción del pasado en la actualidad que me ayuda a reflexionar sobre el presente y también sobre el futuro. La imagen de la fotografía me sigue interpelando hoy en día. Me ayuda en la reflexión y en el proceso de construcción permanente de mi identidad y de mis convicciones. Tiene mucha fuerza, muchísima fuerza.

Ir en medio. Mitad ligazón de los dos bloques, mitad denuncia por su desunión. Fue probablemente la decisión más dolorosa de cuantas adoptamos en Gesto por la Paz de Euskal Herria. En absoluto deseada. Sentimos el peso de lo que consideramos en aquel momento un imperativo ético e incluso político. También, con la tranquilidad de conciencia que proporcionaba el haber llevado a cabo todas las gestiones e iniciativas a nuestro alcance para evitar el desgarro de la desunión.

Recuerdo el penoso papel jugado por quien entonces ya era Secretario General de Presidencia, Jesús Peña, interlocutor de Lehendakaritza con nosotros en las gestiones realizadas para intentar reconducir el desencuentro político existente en relación a la convocatoria de la manifestación de protesta por los asesinatos de Fernando Buesa y Jorge Díez. Falto de sensibilidad y sobrado de intransigencia. Actitud impropia del cargo y de la representación que ostentaba. No me lo contaron. Me tocó a mí hablar con él por teléfono.

También tengo muy viva la sensación de nerviosismo que se apoderó de nosotros en los instantes iniciales de la manifestación, cuando encontramos dificultades para acceder al recorrido y elegir la ubicación deseada, «en el medio». Muy reconfortante en aquel momento la compañía de un auténtico referente en Euskadi en cuestiones de paz y política, como era José Luis Zubizarreta. El alivio que sintió al conocer nuestra iniciativa – condición de comodidad imprescindible para su presencia en la manifestación, como él mismo reconoció – fue, al mismo tiempo, un verdadero espaldarazo moral para nosotros.

Después fueron más las personas que nos confesaron su agradecimiento por haberles brindado la posibilidad de evitar la incomodidad de la división existente, pudiendo mantener su compromiso con la protesta pública por los asesinatos. Asistían entre incrédulos e indignados al paso de la parte de manifestación que confundió su objetivo, con gritos de apoyo al Lehendakari, en lugar de hacerlo condenando los asesinatos, contra ETA o, como siempre, con el simbólico silencio de protesta. Y al llegar nuestro pequeño grupo, lo engrosaban decididos y aliviados.

Lo ocurrido aquel día, al igual que los anteriores, desde el mismo momento del atentado, no constituyó una gran sorpresa. Sin ir más lejos, Joseba Egibar ya nos había anunciado un par de años antes, en privado, tras el estallido del denominado “espíritu de Ermua”, que ellos no volverían a compartir la calle con el PP para manifestarse contra la violencia. Ya lo mencioné aquí.

Con este triste episodio iniciamos esa etapa negra de división social ante la violencia, de duplicidad de concentraciones, a espaldas unos de otros, tras los asesinatos de ETA que protagonizó el trágico comienzo de siglo en Euskadi. Supuso, claro, la travesía del desierto para un movimiento como Gesto por la Paz, con vocación nítidamente integradora (el silencio como expresión máxima de la síntesis que nos unía frente a la violencia). La condena al ostracismo a quien incomodaba por su vocación de puente.

La herida sangró durante mucho tiempo. Y la de nuestro gesto en aquella manifestación, también lo suyo. Algunos no llegaron a entenderlo y se alejaron de nosotros, probablemente abrazando otros movimientos cívicos que existían en aquel momento. Durante un tiempo, fueron numerosas las explicaciones que tuvimos que ofrecer sobre decisión tomada. El principal escollo, lo que más nos dolió, fue no estar con los familiares de los asesinados. Antepusimos nuestra responsabilidad y la convicción de que hacíamos lo correcto, a la compañía y la solidaridad incondicional con los familiares de Fernando y de Jorge. Por imperativo de nuestra conciencia individual y por un irrenunciable objetivo de pedagogía social.

Era inaceptable una vuelta atrás en la posición de unidad que había mostrado ya con reiteración la inmensa mayoría de la sociedad vasca opuesta a la violencia terrorista. No podíamos asistir impasibles a la dilución del objetivo más preciado del Pacto de Ajuria Enea, largamente perseguido y tortuosamente alcanzado. Aparecía de nuevo la línea de división y separación entre nosotros. Un paso atrás del que solo podían obtener beneficio quienes apostaban por la continuidad del terror. Ya lo he dicho: no fue una decisión fácil ni exenta de dolor.

Con todo, y pese a su dureza, creo que ninguno de quienes participamos entonces en ella, hemos dudado jamás del acierto de nuestra elección, a pesar del escaso éxito de nuestro llamamiento. En unas fechas dramáticas y difíciles como pocas, fuimos capaces de mantener con fuerza nuestras convicciones y nuestra responsabilidad, por encima de las circunstancias del momento. Como dijo Lourdes Pérez en su crónica del Diario Vasco de hace unos días, «En medio, el silencio atronador de Gesto por la Paz tratando de que el país no se rompiera definitivamente». Una decisión serena y meditada.

Hoy, cuando demandamos reflexión autocrítica para pasar página sanando heridas del pasado, algunos deberían sentirse interpelados por su conducta en aquellos días. El espejo de la memoria les devolverá imágenes poco amables. Primaron orgullos personales e intereses partidistas, en un momento en que la prioridad máxima solo podía ser la condena sin paliativos del crimen y la solidaridad con las víctimas del mismo. Y la sociedad vasca ganaría si esa autocrítica se hiciera con la misma publicidad con la que cometieron sus errores.

Un relato más completo y detallado del 26 de febrero de 2000, esta crónica que escribió Alberto Ayala en el diario El Correo diez años después.

 

26.2.20

Turingia como ejemplo

Texto cuya lectura ha sido emitida el día 20 de febrero en el espacio radiofónico «La ventana de la memoria», de la cadena SER en Euskadi.

 

La formación de gobierno en el lander alemán de Turingia, tras las elecciones de hace unas semanas, levantó un considerable revuelo, al resultar elegido el candidato liberal con los votos del conservador CDU y el partido de extrema derecha AfD.  Tanto el partido de Merkel como los socialistas exigieron la repetición de las elecciones, al descartar la formación de un gobierno y de mayorías políticas con los votos de la ultraderechista Alternativa para Alemania.

Hace unos meses, escribió Ignacio Martínez de Pisón un magnífico artículo en La Vanguardia a cuenta de la publicación del libro, “Los amnésicos”, de Geraldine Schwarz, en el cual se hace un repaso a cómo distintos países europeos encararon su traumático pasado colectivo.

Decía Martínez de Pisón que “Igual que De Gaulle en Francia, Adenauer impuso en la Alemania Occidental una política del olvido, y también en ese país pasaron varias décadas antes de que la sociedad se atreviera a encarar su pasado colectivo. Es lo que Schwarz llama “hacer su trabajo de memoria”. Aunque con retraso, la RFA lo hizo, y acabó construyendo una de las democracias más sólidas del continente. En cambio, la otra Alemania, la RDA, siempre negó su pasado nazi y la consecuencia, tras la reunificación, ha sido el surgimiento de una potente y peligrosa ultraderecha.”

Recientemente, Angela Merkel pronunció un discurso en Auschwitz en el que, refiriéndose a las atrocidades nazis, afirmaba que “Es importante nombrar claramente a los responsables, nosotros, los alemanes… Y esa es una responsabilidad que no termina, que no es negociable y que es indisociable de nuestra identidad nacional”.

En efecto, nuestra identidad es indisociable de nuestra memoria. Y una memoria democrática conforma identidad democrática. Alemania se convirtió en el modelo de un buen “trabajo de memoria”, con una aceptación honesta y crítica de su pasado que permitió el desarrollo de actitudes democráticas y tolerantes, construyendo una sociedad civil y una democracia excepcionalmente sólidas. Turingia ha sido su última demostración.

Martínez de Pisón planteaba una interrogante, al hilo de la irrupción reciente de Vox: “¿Hemos hecho en España el trabajo de memoria que nos correspondía o más bien hemos preferido buscar cobijo en la amnesia?”. Yo respondo que faltan políticas de memoria y que nuestra identidad democrática es mejorable. Y añado, que este planteamiento es trasladable a Euskadi, donde también tenemos pendiente trabajo de memoria con el que asentar una identidad colectiva democrática que no olvide jamás el horror totalitario de ETA y la memoria de sus víctimas.

 

20.2.20

Maixabel Lasa: los márgenes de libertad en los partidos políticos.

Este artículo ha sido publicado hoy, 1 de febrero de 2020, en El Diario Vasco.

 

Escribo desde la tristeza y el desánimo, a cuenta del expediente disciplinario notificado a mi querida Maixabel por burofax, por haber mostrado públicamente su “apoyo a Más País” en la última campaña electoral. Fui yo quien recabó ese apoyo, aunque no fuera expresamente al partido sino a su candidato, y me siento culpable. Esa invitación ha traído como consecuencia la pérdida de su condición de afiliada al PSOE, que, sin duda, supone para ella la pena de haber puesto fin a muchos años de militancia, muchos de ellos compartida con Juanmari. Pero, sobre todo, le ha provocado la humillación de un procedimiento sancionador, notificado con la frialdad de un burofax, después del servicio que Maixabel ha prestado a nuestra comunidad durante once largos, duros y fructíferos años.

Creo en la sinceridad de cuantos dirigentes y militantes socialistas han lamentado verse en esta tesitura, apurando el trago con desagrado e incomodidad. Pero también creo honestamente que la trayectoria vital y política de Maixabel Lasa no se merecía la actitud fría y legalista con la que ha sido acogida la denuncia en su partido. Cabían otras opciones menos lesivas para todos los intereses en juego y lamento que no se hayan explorado.

Es curioso que Maixabel Lasa haya sido expedientada por aparecer junto a un candidato de otro partido, en una circunscripción que no era la suya, manifestando su apoyo personal a este candidato, con quien compartió experiencias, emociones, disgustos y satisfacciones, en años de trabajo en el Gobierno Vasco, junto con Jaime Arrese también. Una amistad profunda, trenzada en ese tiempo, de reconocimiento y admiración mutua, que quiso exteriorizar en un acto puntual y excepcional, en el que ni siquiera llegó a mencionar el nombre del partido por el que se presentaba ese candidato.

Y es curioso porque durante años Maixabel colaboró con un gobierno dirigido por un partido político diferente del suyo, en tiempos en los que las divergencias entre ambos, PNV y PSOE, eran profundas y constantes, con enconados enfrentamientos cuya superación no resultó después tarea sencilla. En todo ese tiempo, Maixabel trabajó bajo la dirección política del gran adversario político del Partido Socialista. Es muy probable que los estatutos fueran entonces los mismos que ahora. Sí, ya sé que hubiera sido incomprensible, más bien inconcebible, que el PSOE hubiera arremetido entonces contra la Directora de Atención a Víctimas del Terrorismo. Solo me pregunto ¿Era inevitable hacerlo así ahora?

Dice Eneko Andueza, Secretario General de Gipuzkoa del PSE, que “sintiéndolo mucho ante una denuncia, no cabe más que actuar”. Y tiene razón. Para eso están las normas. Añade que el PSOE ha valorado la denuncia y que, con los estatutos en la mano, “es una expulsión como la copa de un pino”. Y probablemente tenga razón de nuevo. Solo que esa constatación, que a Andueza le permite estar a bien con su conciencia, pues ha hecho lo “legalmente” correcto, a mí me alarma porque denota, una vez más, el estrecho margen que los partidos ofrecen al ciudadano como sujeto político. Aunque ciertamente, en ocasiones, aparece una llamativa laxitud en la aplicación de las normas. Y no es el caprichoso azar el que determina cuándo toca firmeza y cuándo flexibilidad, sino un ponderado análisis de las repercusiones políticas de una u otra decisión. Pongamos aquí el caso de Rosa Díez, pero también podemos hacerlo, sin remontarnos tanto en el tiempo, con algunos ilustres prebostes del partido socialista inquietos por las actuaciones de su actual presidente.

Pero dicho eso, vuelvo a lo que de sustancial tiene este penoso asunto y es que pone de manifiesto las deficiencias en los usos y el funcionamiento de los partidos políticos hoy en día. Malas prácticas que olvidan a las personas y desatienden los necesarios cuidados de quienes se acercan a la participación en el juego político. Y que, sobre todo, dejan escaso margen de libertad a los sujetos que forman parte de la organización. El famoso axioma que sacralizó Alfonso Guerra, “El que se mueve no sale en la foto”, cercena el espacio y la capacidad del militante. Los partidos se convierten en cuadros disciplinados ahítos de mansedumbre y huérfanos de capacidad crítica o de valentía para expresarla. El interés del partido se convierte en el centro de la actividad política, muchas veces alejado de los intereses generales. Cualquier gesto contrario a ese interés, puede acarrear el peso de la disciplina; de unos estatutos, que, sin duda, previenen y garantizan el estatus de la organización.

No debemos recelar de los partidos políticos como instrumentos fundamentales para la participación política, tal y como recoge el artículo 6º de nuestra Constitución. Pero es aconsejable abominar de la deriva que los mismos han tenido hacia esas organizaciones cada vez más alejadas del espíritu que impregna el inciso final del mencionado precepto constitucional, ése que exige una estructura interna y un funcionamiento democráticos.

Por desgracia, no se trata de un problema exclusivo de los “viejos” partidos. Hemos asistido atónitos al desperdicio de la oportunidad que constituía crear nuevas organizaciones con espíritu presuntamente renovador, tanto a un lado como al otro del espectro ideológico. Han acabado siendo alumnos aventajados que recrean sin pudor la ausencia de una democracia interna real y desprecian el imprescindible margen de libertad individual con espíritu crítico que ennoblece el quehacer político también en un partido.

Sinceramente, creo que solo merece la pena participar en una organización política que respete estos parámetros de democracia real, transparencia, participación y que no solo tolere, sino que fomente, la libertad individual, el debate y el espíritu crítico.

En aquella comparecencia conjunta que le ha costado el expediente, Maixabel manifestó que lamentaba, siendo guipuzcoana, no poder votar mi candidatura, teniendo en cuenta, según ella, “su capacidad de llegar a acuerdos, de dialogar, de hablar con diferentes» que, «es lo que falta entre los políticos«. Ahora soy yo quien lamenta haber causado este desdichado incidente, del que, al menos, estamos obligados a extraer algún aprendizaje para el futuro.

31.1.20

Mi relato sobre los encuentros restaurativos.

A lo largo del año 2011 y parte del 2012, se llevaron a la práctica los denominados encuentros restaurativos. Un programa impulsado por la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias del Ministerio de Interior y la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, a través del cuál se posibilitaron diálogos sinceros entre presos disidentes de ETA y víctimas del terrorismo practicado por dicha organización. Hace unos meses fui invitado a relatar mi experiencia en el programa como impulsor del mismo. El resultado fueron las líneas que conforman este capítulo con el que participé en la obra colectiva «Tras las huellas del terrorismo en Euskadi: Justicia restaurativa, convivencia y reconciliación», coordinada y editada por Annabel Martín y Mª Pilar Rodríguez y publicada por la Editorial Dykinson en 2019.

 

Tras la ruptura del proceso de paz protagonizado por el presidente del Gobierno de España, Rodríguez Zapatero y la organización terrorista ETA, a lo largo del año 2006, y a pesar de la vuelta a la actividad violenta de esta organización, se palpaba en amplios sectores de la sociedad vasca y en los medios bien informados de la opinión pública española, el agotamiento inminente del fenómeno terrorista etarra.

En aquel momento, algunas personas que ostentábamos responsabilidades en el área de atención a las víctimas del terrorismo del Gobierno Vasco pensamos que era conveniente empezar a trabajar en la reconstrucción de las relaciones sociales en el seno de la ciudadanía vasca, muy deterioradas a consecuencia de una situación de violencia persistente desde hacía décadas. A la acción de ETA, había que sumar la de otros grupos de extrema derecha y para estatales, así como la actividad ilegítima de la propia policía al vulnerar los límites legales en el ejercicio de sus funciones, provocando violaciones de derechos humanos.

Bajo el paraguas de esa reflexión global, desde el equipo de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco, formado por su titular, Maixabel Lasa, Jaime Arrese y yo mismo, impulsamos diversas iniciativas, a lo largo de los siguientes años, que tuvieron como denominador común el carácter activo y participativo de las víctimas. Tres de ellas destacaron sobre las demás, permitiendo visualizar la condición de agentes de paz y constructores de convivencia de las personas que habían sufrido directamente la acción de la violencia y el terrorismo: El programa de víctimas educadoras (testimonios de las personas afectadas por la violencia, a través de documentos escritos, audiovisuales y la presencia física directa de víctimas en las propias aulas); la experiencia Glencree (encuentro entre víctimas de ETA, víctimas del GAL y grupos de extrema derecha y víctimas de abusos policiales); y los encuentros restaurativos, de los que hablaré a continuación.

Creo conveniente subrayar de nuevo la importancia de este marco referencial: Las víctimas, protagonistas involuntarias del sufrimiento provocado por la violencia, se convertían en agentes activos del proceso de reconstrucción de relaciones sociales, en actores de la reconstrucción moral de Euskadi.

Fueron pocos los presos de ETA que mostraron públicamente su arrepentimiento; que realizaron el recorrido de su pasado de manera crítica y estuvieron dispuestos a desmarcarse de la banda terrorista, ganándose con ello el repudio de sus ex compañeros y también el aislamiento social de sus familiares en el exterior de las prisiones, con la estigmatización como traidores.

Ciertamente, la experiencia de los encuentros restaurativos fue cuantitativamente pequeña. Pero es difícil cuestionar su relevancia cualitativa, tanto en su dimensión moral como también en su dimensión política, si nos atenemos especialmente a los fines que debe perseguir la política penitenciaria. Personas que cargaban sobre sus conciencias con decenas de asesinatos, cometidos a partir de una intencionalidad política, fueron capaces de mostrar su arrepentimiento y pedir perdón, cara a cara, a víctimas de la organización a la que pertenecían, ETA; e incluso a familiares directos de las propias víctimas causadas por ellos.

El contexto

Es necesario contextualizar, siquiera brevemente, el momento en que se produjo la experiencia de los encuentros restaurativos.

Con su atentado en Barajas a finales de diciembre de 2006, ETA sepultó no solo a las dos personas que se encontraban en el aparcamiento de la T-4, sino también el proceso de paz que se desarrolló a lo largo de dicho año. La respuesta del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, con el recientemente fallecido Pérez Rubalcaba al frente del Ministerio de Interior, no se hizo esperar, orientando su política antiterrorista hacia una persecución policial implacable de ETA, que se tradujo en un elevado número de detenciones de sus miembros. Nunca habían durado tan poco tiempo las cúpulas de la organización y se sucedían sus números uno con la inusitada frecuencia que exigían las continuas detenciones policiales. Ya lo había advertido Rubalcaba: “votos o bombas”. Y ETA desaprovechó la oportunidad.

Al mismo tiempo, en el ámbito de la política penitenciaria, instrumento de la lucha antiterrorista, se puso en marcha lo que se conoció como “vía Nanclares”, que toma su nombre de la localidad próxima a Vitoria en la que se ubica el Centro Penitenciario de Alava.

Consistió básicamente esta denominada vía Nanclares en la aplicación más benigna de la normativa penitenciaria, incluidos los traslados para cumplimiento en centro próximos a los lugares de residencia, a aquellos internos disidentes de ETA que habían rechazado públicamente la violencia y se habían desligado del colectivo, reconociendo el daño causado a las víctimas. Por el contrario, los presos etarras que se mantenían bajo la disciplina de la organización eran objeto de una aplicación más rígida y dura de la legislación, manteniendo el cumplimiento de sus condenas en centros alejados de Euskadi.

El centro penitenciario de Nanclares de la Oca fue el destino de la gran mayoría de presos disidentes o arrepentidos. Todos ellos habían seguido un proceso individual de reflexión autocrítica, con distintas motivaciones, tiempos y circunstancias, pero todos ellos con el rasgo común de concluir con el reconocimiento del daño causado, asumiendo la responsabilidad del mismo, rompiendo sus vínculos con la organización y con el denominado Colectivo de Presos Políticos Vascos (EPPK), rechazando la violencia e incluso, pidiendo perdón a las víctimas.

Fue precisamente en este centro penitenciario y con este grupo de presos, autodenominado “Presos comprometidos con el irreversible proceso de paz”, donde se celebró, a lo largo del año 2011 (y en parte, en 2012, aunque al margen de la propia Administración Penitenciaria), la experiencia de los encuentros restaurativos.

Sin embargo, esta iniciativa no formó parte de la política penitenciaria en marcha. Ésta seguía siendo un instrumento de combate contra la organización terrorista ETA, siendo su derrota el objetivo al que se supeditaban todos los movimientos y acciones. Se favorecía la disidencia en la organización por el resultado efectivo que pudiera tener provocando la merma de fuerzas del enemigo. Formalmente se vinculaba el proceso de reinserción de los condenados a su alejamiento explícito de ETA, al reconocimiento del daño causado y al compromiso de reparación a las víctimas, que es lo que dice la Ley, pero siempre con la mira puesta en el objetivo de conseguir el final de la actividad de ETA.

La puesta en marcha de los encuentros restaurativos no fue fruto de una decisión estratégica ni derivada de un análisis policial o político, ni siquiera de tratamiento penitenciario. Por prosaico que pueda parecer, fue el resultado de un deseo y de una casualidad.

El nacimiento del proyecto

A finales del año 2010, los integrantes del colectivo de presos disidentes de ETA que cumplían su condena en aquel momento en la prisión de Nanclares de la Oca, expresaron el deseo de acercarse al mundo de sus víctimas. Un deseo manifestado de forma difusa y poco elaborada, sabedores de las limitaciones que su situación personal de falta de libertad les generaba y temerosos, a buen seguro, de lo que suponía plantear ese acercamiento a personas a las que ellos sabían que habían ocasionado un gran sufrimiento.

Pero se trataba de un deseo que expresaba una convicción: la necesidad de aportar lo que pudiera estar en su mano al proceso de sanación de las heridas causadas por ellos mismos.

Nunca me cansaré de enfatizar la importancia de esta circunstancia. De no haber existido y haber sido expresada esta voluntad de acercamiento por parte de los presos disidentes de ETA, jamás se habrían producido los encuentros.

Junto a este deseo, hablaba antes también de una casualidad, como factores que explican la existencia del proyecto. Y de tal ha de calificarse el conjunto de circunstancias que concurrieron en el momento concreto de manifestarse la mencionada voluntad de los presos de acercarse a las víctimas de la organización terrorista en la que habían militado. Unas circunstancias en las que el factor humano fue determinante.

Las instituciones penitenciarias están concebidas para unos fines y objetivos entre los cuáles no aparece nada relacionado con el mundo de las víctimas, que les es completamente ajeno (por desgracia). Así, cuando los responsables del Centro Penitenciario de Nanclares de la Oca intentaron dar cumplimiento a los deseos de los presos disidentes de ETA de acercarse a sus víctimas, se encontraron con la dificultad de acceder a ellas para trasladarles esa iniciativa; no había demasiadas vías de contacto. De ahí que, agotados un par de intentos con resultado negativo, se vieran en la necesidad de acudir a la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco en demanda de colaboración.

Ese contacto lo realizó el político socialista Jesús Loza, enlace entre el gobierno central y el vasco (ambos socialistas) para todo cuanto tuviera que ver con la vía Nanclares. Parlamentario vasco de amplia trayectoria en asuntos relacionados con la paz, la convivencia y las víctimas del terrorismo, con el que, precisamente por ello, manteníamos una estrecha relación basada en la confianza mutua.

Los responsables de la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo pensamos que el acercamiento pretendido por los presos disidentes solo podía producirse en condiciones muy especiales, con preparación previa de las víctimas y, sobre todo, con garantías suficientes para ellas. Confieso que cuando propuse a Jesús Loza la idea de la intervención de profesionales de la mediación para desarrollar y facilitar el proceso de acercamiento, ya tenía en mente a las personas idóneas concretas para esa responsabilidad, con las que me unía una relación de absoluta confianza tanto profesional como personal. Por eso, cuando obtuvimos la luz verde para presentar un proyecto, nos faltó tiempo para darle el susto a Esther Pascual, proponiéndole embarcarse en tan inédita y arriesgada empresa. Era una persona que tenía experiencia en el campo de la mediación penal y penitenciaria, aunque su práctica en el ámbito de los delitos de terrorismo fuera absolutamente inédita y novedosa.

Se elaboró un pequeño proyecto, estableciendo fundamentalmente objetivos y metodología y fue remitido a los responsables de Instituciones Penitenciarias para su validación.

En ese momento, al frente de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias se encontraba la política socialista Mercedes Gallizo, con quien me unía una excelente relación personal y no poca sintonía en lo tocante a asuntos penitenciarios, derivada de mis tiempos al frente de la Dirección de Derechos Humanos del Gobierno Vasco. La confianza volvía a erigirse en factor decisivo a favor de la apuesta planteada.

También los responsables del equipo de mediadores propuesto tenían una relación previa muy positiva con quien era responsable máxima de Instituciones Penitenciarias, con lo que se cerraba el círculo de confianza.

Hay que destacar también en este proceso el papel desempeñado por el magnífico equipo de profesionales y directivos del Centro Penitenciario de Nanclares de la Oca, dispuestos a comprometerse y dedicar lo mejor de sí mismos al desarrollo de su trabajo. Por cierto, en algunos momentos bajo circunstancias especialmente difíciles, por la actitud de incomprensión, cuando no de hostilidad, de algunos de sus compañeros de trabajo, que no llegaban a comprender ese acercamiento a quienes para ellos no dejaban de ser meros terroristas.

Así es como, desde muy pronto, comenzamos a hablar de la “comunidad del anillo”, nombre con el que bautizamos el círculo de relaciones personales establecido, que posibilitó el pequeño milagro de los encuentros, basado esencialmente en la confianza total y absoluta entre sus integrantes.

El desarrollo

Se decidió calificar la experiencia como encuentros restaurativos porque en estos procesos iba a haber muchas diferencias con la mediación penal o autor-víctima que se venía experimentado en relación a otros delitos. Pero en todo caso, se insertaba como un mecanismo más dentro del amplio abanico que ofrece la denominada justicia restaurativa.

En los encuentros restaurativos se iban a sentar frente a frente dos personas: una como ex miembro de ETA y otra como persona que ha sufrido la violencia de dicha organización.

Elaborado y aprobado el programa, Esther Pascual, la mediadora elegida, se puso en marcha. Se trataba de trabajar con cada una de las partes (preso y víctima) por separado con el fin de preparar el encuentro entre ambas.

Charla informativa primero con todos los presos de disidentes de la prisión de Nanclares, para explicarles cuál era la vía que se les ofrecía para dar respuesta al deseo expresado por ellos de acercarse a sus víctimas. Desconfianza, suspicacias, recelos…, todo ello fueron circunstancias que se vivieron en aquel primer encuentro. Pese a todo, surgieron voluntarios para estrenar el camino. Comenzaron las charlas individuales con cada uno de ellos.

Cobró importancia un requisito que se planteó desde el primer momento. No habría beneficios penitenciarios de ninguna naturaleza para los presos por el hecho de participar en los encuentros. Por tanto, tenían que analizar cada uno de ellos personalmente sus motivaciones para hacerlo y valorarlo suficientemente.

La ausencia de discurso justificativo en estos victimarios fue uno de los factores fundamentales a valorar por la mediadora, dado que era la pieza clave para la responsabilización individual de sus acciones y, en su caso, la petición de perdón a la víctima.

La mayoría de los presos intervinientes confiaron y creyeron que el encuentro restaurativo les ayudaría en su proceso de revisión crítica de su propio pasado.

En paralelo, la mediadora inició el proceso con las víctimas. Desde la Dirección de Atención a Víctimas del Terrorismo seleccionamos un grupo de personas, familiares directas, de asesinados por ETA, con quienes se reunió Esther para explicarles con detalle el proceso, después de que nosotros les hubiéramos adelantado someramente el motivo de la cita.

Cierto es que la selección se basó en un elemento crucial: la confianza. Todas las personas que acudieron eran de nuestra absoluta confianza y presentaban características que permitían suponer una disposición razonable cuando menos a escuchar la propuesta sin salir corriendo escandalizadas.

También de aquella reunión salió un pequeño grupo de víctimas que mostraron su conformidad con la participación en el proyecto presentado.

Cabe destacar que todas ellas mostraron unas inquietudes comunes, centradas en conocer las garantías que ofrecía el proceso. Resultaba determinante en este sentido, la ya citada inexistencia de beneficios para los presos por su participación en los encuentros, en la medida en que ello despojaba su iniciativa de intereses espurios y fortalecía la sinceridad de sus planteamientos, cuestión importantísima para las víctimas.

Al mismo tiempo, cabe señalar que ninguna de las que aceptaron tomar parte en el programa creyó en ese instante inicial que necesitara dicho encuentro o siquiera que del mismo pudiera obtener algún tipo de satisfacción personal, entendiendo muchas de ellas que no necesitaban el perdón y que su duelo estaba perfectamente elaborado. Sin embargo, la convicción profunda, de carácter altruista, de que su gesto podía contribuir modestamente a superar el odio en la sociedad vasca y a transformar el miedo y el rencor en convivencia y respeto, animó la decisión de todas ellas.

A pesar de que se ha hablado mucho sobre ello después, es conveniente subrayar que los encuentros restaurativos no tenían como objetivo específico pedir perdón ni perdonar. Cuestión distinta es que tal acción se planteara en el curso de la conversación que ambos habían de mantener y que era realmente el objetivo perseguido. Un espacio de libertad y de diálogo para ellos, nada más.

Tras la reunión grupal con las víctimas, la mediadora inició el trabajo individual con cada una de ellas, siempre en paralelo al realizado con los presos, procediendo a diseñar los emparejamientos entre unos y otros de cara a la celebración de los encuentros.

Solo cuando entendió que se daban las condiciones idóneas para que pudieran cumplirse los objetivos señalados anteriormente, se procedió a fijar las fechas oportunas, celebrándose los cuatro previstos en esta fase. Dos de ellos en el interior del centro penitenciario de Nanclares de la Oca y los otros dos en dependencias discretas del gobierno vasco en el exterior, pues dos de los presos intervinientes gozaban de un régimen de semilibertad.

De estos encuentros, tres fueron protagonizados por víctimas indirectas, es decir, familiares de personas asesinadas por ETA, pero no por el preso concreto con quien mantenían el encuentro. El cuarto, sin embargo, sí correspondió a un miembro del comando que asesinó al marido de una de las víctimas participantes.

El carácter indirecto de esta relación no desmerecía el valor del encuentro porque tanto victimarios como víctimas asumían el carácter colectivo de la acción terrorista, pese a reconocer que la participación directa aportaba un plus de autenticidad a la iniciativa. Es decir, un preso de ETA asumía moralmente como propios todos los asesinatos de la organización y, por ello, no tenía inconveniente, al contrario, en afrontar el cara a cara con cualquier víctima de la misma.

Al mismo tiempo, una víctima de ETA, sabía que lo era de la organización terrorista, más allá de las personas que circunstancialmente llegaron a apretar el gatillo o colocar la bomba que segó la vida de su ser querido.

Algunas características del programa

La participación en el programa estaba presidida, como no podía ser de otra manera, por la más absoluta voluntariedad, la cual se daba tanto en el momento de adoptar la decisión de participar como en cualquier otro posterior del proceso, de forma que era perfectamente posible descabalgarse del mismo en cualquier momento.

El encuentro en sí mismo se conformaba como un espacio de libertad para la víctima, que carecía de obligaciones y cuyos únicos límites venían marcados por el respeto debido a cualquier persona, que excluía insultos o agresiones. En ese marco, la víctima podía escuchar, reprochar, preguntar, no responder…De hecho, ante una eventual petición de perdón, ni siquiera tenía obligación de contestar y mucho menos de hacerlo necesariamente en sentido afirmativo.

Por su parte, para los victimarios era imprescindible la asunción, como se ha indicado anteriormente, de la responsabilidad moral de sus actos, así como la declaración formal de no causar daño alguno.

Todo el proceso estaba sometido a la más absoluta confidencialidad. Los participantes tenían la seguridad de que nada de cuanto se dijera en esas coordenadas de espacio y tiempo que iban a compartir, iba a ser conocido fuera de las paredes que los protegían, salvo que ellos mismos decidieran, de común acuerdo, darlo a conocer.

Es importante destacar que la celebración del encuentro no entrañaba, como bien eran advertidos en tal sentido, tanto la víctima como el victimario, ningún tipo de garantía de resultado final. Tan solo se cuidaba la evitación de consecuencias negativas para la víctima, aspecto que se trataba precisamente en las labores preparatorias del encuentro.

Por último, señalaré que, como he mencionado anteriormente, esta iniciativa se inserta en lo que llamamos mecanismos de la Justicia Restaurativa. Básicamente ello significa que conforma un instrumento válido para articular la reparación de la víctima, al tiempo que la recuperación del victimario, en expresión acuñada por el profesor Reyes Mate.

En efecto, el programa tenía presente que el encuentro buscaba también proporcionar a la víctima una satisfacción que le está vedada en el proceso penal ordinario. Es sabido que nuestro proceso penal busca básicamente el castigo del culpable, la declaración de responsabilidad penal del autor del delito, circunscribiendo la reparación de la víctima al aspecto material.

Sin embargo, en no pocas ocasiones, las víctimas en general – y puedo asegurar, por mi experiencia personal de relación con ellas, que las del terrorismo, en particular – muestran inquietudes y deseos insatisfechos en relación a otro tipo de cuestiones. Esther Pascual consiguió la explicitación por parte de las víctimas con las que trabajó, de varias de estas cuestiones: ¿Por qué mi padre? ¿Qué sentiste en el momento de matar? ¿Duermes la noche del asesinato? ¿Conocías a la persona asesinada? y otras similares surgen en la mente de las víctimas que tienen ocasión de reflexionar mínimamente sobre ello.

Igualmente hay víctimas que desean dar a conocer de primera mano al victimario el testimonio del dolor y el sufrimiento concretos causados. Trasladarle, cara a cara a quien provocó ese daño irreparable, el relato de las consecuencias precisas e individualizadas de sus actos. Escuchar el testimonio de Iñaki García Arrizabalaga referido a su encuentro con Fernando de Luis Astarloa no tiene precio, cuando explica este momento.

El proceso penal no da cabida a este interés de la víctima, quien tiene que abandonar sus pretensiones, arrinconándolas en la frustración.

Pues bien, el programa de encuentros, como mecanismo de justicia restaurativa brindaba a la víctima precisamente la posibilidad de obtener este tipo de satisfacción moral adicional, a través de la entrevista con el victimario, constituyendo esta circunstancia uno de los elementos cruciales de la iniciativa, especialmente a la hora de la evaluación de la misma.

Evaluación y conclusiones

El programa de encuentros restaurativos se desarrolló en dos fases, ambas materializadas a lo largo del año 2011, aunque luego hubo un epílogo de otros dos encuentros más, en el año 2012. A los cuatro primeros celebrados en la primera, se unieron otros ocho más en una segunda fase que se desarrolló ante la muy positiva valoración que se realizó de la primera celebrada en el mes de mayo.

También la segunda fase obtuvo unos resultados altamente satisfactorios.

Todos los participantes en los encuentros salieron de los mismos con la sensación de que les había resultado muy útil y gratificante el mismo. Podemos hablar del sentimiento positivo de todos los participantes.

A modo de ejemplo, una de las víctimas no llegó siquiera hasta su vehículo, al salir del centro penitenciario, antes de llamarnos a los impulsores del programa para mostrarnos de manera vehemente su agradecimiento por haberle invitado a participar.

No pocas de ellas descubrieron que, pese a entender, antes de comprometerse con el programa, que no obtendrían ninguna satisfacción personal del mismo, centrando su motivación para participar, en el aspecto altruista y de contribución a la convivencia en Euskadi, sí había tenido efectos positivos en su interioridad. Dicho de otra manera, las víctimas descubrieron que el arrepentimiento y el perdón sirven no solo a nivel general sino a nivel personal también.

Escuchar de viva voz, sosteniendo la mirada en los ojos, al victimario asumir su responsabilidad e incluso pedir perdón, valorando la sinceridad de tal posición y declaración, acabó proporcionando a no pocas de las víctimas asistentes un plus de sosiego y paz en su fuero interno que siempre agradecerán y que les sirvió para completar un genuino recorrido de reparación moral.

Al mismo tiempo, los encuentros contribuyeron a la recuperación para la sociedad de los victimarios que participaron con un discurso reparador, autocrítico y de deslegitimación de su propia violencia y contribuyendo decisivamente a la recuperación ética de la convivencia y al establecimiento de un relato justo de la violencia.

No me resisto a subrayar la importancia capital que esta cuestión tiene para el proceso de deslegitimación de la violencia que debe ser la piedra angular del ejercicio del derecho a la memoria de la sociedad. El relato de los presos disidentes de ETA en estos encuentros es un relato esencialmente moral y con un valor cualificado. Es la voz precisamente de quienes apostaron en su día por la práctica de la violencia; quienes comprometieron lo mejor de su vida en una drama que solo generó sufrimiento; los más legitimados y autorizados para hablar de error ético y no solo de equivocación estratégica. Los presos lograron transmitir su arrepentimiento, su dolor por el daño causado y sus ganas de transformar el odio en paz.

Sin embargo, los poderes públicos del momento no optaron por amplificar estas voces, pese a que, por un lado, cumplían objetivos de tipo moral, y, por otro, contribuían a extender la reflexión política sobre la necesidad de acabar con la práctica de la violencia y apostar exclusivamente por las vías pacíficas y democráticas.

Como los propios miembros del colectivo de Nanclares afirmaban a quienes querían escucharles, ellos pretendían hacer política y predicar entre “su” gente, decir, la izquierda abertzale. No renunciaban, sino al contrario, al proselitismo de sus reflexiones, en la convicción absoluta de que su opción no era solo la mejor desde un punto de vista ético, sino también político.

Así las cosas, uno intenta comprender la excesiva prudencia, cuando no el miedo, que atenazaba a los responsables políticos del momento, que no quisieron, no supieron, o no pudieron, apostar decididamente y sin complejos por todas las consecuencias positivas que podían haberse derivado de la amplificación y difusión de lo que suponía la vía Nanclares y, como punta de lanza o práctica con un alto valor pedagógico, los encuentros restaurativos.

Esta circunstancia habla con elocuencia del clima de intolerancia y presión al que cierta derecha política y mediática sometió al gobierno socialista de Rodríguez Zapatero en lo tocante a la política antiterrorista y penitenciaria, a lo largo de todo su mandato.

Retomando las consecuencias del proyecto de los encuentros, supusieron la constatación, en cierto modo, de que la derrota del terrorismo no exigía la derrota de la persona. También quedó muy cuestionada la aparentemente indestructible vinculación entre la satisfacción de la víctima y el castigo del culpable, ante la evidencia de que otras vías eran posibles.

Si situamos el proceso de los encuentros en el contexto del desistimiento de ETA respecto a su actividad (20 de octubre de 2011, declaración de cese definitivo), podemos afirmar también que esta iniciativa contribuyó cualitativamente al proceso final de la violencia y a la reconstrucción de la convivencia en Euskadi.

Por otra parte, se trató de un proyecto alternativo. No era razonable pensar que este fuera un programa susceptible de aplicación generalizada al conjunto de los presos, como tampoco había muchas víctimas dispuestas, a priori a sentarse frente a un miembro de ETA, por mucho que se hubiera desvinculado de la organización. Ninguna de las actitudes personales que permitían los encuentros eran exigibles ni a los presos ni a las víctimas, más allá de que pudieran ser deseables. No eran conductas obligatorias. Sin embargo, sí extrajimos como conclusión la convicción de que la Administración Penitenciaria debía articular los mecanismos que hicieran posible este diálogo-encuentro entre presos arrepentidos y víctimas que quisieran, en cualquier momento, recorrer ese camino.

Lamentablemente, no sucedió eso, sino todo lo contrario. El programa fue interrumpido con el cambio de partido gobernante en España. La llegada del Partido Popular y sus nuevos responsables penitenciarios, en enero de 2012, muy poco sensibilizados con la reinserción y con las actuaciones seguidas por sus antecesores, no dudaron en poner innumerables trabas a la acción de los mediadores, hasta el punto de dar al traste con los procesos en marcha en ese momento y cegar por completo la vía de los encuentros restaurativos.

Ello deja la duda de qué alcance podría haber llegado a tener el programa en el caso de que hubiera tenido continuidad, se hubiera trabajado con más presos en los procesos de revisión autocrítica, favoreciendo, con una aplicación más flexible de la normativa penitenciaria, la situación de quienes avanzaran por este camino.

Aún con esa oposición, el equipo de mediadores que coordinó Esther Pascual durante la fase de los encuentros continuó trabajando en pro de la continuación del programa, aunque no fuera ya con apoyo institucional. Se consiguieron realizar dos nuevos encuentros fuera de la prisión, confirmando, por un lado, la bondad del proyecto y, por otro, las enormes dificultades de seguir adelante con el mismo sin la complicidad de los servicios penitenciarios.

Con el cambio de gobierno también en Vitoria, a finales de 2012, recobrando el PNV el poder autonómico, se consolidó el ocaso de la vía Nanclares. La dirección de la política de paz y convivencia del Gobierno Vasco se marcó como objetivo claro coadyuvar al fin de la actividad de ETA mediante un acuerdo con la organización terrorista. A tal fin, todas las iniciativas debían estar supeditadas o, al menos, no debían entorpecer el avance hacia la consecución de dicho objetivo. Así las cosas, era difícil que se mantuviera un apoyo decidido por parte del gobierno vasco al colectivo de presos de la vía Nanclares, pues éstos tenían la consideración de traidores para la organización armada, y su defensa no era precisamente el mejor aval para conseguir negociar o favorecer acuerdos de ningún tipo con la banda.

De esa forma, los últimos años fueron de ausencia de cobertura política y apoyo material para los ex etarras disidentes críticos con la violencia. Sencillamente quedaron huérfanos de apoyos institucionales.

Con el paso del tiempo, se han ido produciendo las excarcelaciones de quienes protagonizaron los encuentros restaurativos, si bien, no han diferido mucho de las que se han llevado a cabo con los ortodoxos del colectivo etarra, en los que no ha existido el más mínimo indicio de arrepentimiento o postura autocrítica.

Siempre nos quedará la duda de cuál podía haber sido el recorrido del proyecto de encuentros. Hay quien sostiene la conveniencia de retomarla, si bien fuera de los muros de las prisiones; es decir, no con presos, sino con expresos. Eso no sería ya política penitenciaria, sino políticas de convivencia y de reconstrucción de relaciones sociales.

A día de hoy, uno piensa en el tiempo que vive. En Euskadi gozamos de cotas de paz y libertad que, sin ser aún suficientes, sí resultan inéditas en las últimas décadas.

Es tiempo de transformar la política penitenciaria, de abandonar su condición de instrumento de una política antiterrorista afortunadamente ya innecesaria, con ETA derrotada, para convertirse en una pieza más de una política favorecedora de la convivencia.

Para quienes tuvimos la inmensa fortuna de estar cerca, la experiencia de los encuentros restaurativos nos permitió acercarnos a aspectos maravillosos del ser humano: a la generosidad, a la fortaleza, entereza, valentía y sinceridad de las víctimas; personas que, después de su tragedia, han sabido salir sin odio, sin afán de venganza, creyendo en la capacidad de transformación del ser humano y dispuestas a conceder una segunda oportunidad a quienes les ocasionaron tanto daño. Y no identificándose con su condición de víctimas, que es una parte de su vida y de su ser, pero no su identidad.

También nos permitió conocer la complejidad de seres humanos que utilizaron equivocadamente una injustificable violencia, que pisotearon la dignidad humana, pero que tuvieron la capacidad y la valentía de pasar de verse a sí mismos como héroes a descubrirse como asesinos y salir de este trance fortalecidos, capaces de ponerse delante de una víctima de ETA, escuchar su sufrimiento, responder a sus preguntas, asumir la injusticia del daño causado, comprender el sufrimiento provocado y pedir perdón; deseosos de construir paz en Euskadi y de aportar su experiencia y sus reflexiones a la revisión crítica del pasado.

Participar en la vida pública tiene, a veces, estas pequeñas grandes satisfacciones. Tomar parte en iniciativas como la de los encuentros restaurativos justifica el sentimiento de satisfacción y orgullo que sentimos hacia nuestro paso por la responsabilidad pública. El orgullo de haber hecho política en un sentido genuino, obteniendo además un resultado gratificante para quienes sufrieron directamente la violencia que azotó nuestra tierra. Solo por esto, ya puede estar uno satisfecho.

 

7.1.20

La coherencia moral en cuestiones de memoria.

Desde que el 22 de abril de 2007 se celebrara en el Palacio Euskalduna de Bilbao, el I Acto Institucional de Reconocimiento y Homenaje a las Víctimas del Terrorismo, organizado por el Gobierno Vasco, las instituciones vascas fueron sumándose progresivamente al proceso de reconocimiento social y político debido a las víctimas del terrorismo en Euskadi. En los años siguientes, numerosos ayuntamientos fueron sumándose a la conformación del denominado “mapa de la memoria”, consistente en pequeños espacios o símbolos físicos que recordaban la injusticia de los atentados terroristas en las personas de sus víctimas mortales, habidos en cada municipio. Placas, esculturas, cuadros, árboles, nombres de calles…Todo quedó recogido en una publicación que fue distribuida entre los asistentes al III Acto Institucional de Reconocimiento y Homenaje que el propio Gobierno Vasco celebró el 29 de noviembre de 2009, esta vez en Vitoria-Gasteiz y con Patxi López de Lehendakari. En el preámbulo de la mencionada publicación escribía Maixabel Lasa, Directora de Atención a Víctimas del Terrorismo:

Las ciudades y los pueblos vascos van convenciéndose de que recordar el pasado es condición imprescindible para construir un futuro en paz y libertad. Cada vez más lugares quieren erigir espacios visibles, que no pasen desapercibidos, en los que se recuerde que vecinos y ciudadanos inocentes de esos pueblos fueron injustamente asesinados y que el testimonio y el sacrificio ofrecido por estos desde ser conocido y reconocido por las nuevas generaciones como el mejor legado y el mejor servicio que pueden prestar los vivos por los que no están entre nosotros”.

Apenas unos meses más tarde, desde el Gobierno Vasco algunos entendimos que teníamos el mapa de la memoria como concepto espacial, pero nos faltaba el temporal y así surgió la idea del Día de la Memoria. Una fecha en la que convergieran todos los recuerdos de las víctimas y – siguiendo a Reyes Mate – abriéramos “los expedientes que la historia y el derecho daban por definitivamente cerrados, porque la memoria no se arruga ante términos como prescripción, amnistía o insolvencia. Lo importante era reconocer la actualidad de la injusticia cometida.

La elección de la fecha concreta vino determinada, en cierto modo, por el azar, al designar un día libre de la marca trágica de víctimas mortales por terrorismo: el 10 de noviembre.

Este año la fecha ha sido ocupada por la cita electoral, por lo que su celebración se ha trasladado a otros días posteriores. El Partido Popular del País Vasco, que mantiene diferencias con el resto de partidos, por defender la exclusividad de este día para el recuerdo a las víctimas del terrorismo y no a otras víctimas de violaciones de derechos humanos (polémica en la que no entro ahora para no desviar la atención del objetivo de este artículo) llevó ayer, día 11, su acto al mismo lugar donde viene celebrando esta fecha desde hace ya unos años: El memorial a las víctimas del terrorismo que el gran escultor vasco, Agustín Ibarrola, erigió en Vitoria-Gasteiz, en el año 2003.

Esta foto, es de ayer mismo, 11 de noviembre de 2019 y ha sido publicada en el diario “El Correo”.

Fue un acto de memoria a las víctimas del terrorismo, a TODAS las víctimas del terrorismo. El memorial consiste en una pequeña colina sobre la que se hallan colocadas unas losetas, cada una de las cuáles tiene inscrito el nombre de una víctima, salpicadas por el dibujo del anagrama que el escultor creó para el colectivo de víctimas del País Vasco.

Sin duda alguna, Agustín Ibarrola, al igual que los colectivos y asociaciones de víctimas del terrorismo, era plenamente consciente del valor de la individualización del recuerdo. La personalización y nominalización de las víctimas constituye un elemento esencial de la finalidad reparadora del memorial, al tiempo que brinda a cada familia la posibilidad de contar con un espacio pequeño, pero propio, en el ejercicio de memoria al que tienen derecho.

Pues bien, la inclusión de todas las víctimas del terrorismo en este memorial hace que en el mismo haya nombres como Miguel Ángel Blanco o Gregorio Ordóñez, asesinados por ETA, al lado de otros como José María Etxaniz Maiztegi, Sabino Etxaide Ibarguren o Rafael Goikoetxea Errazkin, asesinados por el GAL y a quienes el gobierno de España no les concedió la indemnización complementaria que establecía la Ley de Víctimas del Terrorismo de 2011 por su presunta pertenencia a ETA. Hay más, son solo un ejemplo.

También aparece el nombre de Melitón Manzanas, guardia civil asesinado por ETA, cuya condición de torturador era bien conocida en la época. Curiosamente comparte espacio memorial con José Luis López de Lacalle, también víctima de ETA y víctima, a su vez, en vida, de las torturas del propio Melitón Manzanas, como recuerda Mª Paz Artolazabal en la conversación que mantiene con Maixabel Lasa en el impagable documental “Zubiak”, de Jon Sistiaga.

En definitiva, tenemos un memorial con los nombres de las víctimas, donde no se ha purgado a nadie por haber sido victimario en vida. Ni presuntos torturadores, ni presuntos terroristas han sido censurados, porque ha prevalecido su condición de víctimas, al haber sido injustamente asesinados todos ellos.

El Partido Popular del País Vasco no tiene problemas éticos para reconocer el memorial de Ibarrola como la mejor referencia para celebrar en él el Día de la Memoria en Euskadi. Nadie promueve escándalos porque convivan los nombres que he citado anteriormente. Nadie cuestiona su condición de víctimas y, por tanto, el derecho a la memoria de sus familiares y del conjunto de la sociedad. Todas unidas por la injusticia de su asesinato, que es precisamente lo que les confiere la condición de víctimas. Por cierto, administrativamente reconocidas la mayoría (presuntos miembros de ETA incluidos) por el gobierno del Partido Popular con Aznar de Presidente, al amparo de la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo de 1999.

En el pasado mes de julio, el gobierno municipal de Madrid, del Partido Popular, con su alcalde Martínez Almeida al frente y el apoyo de Ciudadanos, su socio de gobierno, tomó la decisión de paralizar la construcción del memorial en recuerdo de las casi tres mil personas que fueron fusiladas por la dictadura militar de Franco en las tapias del cementerio de la Almudena, entre abril de 1939 y febrero de 1944. Todas ellas, a consecuencia de consejos de guerra celebrados sin las más elementales garantías procesales, como es unánimemente reconocido por historiadores y juristas.

Ahora han decidido continuar las obras, pero pervirtiendo por completo el sentido del memorial proyectado. Por un lado, eliminando los nombres de las víctimas que iban grabados en placas de granito que recubren los muros del conjunto artístico. Y, por otro destinándolo no al recuerdo de las personas allí fusiladas por la dictadura, como estaba previsto, sino al de todas las víctimas de la violencia política habida en Madrid entre 1936 y 1944.

En su día, sectores de la derecha política madrileña, en complicidad con algunos medios de comunicación afines, provocaron la polémica sobre la que el PP justifica ahora su decisión. No están dispuestos a que figuren en el memorial los nombres de trescientos presuntos “chequistas”. Rechazan como víctimas a quien, presuntamente, fueron victimarios en vida.

El Partido Popular acepta el reconocimiento como víctimas y defiende la memoria de aquellas personas que fueron injustamente asesinadas, más allá de su eventual condición de presuntos autores de execrables delitos en vida, si se trata de víctimas del terrorismo, pero no cuando se trata de víctimas de la dictadura militar franquista. Esta actitud apunta a hipocresía moral.

Emplazo a mis amigos del PP vasco a que ilustren a sus correligionarios madrileños respecto de este tipo de cuestiones morales, en beneficio de la vergüenza y la decencia y para que no se cometa la tropelía de privar a los familiares de las personas fusiladas por la dictadura franquista en el cementerio de la Almudena – pero también al conjunto de la sociedad madrileña – de un espacio de memoria digno, similar a los que se promueven merecidamente para otras víctimas de otras violaciones de derechos humanos (terrorismo), con el mismo derecho.

Coherencia moral obliga. Caso de seguir con los planes anunciados, el gobierno municipal de Madrid del Partido Popular y Ciudadanos cometerá una lamentable y penosa injusticia con las víctimas de la dictadura militar de Franco que fueron asesinadas en el cementerio de la Almudena, las cuales sufrirán una nueva victimización, a añadir a los ochenta años de olvido y abandono.

Porque recordar el pasado es condición imprescindible para construir un futuro en paz y libertadY porque cada vez más lugares quieren erigir espacios visibles, que no pasen desapercibidos, en los que se recuerde que vecinos y ciudadanos inocentes de esos pueblos fueron injustamente asesinados y que el testimonio y el sacrificio ofrecido por estos desde ser conocido y reconocido por las nuevas generaciones como el mejor legado y el mejor servicio que pueden prestar los vivos por los que no están entre nosotros.

PS: Advertencia para quienes van permanentemente con la balanza contrapesando víctimas de uno y otro bando, porque no son capaces (o no quieren) hablar de unas sin las otras: Cuanto afirmo en este artículo es aplicable a cualquier tipo de víctimas de violaciones de derechos humanos. En lo tocante a DDHH, no hay color político que justifique su vulneración.

12.11.19

Señorías: ¿Viva la muerte?

Avenida de la Inteligencia. Hay que reconocer que suena bien. El 13 de julio de 2016, el Comisionado de Memoria Histórica del Ayuntamiento de Madrid, aprobó un informe con la primera parte del plan de revisión del callejero de la capital, que incluía el cambio de los nombres de 27 calles. Una de ellas, la calle general Millán Astray. Se proponía en su lugar “Avenida de la Inteligencia”.

Aquéllo parecía una suerte de justicia poética en relación al conocido incidente protagonizado por el citado Millán Astray y don Miguel de Unamuno, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, en el que el militar profirió aquel grito tan suyo de ¡Viva la muerte!, seguido de ¡Muera la inteligencia! El referido informe del Comisionado así lo justificaba, sin disimular con sutilezas: “Es propuesta de este Comisionado que quede en la palabra ‘inteligencia’ recuerdo de aquel suceso resuelto con arrojo por quien fue protagonista de uno de los hechos cívicos más ejemplares de que se guarda memoria en la historia reciente de España«.

Sin embargo, meses después, cuando el Comisionado elevó su propuesta definitiva de revisión del callejero, hizo desaparecer el sugerente “Avenida de la Inteligencia”, sustituyéndolo por el también meritorio de “Maestra Justa Freire”. La parte positiva del cambio fue el reconocimiento a la trayectoria de la discípula de Ángel Llorca y, con él – y algunos más -, al trabajo que tantas maestras y maestros realizaron poniendo en práctica las directrices pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza en la escuela pública durante el primer tercio del siglo XX. Su entrada en el callejero madrileño fue un soplo de aire fresco en el mismo. Bien está que quedara así, aunque se perdiera ese punto de osadía que suponía contraponer el valor de la inteligencia a aquellos otros que encarnaba un personaje como Millán Astray.

Sobre el personaje, Paul Preston escribió en Las tres Españas del 36 (Barcelona, 1998) lo siguiente: “José Millán Astray fue, quizá, la persona que más influencia ejerció en la formación moral e ideológica de Francisco Franco. (…) En él (Tercio de Extranjeros) institucionalizó y evangelizó los valores brutales y embrutecedores con que Franco libró y ganó la Guerra Civil española. Contribuyó al auge de la fama de Franco nombrándole su segundo jefe y comandante de campo de una fuerza pronto celebrada por su eficacia y su valentía. (…) Durante la Guerra Civil creó y divulgó incansablemente la imagen de Franco como salvador invencible. Más concretamente, su participación fue de vital importancia en las maquinaciones de la última semana de septiembre, mediante las cuáles Franco ascendió al puesto de jefe del Estado”.

Hay que recordar que Millán Astray fue el impulsor del Tercio de Extranjeros, más conocido como Legión Española, cuerpo militar creado en enero de 1920 y del que fue su primer jefe. Dos años antes, para conseguir convencer a los políticos de la conveniencia de esta iniciativa, el militar empleaba un argumento tan persuasivo como éste: “Si son españoles los que se alistan en el cuerpo que ha de constituirse, lo harán con gusto; si son extranjeros los que acuden, servirán doblemente, ya que se dispone de un soldado y se ahorra un español”. Una vez creado el cuerpo, nombró a su amigo Francisco Franco como segundo jefe del mismo.

El gran escritor Arturo Barea, que sirvió en el Ejército marroquí en los años veinte del siglo pasado, relató en su extraordinaria novela La forja de un rebelde (Londres, 1940-1945) cómo Millán Astray “rugía, sollozaba y gritaba; escupía a la cara de estos hombres toda su miseria, su vergüenza, su suciedad, sus crímenes, y luego los arrastraba, en una furia fanática, hacia la caballerosidad, a renunciar a toda esperanza salvo la de una muerte que borrara las manchas de su cobardía con el esplendor del heroísmo”.

El mismo Barea, en otra de sus obras, La lucha por el alma española (Londres, 1941), cuenta que cuando atacaba el Tercio “no reconocía límites a su venganza. Cuando abandonaba un pueblo, no quedaba más que incendios y los cadáveres de hombres, mujeres y niños. Así, fui testigo ocular de la destrucción total de los pueblos del Beni Arós en la primavera de 1921. Cuando se asesinaba a un legionario en una marcha solitaria por el campo, se degollaban a todos los hombres de los pueblos vecinos, a no ser que se presentara el asesino”.

Llegado el 18 de julio de 1936 y enterado Millán Astray de la sublevación militar, que le pilla en Argentina, cogió un barco de inmediato y se puso a disposición de su gran amigo Franco. Apenas bajó al muelle en Cádiz, pronunció un discurso en el que reconoció haber regresado a España tras oír el grito “¡A mí la Legión!”, como recogieron los diarios de la época (ABC entre ellos). Acompañó a Franco en Sevilla el 15 de agosto, junto a Queipo de Llano, en el acto de adopción de la bandera monárquica, frente a la tricolor de la República.

En los meses siguientes, por encargo del mismo Franco, desarrolló una frenética actividad propagandística, aprovechando su encendida retórica y su histrionismo. Como recuerda Guillermo Cabanellas (Cuatro generales. Planeta. Barcelona, 1977), solía destacar siempre la importancia vital de la Legión y ponía fin a sus arengas con un ¡Viva la muerte!

En su obra anteriormente citada, Preston subraya la influencia que Millán Astray tuvo en el proceso de designación de Franco como comandante en jefe de las fuerzas militares sublevadas primero y jefe de Estado después. “Cuando después de la primera reunión de los generales, celebrada el 21 de septiembre cerca de Salamanca, resultó claro que el alto mando dudaba, Millán se creyó en el deber de hacer entender cuánto se necesitaba a Franco, el deber tanto de generar como de expresar la presión popular. Personificó, sobre todo, la resolución de la Legión, con la que estaba irrevocablemente vinculado, de que a Franco lo nombraran jefe único”.

Sobre el ya citado incidente en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, durante el acto de la celebración del día de la Raza, con el ínclito don Miguel de Unamuno, no me extenderé, pues se han vertido ríos de tinta y, aún hoy, algunos mantienen dudas respecto a la veracidad de la versión más extendida de cuanto allí aconteció. Baste decir que, tal vez, a no mucho tardar, esta controversia sea vista con nuevas y definitivas luces.

Lo cierto es que, en el año 1969, el Ayuntamiento de Madrid debió descubrir que los generales Saliquet y Millán Astray, figuras señeras de la autodenominada cruzada nacional, carecían de honores y reconocimientos suficientes y acordes a sus méritos. Para subsanar este déficit, entendieron los munícipes franquistas que debían ser honradas con el nombre de una calle en la capital del Estado. Así se indicaba expresamente en el escrito en el que se solicitaba dicha designación:

Veo como se van poniendo a las calles nombres de personas que se han distinguido por algo, escritores como últimamente Menéndez Pidal, González Ruano, pero (mucho menos) generales, unos más distinguidos que otros, etc. Es raro que Millán Astray no tenga su nombre en alguna de ellas y el general Saliquet, primero que entró en esta capital al liberarse por su ejército del centro.

Y así se tramitó el correspondiente expediente municipal.

En el Pleno del 30 de junio de aquel año de 1969, se aprobó finalmente el otorgamiento de los nombres de las calles al general Saliquet y al general Millán Astray.

Y así ha sido hasta que el acuerdo de la Junta de Gobierno del Ayuntamiento de Madrid de 4 de mayo de 2017 aprobó el Plan de revisión del callejero de la ciudad propuesto por el Comisionado de Memoria Histórica, que suponía la retirada del nombre de la calle general Millán Astray por la de calle Maestra Justa Freire.

Algunos admiradores y seguidores de la figura del militar que apoyó de manera tan efusiva y entusiasta a Franco en los primeros meses de la Guerra Civil, en las importantes tareas de comunicación propaganda, promotor principal del grito ¡Viva la muerte! y autor del exabrupto ¡Muera la inteligencia!, han ejercido su legítimo derecho de acudir a los tribunales de justicia para intentar revocar el referido acuerdo municipal y devolver al general Millán Astray el honor de formar parte del nomenclátor madrileño.

Esta iniciativa ha pretendido ofrecer una imagen beatífica del general, minimizando hasta la irrelevancia más absoluta su apoyo a la causa de la sublevación militar y al propio Franco y su participación en las tareas propagandísticas. Además, se refugian en el argumento de que el otorgamiento del nombre a la calle data de mediados de los años veinte y, por tanto, su justificación tiene que ver con los méritos militares de Millán Astray anteriores a los hechos en que se basa la aplicación de la Ley de Memoria Histórica.

Como hemos señalado anteriormente y puede comprobarse en el expediente municipal que obra en el Archivo de la Villa de Madrid, la aprobación del nombre de la calle general Millán Astray se lleva a cabo en 1969. Los defensores del militar intentar confundir con la alusión a una pequeña plaza que ciertamente existía con el nombre del militar desde mediados de los años veinte, situada en diferente lugar. De hecho, era tan “insignificante” que el Ayuntamiento decidió suprimirla para conceder al general una calle de similar importancia a la que tenían otros generales franquistas en la zona (Fanjul, Romero Basart, etc.), adoptando tal acuerdo de supresión en el mismo expediente tramitado en 1969.

A día de hoy, son los jueces del Tribunal Superior de Justicia de Madrid quienes tienen en su mano la decisión sobre el futuro nombre de la calle: retomar los valores que encarna el fundador de la Legión (declarando que su nombre no constituye exaltación de la sublevación militar ni de la Guerra Civil) o respetar la decisión municipal, respaldando la modernización de los valores recogidos en el nomenclátor de la capital, llevada a cabo por el Ayuntamiento en la legislatura anterior y expresados, en este caso, por la Maestra Justa Freire y todo lo que ella representó.

Parece mentira, pero así estamos.

 

15.9.19

El final de los agravios comparativos entre víctimas del terrorismo.

Acaba de hacerse pública la noticia del fallo emitido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en relación a la indemnización que la Ley 29/2011, de Reconocimiento y Protección Integral de las Víctimas del Terrorismo, prevé para éstas, declarando no ser contraria a derecho la denegación de dichas indemnizaciones por parte del Estado Español a familiares de víctimas que pertenecían a organizaciones terroristas.

Se da la circunstancia, como bien explican algunos de los medios que han tratado la noticia con un cierto rigor, de que no se trata de cuestionar el reconocimiento de la condición de víctima del terrorismo de dichas personas, pues esta circunstancia ya fue resuelta conforme a la Ley de Solidaridad de 1999 y muchas de ellas ya ostentaban esa condición de víctimas, habiendo además percibido por ello, las cantidades que dicha norma legal asignaba en concepto de indemnización a todas las víctimas legalmente reconocidas como tales.

Una de las novedades que incorporó la Ley de 2011 respecto de la de 1999 fue precisamente la actualización al alza de las cantidades concedidas en concepto de muerte o incapacidad, entendiendo que las cuantías de 1999 habían quedado un tanto raquíticas, a la vista de las responsabilidades civiles que la Audiencia Nacional venía fijando en las sentencias dictadas en casos de terrorismo y cuyo abono correspondía al Estado, precisamente en virtud del mecanismo de subrogación que traduce el principio de solidaridad inspirador de la Ley.

En el fondo, latía también la idea de equiparar en lo posible las cantidades percibidas por las víctimas, en aras de un principio de igualdad cuya ausencia ha generado siempre notable inquietud en el mundo de las víctimas y sus asociaciones.

Lo cierto es que la reciente resolución del TEDH viene a pronunciarse únicamente sobre aquello que le fue cuestionado y que consistió en determinar si la resolución denegatoria de la indemnización por parte de la administración central, basándose exclusivamente en informes policiales para determinar la pertenencia a banda armada u organización terrorista, vulneraba el principio de presunción de inocencia o no. Y lo hace concluyendo que no, con lo cual valida la actuación administrativa. Se acabó pues el camino judicial para conseguir un objetivo que, se mire como se mire, era y es loable y plausible: respetar el principio de igualdad y no establecer agravios comparativos en el tratamiento que el Estado debe brindar a todas las víctimas del terrorismo. En este caso, a sus familiares.

La cosa tiene bemoles, si tenemos de nuevo en consideración la paradoja que ya hemos mencionado anteriormente. Muchos de estos familiares ya percibieron la cantidad que les correspondía conforme a la legislación de 1999. Cabe preguntarse: Si se les trató igual entonces ¿por qué se les discriminó después? ¿Qué cambió entre 1999 y 2012?

Reparemos en el proceso seguido para llegar a este frustrante resultado final.

La Ley 29/2011, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo fue aprobada por la totalidad de los grupos políticos del Congreso, a excepción de la única diputada de UPyD. El esfuerzo de consenso realizado por todos los partidos políticos fue digno de admiración y estuvo a la altura del fin perseguido.

Sin embargo, unos meses después, tras las elecciones generales que otorgan al Partido Popular la mayoría absoluta, el gobierno de Rajoy cuela por la puerta de atrás que supone el cajón de sastre de la Ley de Presupuestos, una modificación de la mencionada Ley 29/2011. Eso sí, se esfumó el esfuerzo de consenso con todos los grupos políticos realizado para la aprobación del texto legal. En esta ocasión solo contaron con el PSOE, que apoyó la iniciativa. Un apoyo, por cierto, que tal vez hayan lamentado después, a la vista de los resultados.

Para constancia de los interesados, esta modificación se llevó a efecto a través de la Ley 17/2012, de 27 de septiembre, de Presupuestos Generales del Estado para 2013, Disposición Transitoria decimoséptima, que introduce un nuevo artículo 3 bis de la Ley 29/2011, de 22 de septiembre que guarda relación, a su vez, con los artículos 2, 3 y 8 del Instrumento de Ratificación del Convenio Europeo sobre indemnizaciones a las víctimas de Delitos violentos, hecho en Estrasburgo el 24 de noviembre de 1983 (BOE, número 312, sábado 29 de diciembre de 2001).

¿Por qué no estuvo esta cuestión encima de la mesa de quienes pactaron con tanto esfuerzo y denuedo el contenido de la Ley, antes de julio de 2011? ¿Qué circunstancia nueva ocurrida entre esa fecha y junio de 2012, pudo justificar una iniciativa que contravenía actuaciones precedentes de la propia administración del estado, la cual había indemnizado ya a esos mismos familiares de víctimas? Es difícil encontrar una explicación confesable, tratándose de una administración, que debe respetar el principio de interdicción de la arbitrariedad, contemplado en el artículo 9.3 de la Constitución.

Pero, con todo, y llegado el punto en que nos encontramos, con el agotamiento de la vía judicial, hay otra circunstancia en este asunto, que merece atención.

La reforma legal de la que venimos hablando se limita, en lo que afecta al tema aquí tratado, a establecer la aplicabilidad de lo dispuesto en el Convenio Europeo sobre indemnización a las víctimas de delitos violentos, a los casos de indemnizaciones a víctimas del terrorismo previstas en la ley de 2011. (“La concesión de las ayudas y prestaciones reconocidas en la presente ley se someterá a los principios que, para ser indemnizadas, se establecen en el Convenio Europeo sobre indemnización a las víctimas de delitos violentos”).

Por su parte, este Convenio, en su artículo 8.2, que es el aplicable al caso, establece que Se podrá reducir o suprimir asimismo la indemnización si la víctima o el solicitante participa en la delincuencia organizada o pertenece a una organización que se dedica a perpetrar delitos violentos.

Como es sencillo colegir, este texto legal, lejos de establecer un mandato de cumplimiento obligatorio, concede una potestad al Estado que lo aplique, de manera que la decisión denegatoria de la administración constituye un acto discrecional y, por tanto, un ejercicio de la libre voluntad política.

En otras palabras, las indemnizaciones a familiares de víctimas del terrorismo que pudieron pertenecer a bandas armadas fueron denegadas única y exclusivamente por un acto estricto de voluntad política. Legal, sí, pero voluntad, al fin y al cabo.

Y pienso yo: Lo mismo que se dijo que no, se pudo haber dicho que sí; y lo mismo que se dijo que no, se podrá decir que sí, dado que no hay obstáculo legal que lo impida.

En consecuencia, y ahora que estamos inmersos en un nuevo proceso de revisión de la Ley de Reconocimiento y Protección Integral de las Víctimas del Terrorismo, impulsada y motivada por el deseo de poner fin a otra situación de agravio comparativo que genera notable malestar entre los colectivos de víctimas, como es el de la diferente cantidad indemnizatoria que perciben quienes tienen sentencia frente a quienes no la tienen, sugiero que se aproveche para poner fin a este otro agravio comparativo. Puede y debe iniciarse un proceso en el que la voluntad política – la misma que creó el problema – lo solucione ahora, reconociendo el derecho de estas personas a percibir las indemnizaciones que legalmente les corresponde, en igualdad de condiciones respecto a las demás víctimas del terrorismo.

Un reto del nuevo parlamento y del nuevo gobierno.

 

21.7.19