El azar y la buena suerte, 40 años después.

Si hace 40 años me hablan de operación del corazón, me habría sonado al Dr. Barnard y Ciudad del Cabo. Aquel primer trasplante constituyó un hito histórico que dejó mucha huella. Yo lo recordaba de chaval, claro.

Y así fue como ocurrió exactamente. La mañana del 2 de abril de 1985 forma parte de esos momentos grabados de forma indeleble en mi memoria. Especialmente cuando llegó el primo Luis, radiólogo en Cruces, a comunicarme que “tenía la patata jodida” y que, tras unas pruebas, lo más probable es que tuvieran que operarme del corazón. Chúpate esa.

Es curioso que yo no crea mucho en el azar, porque el azar fue lo que me salvó la vida. Así, como suena.

Todo empezó la víspera de aquella mañana del 2 de abril. Jugué un partido de futbito con aquel glorioso equipo “Los de la Plaza”, que pregonaba orgulloso nuestras raíces laudiotarras. Antes de jugar, tomé una aspirina, porque me molestaba un poco la cabeza. El caso es que, por la noche, comencé a sentir dolor en el estómago, con vómitos y heces de color “posos de café”, esa denominación empleada en el argot médico cuando hay sangre.

A primera hora de la mañana del día siguiente, acudí al Servicio de Urgencias del ambulatorio y el bueno de Artiñano, el médico, me adelantó que sería una pequeña hemorragia estomacal de poca importancia, provocada por la aspirina, pero me recomendó que fuera al Hospital de Cruces para que me la controlaran. Así que, sin demora, aparecí en Urgencias de Cruces, donde me practicaron un lavado de estómago que confirmó la escasa entidad de mi hemorragia.

Pero cuando estás en Urgencias, te revisan las constantes básicas. Un médico me auscultó. Aún recuerdo su gesto de extrañeza y su pregunta ¿Tienes bien el corazón? ¡Ja! 24 años y como un torete. ¡Qué le voy a decir! Llamó a otro colega que le cogió el relevo para valorar lo que se oía en mi pecho. Seguido, una radiografía y un electrocardiograma. Apareció un cardiólogo. Y, por fin, cuatro horas después de haber entrado en el hospital, llegó mi primo Luis y, con él, el recuerdo de Barnard.

Volví a casa en una nube de irrealidad, sin ser plenamente consciente del significado de lo que había sucedido aquella mañana y de las repercusiones que podía tener en mi vida. Bueno, algo sí. Dejé de fumar ipso facto. El acojono ayuda que no veas.

Apenas un par de semanas después, me hicieron un ecocardiograma. El médico que estaba al cargo me hizo esperar y me llevó a un cardiólogo al que informó del resultado de la prueba. Tan urgente debió ver el asunto, que, a primeros del mes de mayo, ingresé en Cruces para hacerme un cateterismo.

Estuve una semana. La válvula aórtica no cerraba bien, cedida como estaba por la dilatación de la aorta que arranca allí mismo. Mi amiga la aorta, esa tubería principal encargada de repartir por el cuerpo la sangre debidamente oxigenada. Tenía un diámetro de algo más de siete centímetros en su parte ascendente, es decir, la colindante con el corazón. El límite máximo de la normalidad es de tres centímetros y medio. Así pues, el diagnóstico era aneurisma de aorta. Una dilatación más que severa, al punto de ruptura. Además, es una dolencia completamente asintomática. Simplemente no te enteras y cuando se rompe la arteria, te vas cagando leches, con perdón.

Lo que vieron en el cateterismo los médicos de Cruces debió tener tan mala pinta que no querían darme el alta sino operarme de inmediato. Tenían que sustituirme la válvula aórtica, pero con un trozo de salida de la propia aorta. Es decir, una prótesis compleja que aún no se había colocado en Cruces por aquella época.

Las circunstancias aconsejaron el traslado a Madrid para ponerme en manos del Dr. Rábago, cirujano cardíaco de la Clínica de la Concepción, Fundación Jiménez Díaz, que ya llevaba unas cuantas intervenciones similares.

El 12 de junio, apenas dos meses y medio después del partido de futbito y la bendita aspirina que me provocó la hemorragia estomacal (el azar) y la posterior visita a Urgencias, ingresé en “La Concha”, bien abrigado por los calores de un Madrid casi estival ya.

En todo el periplo de Madrid, siempre mi madre al lado. Cuidadora, entregada, entrañable. Desde el viaje en aquel expreso Costa Vasca, que salía de Llodio hacia las 23 horas y llegaba a Madrid a eso de las 7 horas del día siguiente, con tour de una hora de autobús al llegar por la capital del reino, porque nos confundimos de sentido al coger uno de ruta circular en la Plaza Castilla.

Siete días previos a la intervención. Estudios y análisis pertinentes. Encontrándome fenomenal, como me encontraba, fueron siete días de entretenimiento en el hospital. Escuchaba mucho “We are the world”, recién lanzada apenas un par de meses antes. Incluso algún día salimos a pasear por el Parque del Oeste. La víspera del día D me permití la licencia de volver a la infancia acompañando la juerga de un chaval de Sanlúcar de Barrameda, 11 años, vecino de habitación, que esperaba también una intervención cardíaca, tirando agua con una jeringuilla desde la ventana a la gente que pasaba.

El 19 de junio, a primera hora de la mañana, después de rasurarme entero, excepto la cabeza, me llevaron al quirófano. Me dejaron un rato solo en una sala contigua, antes de pasar. Probablemente, el momento más intenso de reflexión previo a la intervención. Conseguí acercarme al significado de no despertar después de la anestesia, a la idea de la nada. No diré que era miedo, pero sí una sensación de trascendencia muy especial.

Por fortuna, salió todo muy bien. Rábago era un auténtico maestro. Mis padres (mi padre llegó la víspera para estar presente) respiraron aliviados. Solo quedaba el posoperatorio y la recuperación.

Se dice que la memoria del ser humano tiende a suavizar el pasado y eliminar sus aspectos más dolorosos (Aunque también se puede afirmar lo contario cuando son recuerdos traumáticos). Lo cierto es que ahora, recordando aquellos días, solo me viene lo inquieto que estaba tras la operación, con una incomodidad creciente por el calor terrible de finales de junio y las ganas que tenía de volver a casa. No recuerdo dolor, ni molestias.

Paseaba a menudo por el pasillo de la planta del hospital, donde me cruzaba con otros pacientes intervenidos que también lucían su cremallera al aire, esa cicatriz en el esternón cruzada por los puntos de sutura. A mí me parecían todos muy mayores, claro. De hecho, antes de operarme los veía y me decía a mí mismo “cómo no voy a ser capaz de afrontar yo aquello si toda esa gente tan mayor ha pasado por ahí”. Una manera de fortalecer el ánimo.

Con tanto tiempo libre allí, daba para pensar mucho. Había algo recurrente: la duración de la prótesis que me habían colocado. Los viejillos no me iban a ayudar mucho, estaba claro. Yo tenía 24 y aspiraba a alguno más que aquellos compañeros de 60-70 años.

Se lo pregunté al médico cuando me dieron el alta, el 1 de julio. En realidad, le dije que esperaba que la válvula me durara 40 años, al menos. En aquel momento, me parecía toda una vida. Llegaba ya hasta «ser viejo». El doctor me dio una respuesta tan optimista como evasiva. Convenientemente traducida venía a ser un “Chi lo sa”. Normal, apenas llevaban unos pocos años colocando ese tipo de prótesis. No había aún experiencia suficiente sobre su duración.

De vuelta a casa, llegué pronto a hacer una vida prácticamente normal. Probablemente, demasiado normal. Estoy cerca del pódium de consumidores de sintrom, por antigüedad y por cantidad (calculo entre 28 y 29 kilos ingeridos en estos 40 años). Era el único recuerdo permanente del episodio. Hasta la cicatriz fue diluyéndose. Eso sí, cada 19 de junio he tenido un emotivo recuerdo de todo aquello. Casi siempre, centrado en la presencia de mi madre a mi lado aquellos días.

Y ahora, ya estoy ahí. Justo en ese momento de futuro que me intrigaba, 40 años después. Creía que iba a ser viejo, y ahora no me queda otra que reprochar a aquel jovenzuelo su atrevimiento y exageración. De cualquier manera, ha caducado el plazo deseado y me pregunto qué prórroga tendrá.

Lo curioso es que he vuelto a pasar por el quirófano – y en el mismo hospital – pero no por mi válvula vieja, sino por los caprichos de mi aorta, a la que le dio por dilatarse de nuevo 39 años después. Ahora llevo otro trozo de tubería artificial unida a la anterior.

Sea como fuere, lo importante es que hoy, justo hoy, hace 40 años, después de que el azar lo hiciera posible, volví a nacer. Y me sobran los motivos para celebrarlo.

19.6.25

Deja un comentario