Cualquier día, se irá y todo serán obituarios desbordantes, laudatorios, enaltecimientos y veneraciones. Se multiplicarán sus seguidores y adoradores y quien más quien menos querrá estar a la altura, demostrando saber dónde está Duluth y quién era Robert Allen Zimmerman.
Así que no voy a esperar y su reciente 84 cumpleaños me parece una inmejorable ocasión para recordar quién fue, ha sido, es y será, para mí, Bob Dylan.
Todo empezó el primer año del instituto. Franco había muerto en noviembre. El mundo empezaba a girar vertiginosamente dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Adolescentes en plena transición. En aquel tiempo, el cineclub de los frailes era uno de los ejes culturales de un Llodio que también despertaba. Películas de culto que alimentaban nuestro bagaje cultureta. Entonces nos apuntábamos a todo, ávidos de conocer, curiosear y aprender.
Un día anunciaron “Concierto para Blangla Desh”. La música ya era una parte importante de nuestras vidas, lo cual a esa edad y en aquellos años requiere poca explicación. Allá fuimos, por supuesto. Era, además, un concierto con fines humanitarios, para denunciar la pobreza que asolaba el país asiático y recaudar fondos para paliarla. Inició el asunto Ravi Shankar, un para nosotros desconocido músico indio muy amigo y admirado de George Harrison, este sí, familiar por su condición de beatle. Luego fue él mismo quien nos deleitó con alguno de sus reconocidos éxitos.

Y, en éstas, apareció en escena un tipo de pelo rizado, chamarra vaquera, guitarra acústica y armónica acoplada. Qué buena pinta para nosotros. Ojos y oídos abiertos y expectantes. Cantaba en inglés y nosotros veníamos de francés, pero los subtítulos ayudaban. Qué y cómo cantaba nos hipnotizó. Una mente de 15 años ayudaba a aumentar el impacto.
¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de que le llames hombre?
¿Cuántos mares debe surcar una blanca paloma
antes de que duerma en la arena?
¿Cuántas veces tienen que volar balas de cañón antes de que sean prohibidas para siempre?
La respuesta, mi amigo, está flotando en el viento,
La respuesta está flotando en el viento.
Embelesado.
Oh, ¿dónde has estado, mi hijo de ojos azules?
Oh, ¿dónde has estado, mi querido jovencito?
He tropezado con la ladera de
doce montañas con niebla.
He caminado y me he arrastrado por
seis carreteras retorcidas.
He pisado en el medio de siete bosques tristes.
He estado frente a una docena de océanos muertos.
Me he adentrado diez mil millas en
la boca de un cementerio.
Y va a ser fuerte, y va a ser fuerte,
y va a ser fuerte, y va a ser fuerte,
y va a ser fuerte la lluvia que va a caer
Rendido.
Si tuviera que señalar un momento de aquella actuación, sería, sin duda, la interpretación de Just like a woman, flanqueado ante el micrófono por George Harrison y Leon Russell, que se acercaban a corear el estribillo con él.

Diría que después de aquel descubrimiento, fue Jose quien, probablemente en algún viejo sanyo, nos acercó de nuevo al tipo del sombreo, la guitarra y la harmónica. Quiero creer que fue en Santa Águeda, un día hermoso de romería en primavera, en los alrededores de la ermita.
También en aquella época, un fin de semana de monte, alguien llevó un comediscos al Txarlazo. Aquel aparato portátil de efímera gloria que reproducía música insertando un disco de vinilo de 45 RPM. El dueño del aparato solo llevó un single: New morning, de Dylan, claro, así que cayeron cienes y cienes de reproducciones de las cuatro canciones del single.
Llegó 3º de BUP. Dylan había publicado hacía poco Desire, uno de sus LP’s más aclamados. La historia del boxeador Huracán Carter narrada en la hipnótica Hurricane nos fue descubierta por Julia, nuestra profesora de inglés que nos deleitó durante todo el curso con la traducción de canciones de Simon y Garfunkel, Donovan, Dylan, Joan Báez, Pynk Floyd… La canción me pareció sublime. Probablemente fue la primera con la que empecé a dar el coñazo a mis próximos.
Eran también los tiempos de La Viña y su máquina de discos, magistralmente alimentada por Nandi. Oh, Sister y Mozambique sonaban con frecuencia e insistencia, además de Hurricane, por supuesto. Muchas de estas evocaciones musicales vienen ya connotadas por aquellos primeros humos y algún que otro vapor etílico.

Cuando Dylan publicó Street legal ya estaba a la expectativa. Me había convertido en seguidor incondicional e empedernido.
En 1981 conseguí mi primer tocadiscos y con él inicié mi propia colección discográfica. Ayudó mucho que Belén trabajara en una tienda de discos. Tenía acceso a lo último del mercado, así como a los catálogos de las discográficas.
A lo largo del tiempo, poco a poco, fueron cayendo, un LP tras otro. The Freewheelin, Another Side of Bob Dylan, The Times They Are A-Changin, Blonde on Blonde… en un intento por hacerme con toda su discografía cronológicamente ordenada, al tiempo que adquiría también lo que iba publicando en aquel momento, Slow Train Coming, Shot of Love, el directo Bob Dylan at Budokan o el mismísimo y denostado Saved.
Sus canciones me acompañaban a diario durante horas, mientras pasaba a limpio los apuntes de las clases de derecho, arrimado junto a la ventana de mi cuarto, con la tentación de la calle a la vista. Escribía mientras me dejaba acariciar por esa auténtica maravilla, de principio a fin, que es la banda sonora de Pat Garret y Billy The Kid.
Tiempo más tarde tuve coche. Funcionaba con gasolina y música, simultáneamente. La voz rota y quejumbrosa de Dylan ocupaba allí un lugar distinguido. Esa misma frente a la cual Aitor no podía evitar el halago: “Vaya voz de hijoputa tiene…”. ¡Como si Peter Hammill tuviera la de Plácido Domingo! Reír ha sido siempre nuestro deporte favorito.
Por supuesto, no dejé pasar las oportunidades de verle en directo. En más de una decena de ocasiones he tenido el privilegio de asistir a sus conciertos, aprovechando la asiduidad con la que se ha prodigado en Euskadi. Las tres capitales vascas han sido escenario de no pocas actuaciones de Bob Dylan. Una excelente ocasión para compartir emociones con los fans y – sí, por qué no – fanáticos, del maestro.
Recuerdo un concierto en Vitoria, en cuyas postrimerías, los más entusiastas nos amontonamos junto al escenario para vivir con más intensidad el final. A mi lado, se oyó a uno: “Parece que ha esbozado una sonrisa. Hoy está a gusto”.
Y es que sí, Dylan ha sido siempre un personaje difícil de encasillar y complicado de escrutar. Poco amigo de hacer lo que los demás esperan de él. Huraño y arisco en el escenario las más de las veces. Sin comunicación habitual con el público, escucharle un “gracias” es un triunfo. Bueno… ¿Y qué? ¿Tiene que ser todo el mundo como Springsteen? Todos los dylanianos lo sabemos, lo conocemos y se lo perdonamos. Pues ya está.
Llegó la era del CD y la discografía se diversificó en ambos soportes. Creo que el último vinilo que compré fue Under The Red Sky, del año 1990, que, muy lejos de ser imparcial, califiqué de excelente, a pesar de no ser muy bien recibido por la crítica. Guardo especialmente un entrañable recuerdo de la canción Born in Time, en la que es nada menos que David Crosby quien le hace los coros.

Recuperé el vinilo para adquirir el triple LP del concierto organizado para celebrar el trigésimo aniversario de Dylan en la música y en el que participa una pléyade de músicos increíbles, interpretando canciones suyas.
A día de hoy, reposan en una estantería de mi casa 22 elepés y 16 cedes, además de un par de biografías, las memorias de Suze Rotolo, una de sus primeras chicas, que aparece en la mítica portada de The Freewheelin, agarrada a su brazo, y varios libretos con letras de sus canciones,.
El verano de 2012, Dylan dio un concierto en Bilbao, junto al Guggenheim, que fue muy especial para mí porque acudí con Markel. Supuso mucho.
La última vez que le vi en directo fue en Donosti, en verano de 2015.
Dylan se ha ido haciendo viejo y su voz se ha deteriorado, pero su maestría para hacer canciones ha seguido latiendo con fuerza. Mantiene esa extraordinaria capacidad, que ha sido constante a lo largo de su carrera, para reinventar cada una de sus canciones con nuevos ritmos e incluso melodías, convirtiéndolas, a veces, en irreconocibles, si no fuera por la letra.
En fin, no ha dejado de acompañarme nunca. A lo largo de los últimos 50 años, ha estado siempre ahí, con mayor o menor intensidad. Y sigue estando. Incluso he abandonado alguno de mis viejos prejuicios y acepto ya sin problemas buenas versiones de sus canciones (No puedo dejar de citar It’s ll over now, baby blue, de Then, con Van Morrison y Desolation Row de My Chemical Romance).
Para alguien tan nostálgico como yo, escuchar su voz, con su peculiar manera de cantar, el sonido de su guitarra y su armónica constituye un sublime suplicio. Ese sentimiento ambivalente tan característico de la nostalgia, que supone un profundo placer al tiempo que se te encoge el corazón. Inconscientemente vuelvo a la inocencia de aquel joven de 15 años de ilusión desbordante, con ganas de cambiar el mundo y toda la vida por delante para hacerlo. Sin saberlo yo, Dylan llegó a convertirse en el crisol de esos anhelos, que fueron marchitándose luego con el paso de los años y el inevitable choque con la realidad. Por todo eso, es para mí mucho más que mi gran referencia musical. Algo de lo que, sin duda, renegaría el propio cantante.
Un día, se morirá. Y me impactará, claro, como ya lo hizo en su momento la muerte de George Harrison. Escucharé entonces Forever Young para superar el duelo, consciente de que su música, a pesar de todo, seguirá siempre conmigo. De hecho, espero que ese siempre alcance también el momento de mis cenizas.
Ojalá que todos tus deseos se hagan realidad
Ojalá siempre ayudes a los demás
Y dejes que otros te ayuden a ti
Ojalá construyas una escalera hasta las estrellas
Y subas todos los peldaños
Ojalá permanezcas siempre joven
Siempre joven, para siempre joven
Ojalá crezcas para ser justo
Ojalá crezcas para ser sincero
Ojalá siempre conozcas la verdad
Y veas las luces que te rodean
Ojalá siempre seas valiente
Te pongas derecho y seas fuerte
Ojalá permanezcas siempre joven
Siempre joven, para siempre joven
Thanks for everything, Bobby.
30.5.25